Sparrows
(Des)proporción áurea Por Manu Argüelles
Quizás se debe a que vi seguidas Sparrows y Yo, él y Raquel (Me & Earl & the Dying Girl, Alfonso Gomez-Rejon, 2015) pero creo que ambas inciden en un aspecto fundamental por encima de cualquier consideración. Las dos construyen, desde la fórmula del relato de iniciación, una lección moral para sus dos protagonistas adolescentes. Eso no quiere decir que las dos películas sean moralistas, en absoluto, pero el aprendizaje y el crecimiento de los dos personajes apunta en esta dirección.
Sparrows se inicia con los arcos de una bóveda de una iglesia para ir descendiendo hasta situarse en la cabeza de nuestro protagonista, Ari (Atli Oskar Fjalarsson). Con ese principio, en apariencia tan sencillo y desprovisto de una fuerte significación, se condensa gran parte de la carga simbólica que estructura el relato. Porque partamos de la base que en la película se cristaliza la convivencia de cierta idea de lo espiritual con lo humano. Bajo este paraguas se integra una concepción de la naturaleza, que como es habitual en la cinematografía de Islandia, al menos en la que se suele filtrar vía festivales de cine, resulta omnipresente y hegemónica en el diseño de los espacios físicos que se filman. Ese estrecho contacto con la naturaleza, dada la particular geografía de la isla, abriga sin embargo una visión pesimista de nuestra mísera y desorientada existencia. Abundan los planos generales en amplia panorámica, como en los westerns con ampulosa épica, donde hay una focalización absoluta de las montañas, filmadas como entes superiores, magnánimos e imponentes. Permitan que me sugiera cierta idea de Dios, testigo mudo de las tribulaciones de los insignificantes individuos. En esta línea conecto el talento de Ari en el canto religioso, en particular esa sobrecogedora secuencia en la que el chico está dentro de una gran cisterna industrial y entona un canto mirando hacia arriba, mientras un agujero en lo alto del contenedor permite que entre un rayo de sol que lo alumbra. Es indudable que Ari está dirigiéndose a Dios y se erige como una lírica expresión de uno de los pocos momentos donde el personaje puede alcanzar una paz interior.
El poder estético de los bellísimos parajes naturales de los que goza Islandia no contrarresta la importancia de las personas ya que, de la misma manera, Rúnar Rúnarsson se apoya de los primeros planos para capturar la presencia de los personajes. Porque si Sparrows no es moralista tampoco es una película religiosa. Pero al igual que la función de la geografía en los planos exteriores, este sustrato actúa como un telón de fondo que se vehicula casi de forma subconsciente en el espectador. Porque el viaje de Ari al origen, al pueblo donde vivió su infancia antes de que se divorciasen sus padres, agotado el tiempo de la épica, ya no tiene ese carácter redentor, ya no es Ulises que vuelve a casa, sino que es una auténtica bajada a los infiernos. Por lo que se procede a una inversión del modelo de aquellos relatos donde se ofrece una dialéctica entre lo urbano versus lo rural, siendo el segundo el que tradicionalmente se carga con cierto carácter mítico o idealizado, como si fuese el retorno del hombre a su esencia primigenia.
Concretando la línea argumental, todo arranca cuando la madre de Ari se marcha con su novio a África y como no puede llevarse a su hijo consigo le pide que vaya a vivir con su padre con el que no tiene relación desde hace seis años. La evidente distancia que siente respecto a su padre la compensa con su abuela, que le da el único apoyo emocional que ninguno de sus progenitores le da en ese trance que tiene que vivir, ya sea desde la ausencia o desde la incapacidad. Por lo que el retorno forzado a su pueblo natal, con la aparición del primer amor y el primer contacto con el sexo, le llevará a un inevitable vértigo emocional, a una escalada en la que los límites se diluyen y el comportamiento se descontrola. En el derrumbe del mito, la figura del padre queda totalmente anulada.
No obstante, este desarme y este panorama desolador en el que tiene que sobrevivir Ari, con un padre alcoholizado que monta fiestas/orgías desmadradas en su casa con sus amigotes, unos adolescentes con los que apenas logra establecer conexión y una amiga de la infancia que tiene un novio excesivamente agresivo que le impide acercarse demasiado a ella, Rúnarsson nunca lo expresa con un tono grave ni con enfásis sino que todo queda amortiguado a partir de esta particular espiritualidad que corre por las arterias del largometraje. Su condición de película sobre la adolescencia tampoco permite que se subrayen las líneas más grotescas, porque Rúnarsson, a pesar de las derivas en las que se sumerge el protagonista, fruto de una estructura familiar hecha cenizas, siempre trata de buscar el lirismo y la belleza entre los escombros morales, ya sea con los planos sostenidos de los rostros de Ari y de su novia en primerísimo primer plano, ya sea a través del paisaje.
Y en ese proceso de hacerse hombre, Ari tendrá que emprender un viaje introspectivo en el que tendrá que construir nuevos amarres afectivos y tener la capacidad de perdonar. Porque al fin y al cabo, nos guste o no, nuestra familia, o lo poco que quede del dibujo tradicional, es una parte fundamental de nuestra identidad, tanto de aquello de lo que nos hemos rebelado como de lo que hemos conservado. Sparrows se constituye así en una película que siempre busca una melodía en medio del caos, un aliento de lo trascendente entre el desconcierto existencial.