Spider-Man: Cruzando el Multiverso
El territorio de los dioses Por Ramón H Sosa
Situados al principio o al final del libro, los mapas que habitualmente acompañan e ilustran las novelas de fantasía, cumplen la función de volver ilimitado un mundo que el autor solo ha creado en parte. Los personajes transitan por caminos, ricos en nombres y topografías, que invitan al lector a acompañarlos durante el viaje, a calcular el tiempo que resta hasta el próximo refugio o medir la distancia del peligro más cercano. Sobre la hoja de papel el dedo del lector puede perseguir el andar de los aventureros, pero también tiene la posibilidad de adelantarse y, claro está, de desviarse. Y es que, alrededor del camino trazado, hay multitud de espacios que no serán descritos ni narrados, que a veces tienen y a veces no tienen nombre, pero que existen. Montañas, bosques y valles, circundantes a la historia, en los que un personaje o nuestra imaginación podrían internarse sin miedo a darse de bruces con el vacío. Y más allá, interrumpidos por la línea que acota el mapa, están ese mar, esa sierra o ese desierto que alcanzan el final de lo cartografiado, pero que continúan. Espacios no dibujados, pero intuidos, en los que se agazapan tierras, aventuras y retazos de vida tan indudables, al menos, como aquellos que se nos están contando. Una promesa de territorios que guardan en sí el sinnúmero de libros futuros que sería posible escribir. Así, la misma línea que enmarca y limita el mapa que se encuentra frente a nosotros, se convierte, como por arte de magia, en un símbolo que hace de la tierra representada un espacio inabarcable, infinito.
Tanto desde su trama como desde su estética, Spider-Man: Cruzando el Multiverso (Spider-Man: Across the Spider-Verse, Joaquim Dos Santos, Kemp Powers y Justin K. Thompson, 2023) lanza al espectador señales de que el mapa que está observando está incompleto. Ya se trate de ese cuaderno en el que ha dibujado el rostro de su añorada Gwen Stacy, una y otra vez, hasta rebosar la libreta o de esos universitarios que se encuentran fuera de la ciudad y que podrían ayudar al joven a reabrir las puertas del Multiverso, el día a día de Miles Morales está plagado de ausencias que son, a su modo, señales del infinito. En su nostalgia sentimos la privación de una realidad que el joven, a su vez, vive como si de una amputación se tratara. Anhelo de un Multiverso que, a su vez, no es más que la conversión en relato de lo que en su día fuera una deriva editorial: para casas como Marvel o DC, la creación de tierras paralelas fue un medio de explorar propuestas alternativas sin arriesgar las ventas o el prestigio de productos ya consolidados. Los guionistas y dibujantes, dotados, a su vez, de una mayor libertad a la hora de aproximarse a unos personajes demasiado cristalizados, fueron capaces de crear, en algunos casos, alternativas que convivieron, rivalizaron o incluso llegaron a reemplazar a la publicación original. En Spider-Man: Cruzando el Multiverso juegan con la noción de que cada una de las variantes de Spider-Man aparecidas en cualquier línea paralela, número autoconclusivo, cameo o gag, tiene un mundo propio. Es decir, parten del supuesto de que toda idea conlleva, en sí misma, la creación de un universo.
Cada uno de estos universos tendrá, así pues, su Big Bang, en la idea a partir de la cual ha sido creado: en su Spider-Man. Generadas a su imagen y semejanza, las tierras de las que los distintos Spider-Man proceden serán expansiones de ellos mismos. El mundo India de Pavitr Prabhakar, el de LEGO, el del Merodeador, el blanco y negro del Spider-Man Noir e incluso el opresivo y futurista mundo de Miguel O’Hara, responden a la identidad y la personalidad del Spider-Man que lo habita. Partiendo de esta premisa, al espectador se le invita a imaginar la realidad de origen de los centenares de otros héroes que irán apareciendo a lo largo de la cinta. Ya se trate de los que se nos muestran o de aquellos que solo deducimos, hablamos en cualquier caso de mundos egocéntricos. Según el filósofo polaco Leszek Kołakowski, en el ser humano persiste un malestar con respecto a la naturaleza que nace del hecho de que, por muchos medios que despleguemos para tratar de dominarla, esta nunca nos responderá. A su modo, este silencio es un cotidiano e insistente anuncio de la muerte; de esa frontera tras la que dejaré de ser para mí mismo y para los demás. Una no-respuesta que día a día presagia la gran e inevitable no-respuesta venidera. Por contraste, aun con sus dramas, las dimensiones especulares de los Spider-Man son una utopía en la que todo lo que rodea a su personaje central empieza y acaba con él y le tiene en cuenta. Un entorno que oye y responde: un universo de reconocimiento.
Con una excepción. Procedente de la entrega anterior, la estética del mundo de Miles Morales es, de todas las diseñadas para la película, la más cercana al estilo del cómic. Uno de los mayores atractivos de Spider-Man: Un nuevo universo (Spider-Man: Into the Spider-Verse, Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman, 2018) fue el de tratar de hacer coincidir en la pantalla al lenguaje del cine de animación con el de las viñetas. Incorporaron aberraciones cromáticas, onomatopeyas, cuadros de diálogo y efectos como el Halftone (los puntos que se usan para sombrear o dar profundidad), el Ben Day (la ilusión de crear un color a partir de juntar puntos de otros colores) o la reducción de imágenes por segundo para dar la sensación de salto y no de continuidad a ciertos movimientos. El éxito de la oscarizada película tuvo como consecuencia la ruptura de buena parte de la animación posterior con la tendencia Pixar que dominaba hasta entonces. Con todo ello, la de Morales es la dimensión más cercana al medio que dio origen al personaje, cosa que encaja con el hecho de que el mundo que habita no es el suyo sino el del Spider-Man original, Peter Parker.
Así como cada uno de los otros Spider-Man cuenta con una realidad que es un reflejo egocéntrico de ellos mismos, Morales se desenvuelve en una hecha a la imagen y semejanza del fallecido Peter Parker. No era necesario recalcar que la araña que le picó procedía de un universo distinto para dejar claro que Morales estaba, desde el mismo momento en que tomó el manto de la araña, fuera de lugar. Si Parker era el elegido por el destino, Morales, a causa del cual murió y que patrulla la ciudad que continúa a aquel vinculada, es el gran usurpador. Es el personaje que más reconocimiento necesita, pues es también aquel a quien cuyo entorno menos corresponde. Pero ¿por qué ante dicha necesidad de reconocimiento el protagonista dirige sus ojos, anhelantes, hacia el Multiverso? El infinito, decía más arriba, es el espacio que se prolonga tras el límite del mapa y gracias a este. Son varias las teologías y mitologías que recogen la noción de que los dioses son seres infinitos que ocupan lo infinito y que solo por medio de señas o de intermediarios pueden llegar a comunicarse con los mortales. Tras el margen del mapa se encuentra, pues, el inabarcable e interminable territorio de los dioses. Territorio que tiene en el Multiverso a su equivalente arácnido. Tras la muerte de Peter Parker y siguiendo la lógica de lo relatos mitológicos, se abrieron los cielos frente a Miles Morales y desde lo infinito descendieron emisarios con la función de educarle, señalarle el camino correcto y, sobre todo, con el objetivo de reconocerle.
Ya que con Peter Parker Spider-Man se convirtió en un personaje de destino, Morales necesitaba de la mismísima aprobación de los dioses para heredar su manto. Como si se tratara de ángeles, Gwen Stacy y los demás Spider-Man bajaron a revelarle la existencia del Multiverso —ese territorio infinito en el que un individuo tocado por el destino posee un mundo que le corresponde— y darle su reconocimiento. Sin embargo, aquí y ahora, las puertas del Multiverso se han cerrado, sus amigos y valedores han desaparecido y el joven se encuentra solo en un mundo que, aparentemente, ni le habla ni le oye. Existe, no obstante, un personaje cuya presencia pone en duda la supuesta trivialidad de Morales: Spot. Sin rostro, con un cuerpo blanco repleto de agujeros dimensionales y de esas burbujas negras flotantes que recuerdan a las Kirby krackles de los cómics, Spot será catalogado tras su primera aparición como uno más de los villanos de la semana. Oponiéndose a ser designado por Spider-Man con un término que alude a su irrelevancia, Spot se nombrará a sí mismo como la némesis de este —Némesis era, en la mitología griega, una diosa del equilibrio, de la justicia y la venganza, por lo que, al recalcar su papel, Spot subraya su relación con el territorio infinito de los dioses—. Enlazado con el Multiverso a través de los agujeros que aloja en su cuerpo, Spot puede ser visto como otro emisario del mismo. Tal y como ocurre con los Spider-Man de la película anterior, también él es un mecanismo de reconocimiento, solo que, en este caso, Morales es más renuente a apreciarlo y aceptarlo pues se trata de un reconocimiento negativo.
El doctor Jonathan Ohnn fue el causante de convertir a Morales en Spider-Man al transportar a la araña que le picó de la misma forma que Morales transformó a Ohnn en Spot al destruir el acelerador de partículas de Kingpin. Por lo tanto, de las buenas intenciones de Morales surgió una externalidad negativa (Spot) y de las maldades de Ohnn una positiva (Spider-Man). Puestos a decantarnos por uno de los dos términos propuestos para él, el de némesis, que se refiere a la diosa del equilibrio, se le ajusta mucho mejor, pero conlleva que Morales deba aceptar que las villanías que aquel pueda perpetrar son en parte causa suya. A medida que Spot vaya evolucionando desde un elemento cómico a uno siniestro —de ese personaje molesto que sirve para ilustrar lo difícil que es para el superhéroe conciliar su relación con su familia a ese sujeto traumático que promete separarle de ella definitivamente— la cantidad de responsabilidad que el protagonista deberá asumir aumentará significativamente. De la mano de su némesis, a Morales se le abrirán las puertas de ese espacio de reconocimiento que es el Multiverso. Ahí descubrirá que, efectivamente, él es el creador de Spot, que sus acciones han causado daños también en las demás dimensiones e, incluso, que existe un universo, aquel del que procede su araña, que está sumido en el caos debido a la ausencia de los poderes que él acabó por acaparar. Si el malestar del que habla Kołakowski procede del hecho de que habitamos una realidad que nos contiene pero nos ignora, a Morales se le revela que, desde que asumió el papel de Spider-Man, ya no solo el mundo sino el Multiverso entero empezó a prestarle atención. Al fin y al cabo, la presencia del mal hace al superhéroe. Spider-Man tiene frente a él todo el reconocimiento que ansiaba, pero junto a él, viene una variante mastodóntica de aquello de que un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Los Spider-Man que Morales encontrará en su viaje por el Multiverso son protectores de los eventos canónicos —situaciones vitales dramáticas por las que un Spider-Man debe pasar para extraer una lección moral que le ayude a asumir su papel— organizados para asegurarse de que los destinos predeterminados se cumplan. Una nueva cita a las divinidades cuyas voluntades, llevadas a cabo por intermediarios, se convertían en destinos para los mortales. En tanto que la existencia de un mundo acorde a mi identidad es una mera fabulación utópica, inalcanzable, no resulta sorprendente que los creadores de la película hayan acudido al concepto de la multiplicidad a la hora de representarla. Como diría Kołakowski, ser correspondido por la naturaleza es un imposible que crea una ausencia y la multiplicidad es la respuesta capitalista a ese vacío. Ya que nuestro entorno no se adaptará a nosotros, el capitalismo nos ofrece mil identidades entre las que podemos ir saltando a la espera, siempre, de que la siguiente sea la identidad correcta: aquella ya conectada con el todo, que nos permita sentirnos incluidos en el grupo, ser correspondidos por el mundo. El Multiverso es un espacio de reconocimiento en tanto que se trata de un infinito mercado de opciones entre las que poder ir navegando impulsados por el deseo de que la próxima sea la acertada: aquella que llene mi vacío. Ahora bien, ya que Morales representa al consumidor que debe ir de un producto a otro, debe luchar contra aquellos defensores de lo canónico que tratan de coartar su libre albedrío. Si la película anterior se centraba en la conversión de un usurpador en un personaje de destino, esta nos presenta su lucha para transformarse en un personaje de carácter.
¿Qué hacer con ese vacío y ese malestar que la falta de correspondencia del mundo deja en todos y cada uno de nosotros? Para esta pregunta existen, por supuesto, diversas respuestas, pero, a día de hoy, la dominante es la capitalista. El Mercado pone ante nosotros un sinnúmero de identidades que, introducidas en objetos y experiencias monetizables, podemos adquirir como si fueran propias. Saltamos de una identidad a otra al ritmo de las modas bajo la promesa de que la siguiente —y siempre la siguiente— sea aquella que se encuentre en sintonía con la realidad que nos envuelve. Una fantasía, claro está, pero una que, al tiempo que adormece nuestra ansiedad, pone al capital en circulación. No resulta extraño, por lo tanto, que a la hora de representar un espacio de reconocimiento como el Multiverso, los creadores de la película lo hayan hecho siguiendo la lógica capitalista y hayan dibujado un mercado de opciones infinitas: de mundos con características e identidades propias entre los que un consumidor podría ir viajando, como quien adquiere, uno tras otro, un producto o una experiencia nueva, a la espera de dar con el acertado.
Pero, para poder ser un consumidor libre, Morales debe luchar contra sus iguales. Los Spider-Man que se encontrará en su viaje por el Multiverso son protectores de los eventos canónicos —situaciones vitales dramáticas por las que un Spider-Man debe pasar para extraer una lección moral que le ayude a asumir su papel— y se han organizados para asegurarse de que los destinos predeterminados se cumplan. Una nueva cita a las divinidades cuyas voluntades, llevadas a cabo por intermediarios, se convertían en una suerte ineludible para los mortales. Al adolescente se le presenta la oportunidad de elegir entre dos caminos. Uno en el que Spot, ya convertido en un gran agujero negro, es decir, en la personificación del trauma, logra matar a sus padres y vincula, a través del dolor, a Morales con su mundo convirtiéndole en un personaje de destino. O el camino de seguir siendo la anomalía que le considera Miguel O’Hara y viajar sin descanso entre los diferentes mundos que se le ofrecen como un comprador sin atadura al que se le ha anunciado, eso sí, que sus actos acabarán con el Multiverso —se hace difícil no leer una metáfora del fin de los recursos naturales en esta elección capitalista—. Una vía, por así decirlo, más tradicionalista, anclada en las esencias y una más contemporánea en la que la individualidad se signifique dándole la mayor autonomía posible al yo. Una vía premoderna y una moderna. Una en la que Morales elige ser un personaje de destino y una en la que elige ser un personaje de carácter.
La película está inacabada y, aunque lo más predecible sería que viéramos un viaje en el que el protagonista acaba por adueñarse de los dos destinos posibles sin pagar su coste, habrá que esperar a que se estrene su segunda parte para saberlo. En uno de los textos que se incluyen en sus Mitologías (Mythologies, 1957), Roland Barthes explica que, en el teatro, el sudor y la saliva de los actores compensa con su exceso el exceso del precio de las entradas. En el cine se hace lo propio con la tendencia creciente a alargar la duración de las películas, a dividirlas en dos partes o a introducir elementos como easter eggs, anuncios de una película dentro de otra o escenas poscréditos. Estrategias para atraer hacia las salas de cine a un público cada vez más saturado y empobrecido ofreciéndole, en cada película, mil películas a la vez. Elementos que son, a su manera, como los límites de un mapa que nos anuncian que nos adentramos en un universo potencialmente inagotable. Hay en ello una clara falta de fe hacia el cine como una experiencia válida y plena en sí misma; una necesidad de envolverse de marcas e indicios que prometen al espectador colmar su vacío —el mismo que acompaña a Miles Morales— con promesas de mundos futuros que la película presente no es capaz de contener. Con el precio de una entrada, nos están diciendo, ya no adquieres solo el derecho a ver una película. Con el precio de una entrada estás obteniendo una puerta al infinito, una vía para acceder al mismísimo territorio de los dioses. ¿Quién da más?