Star Wars y el cine digital

George Lucas como innovador tecnológico Por Tonio L. Alarcón

En uno de los episodios de Disney Gallery: The Mandalorian (2020-2021), en los que se detallaba el proceso de producción de la serie estrella de Lucasfilm, Jon Favreau explicaba que, durante una visita al plató, quiso enseñarle a George Lucas cómo funcionaba la tecnología StageCraft que se utilizó para rodarla –en la cual, de forma muy resumida, se emplean gigantescas pantallas de LED para proyectar fondos que se mueven de forma dinámica, resolviendo así muchos problemas de fotografía para la integración de elementos CGI–. Pero, lejos de admirarse por el logro, el creador de Star Wars le comentó que, durante el rodaje de la segunda trilogía de la franquicia, se había planteado una solución técnica muy parecida, pero que, a esas alturas, la tecnología no se había desarrollado lo suficiente como para llevarla a buen término.

Esa actitud, entre la abulia y la condescendencia, es bastante característica de George Lucas. En parte porque, a base de decepciones personales y choques con la industria de Hollywood, ha desarrollado una creciente resistencia a reconocer méritos ajenos –y cuando digo ajenos, me refiero a fuera de su círculo de influencia–. Y en parte, porque siempre ha tenido una capacidad innata para ir dos pasos por delante del resto de la industria –un ejemplo muy claro: mientras su mentor Francis Ford Coppola intentaba resucitar una y otra vez Zoetrope, él fue capaz de hacer crecer Lucasfilm de forma lógica y progresiva–, concibiendo por adelantado soluciones técnicas a problemas que nadie más se había planteado hasta entonces.

Que siempre se le haya juzgado como un cineasta inferior a sus compañeros de generación tiene mucho que ver con dos aspectos fundamentales de su postura creativa. Primero, su dificultad para conciliar su interés estudiantil por el cine experimental –recomiendo recuperar su cortometraje 1:42.08 (1966) para comprender la clase de juego visual que le interesaba en la época– con su instinto para reconocer fenómenos populares: a diferencia de su amigo personal Brian de Palma, no ha sido capaz de hallar un terreno intermedio. Y segundo, porque, al desarrollar sus proyectos cinematográficos, no acostumbra a buscar tanto planteamientos de puesta en escena como soluciones tecnológicas que le permitan, al menos en teoría, multiplicar las posibilidades expresivas potenciales.

Star Wars

1:42.08

Esa atención a lo técnico conllevó, claro, que parte del éxito de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) radicara tanto en el componente humano que aportaron las reescrituras de guión de Gloria Katz y Willard Huyck, así como en las decisiones de montaje de Marcia Lucas –todos ellos presentes, no por casualidad, también en American Graffiti (1973)–. Sin embargo, tras la concepción de Lucas del proyecto late la inquietud de un cineasta por trascender el concepto de blockbuster heredado del cine clásico de Hollywood, buscando reproducir el espíritu pulp de las series de ciencia-ficción que consumió durante su infancia, pero pasándolo por el tamiz de los hallazgos técnicos de los efectos especiales de Douglas Trumbull para 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) –de hecho le ofreció colaborar en Star Wars, pero rechazó el proyecto–.

Uno de los momentos clave para entender las intenciones de Lucas está en la secuencia de la cantina de Mos Eisley. Ese segmento debe servir para abrir la perspectiva de Luke (Mark Hamill) y, al mismo tiempo, del espectador, respecto a la amplitud y diversidad del universo. Sin embargo, la primera versión que se rodó en Londres con supervisión en cuanto a maquillaje de Stuart Freeborn no convenció al director, que quería hacer justicia a ese concepto de lo sci-fi que tenía en la cabeza. De ahí que rodara tomas adicionales en Los Ángeles –con extraterrestres de aspecto mucho más inverosímil, más inesperado– ayudado por Ron Cobb, Rick Baker y Phil Tippett, entre otros. Pero ni siquiera así quedó contento, de ahí que, cuando los efectos digitales se desarrollaron lo suficiente, volviera a remodelarla, ahora sí, mucho más a su gusto.

No es baladí señalar la implicación de Lucas en el diseño de los efectos de Star Wars. Cuando le presentó el proyecto a Fox, la mayor parte de las majors de Hollywood habían desmantelado sus departamentos de efectos especiales, así que, básicamente, se vio obligado a crear uno desde cero con John Dykstra al frente –si bien ambos acabaron su relación en malos términos debido a la sobreexigencia de un proyecto, en realidad, infrafinanciado–. Una decisión que no sólo sirvió para plantar la semilla de una empresa tan fundamental para el cine moderno como la Industrial Light & Magic, sino que, cuando ésta empezó a aceptar proyectos más allá de Lucasfilm para asegurar su viabilidad económica, provocó dos efectos en la industria. El primero, que normalizó la externalización de los efectos especiales; el segundo, que generó un baremo de calidad que siguió creciendo y que el resto de expertos en el ramo se vieron obligados, como mínimo, a intentar igualar.

Star Wars

La guerra de las galaxias

Así, cuando se afirma que La guerra de las galaxias cambió para siempre el paradigma del blockbuster, se piensa sobre todo en su éxito de taquilla o su revolucionario concepto del merchandising; en cambio, suele pasarse por encima de una idea fundamental: que, más allá de sus decisiones temáticas y expresivas, también alteró para siempre las expectativas del público respecto a lo que podía reflejarse en la gran pantalla –una idea que remató, al año siguiente, Superman (Richard Donner, 1978)–. Y si lo logró es porque Lucas, a través de su ambición de reflejar en toda su grandeza imaginativa el universo Star Wars, rompió con la costumbre de la industria de Hollywood de condicionar las ficciones a las limitaciones técnicas de la época, planteando en cambio la necesidad de seguir experimentando, desarrollando y descubriendo para que la tecnología pueda ponerse a la altura de la imaginación de los propios creadores.

Eso es lo que le llevó a desarrollar, mano a mano con Dykstra, una cámara con control de movimiento por ordenador que le permitiera darle mayor naturalidad a los movimientos de las naves sobre las maquetas. Una herramienta clave para el clímax en la superficie de la Estrella de la Muerte, si bien el resultado, para variar, no llegó a colmar las expectativas creativas de Lucas. De ahí que la secuencia se repitiera, con otros protagonistas, en El retorno del jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983): la intención no era tanto la búsqueda de una rima visual respecto a la original –al contrario que Star Wars: Episodio VII – El despertar de la Fuerza (Star Wars: Episode VII – The Force Awakens, J.J. Abrams, 2015), donde late una clara desesperación por apelar a aquélla– como una proyección de la necesidad del creador de la franquicia de lograr exactamente lo que buscaba: seguir reventando los límites de los efectos cinematográficos hasta aproximarse a su visión de la sci-fi.

Así, cuando Lucas volvió a Star Wars dos décadas y media más tarde no lo hizo sencillamente para expandir el canon establecido (que también): lo que quería, en realidad, era explorar (y explotar) las posibilidades de los efectos digitales de ILM para construir mundos inexistentes –de hecho, produjo la comedia Asesinatos en la radio (Radioland Murders, Mel Smith, 1994) sobre todo para probar si le permitían completar decorados inacabados–. Sin embargo, hizo algo más que eso. Aunque la opinión imperante es que esta segunda trilogía no logró romper tantos moldes artísticos como la original, lo cierto es que, más allá de la pobreza expresiva del propio Lucas, se puede decir que el cine digital tal y como lo conocemos hoy en día nace en el lapso de tiempo que lleva de Star Wars. Episodio I: La amenaza fantasma (Star Wars. Episode I: The Phantom Menace, 1999) a Star Wars. Episodio III: La venganza de los Sith (Star Wars. Episode III: Revenge of the Sith, 2005).

Y es que la segunda trilogía revolucionó la cinematografía digital a través de tres ejes fundamentales: la creación/integración de figuras digitales dentro del plano –no es baladí que en Star Wars. Episodio II: El ataque de los clones (Star Wars. Episode II: Attack of the Clones, 2002) se utilizara al primer Yoda creado mediante CGI de forma íntegra–, el uso de las primeras cámaras de cine digital –de ahí que la calidad de imagen se resienta ligeramente, pues aunque permitieran grabar a 24 fps, ofrecían una resolución de solamente 1080p–, y la evolución del flujo de trabajo dentro de este nuevo paradigma creativo –si en La amenaza fantasma todavía tuvieron que positivar celuloide para empezar a editar, en La venganza de los Sith ya se enviaban digitalmente los dailies directamente al montador–. El primero es, sin lugar a dudas, el más llamativo, pero los realmente esenciales fueron los otros dos.

Star Wars

Star Wars. Episodio II: El ataque de los clones

Realmente, si hubiera sido por Lucas, La amenaza fantasma se habría rodado ya con cámaras de cine digital, pero el único modelo que Sony había desarrollado en aquel momento, la HDC-750, todavía no permitía un formato panorámico cinematográfico. Así que se conformó con hacer algunas pruebas y esperó a que la marca perfeccionara su línea CineAlta con la HDW-F900 para rodar así El ataque de los clones íntegramente en formato digital –en su secuela utilizó un modelo superior, la HDC-F950–. Lo esencial de dicha apuesta no tiene que ver, sin embargo, con la calidad de imagen obtenida –en realidad, inferior a los 2K–, sino, como antes he señalado, con la revolución que supone para el proceso de trabajo dentro de la industria de Hollywood.

Auténtico enamorado del proceso de montaje y posproducción, para el creador de Star Wars allí se crea la auténtica película, de ahí que abrazara un sistema que le permitía ver in situ exactamente lo que estaba grabando, enviarlo de inmediato al montador e, incluso más importante, le ofrecía tanto una integración mucho más natural de los efectos CGI como una alteración de los parámetros de rodaje con los que estuviera descontento –lo que se conoce como digital intermediate–. El hecho de trabajar, precisamente, con paquetes de datos también hizo a Lucas empezar a plantear la posibilidad de estandarizar la proyección digital, como habría logrado con el sello THX con el sonido envolvente, si bien no fue hasta la (efímera) moda del cine 3D cuando realmente llegó a producirse una sustitución masiva.

Pero si en La amenaza fantasma ya empezó a usar animáticas para tener una aproximación de lo que quería que fueran las set pieces de la película antes de que ILM terminara los efectos, en los dos siguientes episodios fue explotando cada vez más las posibilidades de dicho recurso hasta que, en La venganza de los Sith, se convirtió en un elemento fundamental para la estructuración de la película. Y es que Lucas trabajó a lo Hitchcock: es decir, empezó concibiendo y desarrollando las secuencias cumbre; generó cinemáticas de las mismas para que los equipos de diseño de producción y efectos trabajaran en ellas; y a partir de ellas, escribió el guión de la que acabó convirtiéndose en la entrega más apreciada de la segunda trilogía. En esta sexta película de Star Wars nace, a grandes rasgos, el Hollywood de la explosión del cine superheroico: de hecho, no habría Marvel Cinematic Universe sin ese concepto de la producción enfocada a la set piece –con el director de turno encargado de hilar dramáticamente lo que realiza el resto de departamentos–.

Tras la fría acogida de los fans a Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, Steven Spielberg, 2008) y el fracaso de un proyecto tan personal como Escuadrón rojo (Red Tails, 2012) –de la que se encargó desde la escritura hasta el montaje, pese a que la rodara Anthony Hemingway–, Lucas decidió dar el paso de aceptar la oferta que Bob Iger le había hecho en 2011 para comprar Lucasfilm. Con su retiro, quizás no hayamos perdido precisamente a uno de los grandes directores de su generación –habría que ver si, de haber tenido el apoyo de la industria, hubiera tenido una carrera mucho más personal y fructífera–, pero, desde luego, sí desaparece una de las figuras que mejor ha sabido entender, en el último medio siglo, las necesidades técnicas del cine de entretenimiento contemporáneo. Y con James Cameron atascado en la interminable posproducción de sus secuelas de Avatar (2009), no parece que haya candidatos inmediatos a recoger su testigo.

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