Stars at Noon

El instante épico Por Ramón H Sosa

Durante el lapso de tiempo que duró la pandemia por COVID-19, incluyendo el confinamiento y las duraderas medidas posteriores al mismo, todos fuimos extranjeros en nuestra propia tierra. De un día para otro, nos vimos arrojados a un entorno plagado de normas que eran, a la vez, nuevas y cambiantes. Los espacios conocidos se volvieron desconocidos: un simple viaje al supermercado, a la farmacia o al estanco —únicas salidas permitidas durante buena parte de ese proceso— se tornó en un recorrido fantasmal por lo solitario que se enrarecía, aún más, en caso de producirse un encuentro con otro ser humano. En el interior de nuestras casas, plagadas de gel hidroalcohólico, mascarillas y papel de váter, la pantalla se normalizó como vía de contacto con nuestros semejantes. Durante unos meses, el pijama se convirtió en nuestro uniforme de batalla, los tuits y las caceroladas a favor de los sanitarios, en nuestros actos de guerra. Llámesenos, según se prefiera, extranjeros o turistas, el caso es que, en tiempos de COVID, fuimos extraños en nuestra propia vida. Que una etapa como la descrita no acabe por producir fuertes ecos y reflejos en las artes sería, a priori, algo impensable. A la vez, no deja de ser sorprendente la lentitud con la que permea en distintos medios como el cine, en el que, si bien ya ha generado algunas producciones que pueden ser leídas como metáfora, no acaba de acercarse y encarar directamente un tiempo que solo puede ser descrito como extraordinario.

En Stars at Noon (2022), Claire Denis da un paso adelante y nos introduce en un entorno de mascarillas, certificados de vacunación, aforos limitados y demás medidas sanitarias. Trish (Margaret Qualley), protagonista de la película, deambula por las calles de una Managua en plena pandemia, dándole al gesto de subirse y bajarse la mascarilla una presencia, hasta ahora, inaudita en la pantalla. ¿Quién es Trish? Puede ser o no ser una periodista estadounidense que, atrapada en el país, se acuesta con hombres a cambio de productos básicos o algo de dinero. También puede tratarse de una prostituta que dice ser una periodista atrapada en Nicaragua a causa de haber escrito unos artículos muy críticos con el gobierno de Daniel Ortega. En uno u otro caso, se trata de una duda andante: la vemos caminar de aquí para allá, en zigzag, a zancadas. Va y viene entre espacios y situaciones de simple inmediatez, realizando actos de supervivencia que nos describen cómo este personaje enigmático se desenvuelve en el aquí y ahora, pero que no nos revelan nada sobre su identidad. Las dudas que rodean a su persona se irán desvelando poco a poco solo para descubrirnos que, al fin, no tenían mayor importancia. En ningún caso se nos ha ocultado información buscando sorprendernos, sino porque contexto e historia son ajenos a un personaje que vive instante tras instante, a un cuerpo que ocupa solo el presente.

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Los carácteres errantes, los personajes que se pincelan en su vagabundeo, no son, en absoluto, extraños a la historia del cine. Para la generación de cineastas franceses que siguió a la Nouvelle Vague —Jean Eustache, Maurice Pialat y Philippe Garrell, por ejemplo—, el deambular de unos personajes que habían renunciado a luchar por su futuro, manifestaba la fatiga de los jóvenes que sufrieron el hundimiento de los sueños despertados en el 68. La escenificación en movimiento de un funeral que también era, en cierta medida, el de la propia Nouvelle Vague. Si bien sus sucesores marcaron distancias con respecto a esa post-Nouvelle Vague mediante una visión postmoderna y la internacionalidad de sus historias —la misma Claire Denis, sí, pero también Olivier Assayas—, se puede decir que heredaron el gesto del cuerpo errante. En películas como L’intrus (2004) o Una mujer en África (White material, 2009), la directora nos ha invitado a observar a personajes que combinan la inmediatez de su ir y venir con su extranjería con respecto al lugar que ocupan. Denis, que creció entre diversas colonias francesas en África, conoce la rareza y la llamativa presencia que puede contenerse en un cuerpo que se encuentra fuera de lugar —la misma extrañeza que Marguerite Duras, nacida en Saigón, retrató en diversas novelas o en películas como India Song (1975)—. Así pues, cabe pensar que si la directora ha decidido situar su historia en tiempos de pandemia no es tanto porque se haya visto atraída por un suceso histórico, sino porque ese suceso ha generado una síntesis de aquellos temas que ella ya trabajaba. El COVID, por así decirlo, ha convertido el mundo entero en una película de Claire Denis.

Trish, desde luego, es una persona fuera de lugar. La falta de pasaporte, de acreditación periodística y de dinero, no le impiden repetir, a quien quiera que la escuche, que está a pocos días de marcharse. A pesar de encontrarse atrapada, recalca que su relación con el lugar es fugaz, que ella solo está de paso, que no pertenece a Managua. Lo mismo le repetirá a Daniel (Joe Alwyn), otro extranjero, en esta ocasión británico, que pasa unos días en el país por motivo de trabajo. El supuesto hombre de negocios y la supuesta periodista no tardan en convertir la relación de una noche a cambio de dinero en una supuesta relación romántica. Aunque cabe esperar que el encuentro amoroso nos lleve a conocer a cada uno de los personajes a medida que estos se muestran el uno al otro, en esta ocasión, dicha revelación no se llegará a producir. Daniel está casado, son de países diferentes y saben que el destino que les espera, sea el que sea, será por separado. Es un enamoramiento, sí, pero uno del aquí y ahora. Igual que los personajes, los sentimientos se sitúan en lo inmediato, y con ello se transforman en corporalidad. Ambos seguirán siendo, pues, extraños el uno al otro. Compondrán un cuadro de la persona que tienen delante según sensaciones e intuiciones, pero sin conocerse realmente. Su relación crecerá en torno a gestos: a través del sexo, del andar, del dormir, del correr y del bailar. Sin pasado ni futuro y desligados del lugar, serán dos cuerpos presentes entregados a su fisicidad.

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Lejos de jugar a la contra, la trama en la que se inscribe el encuentro entre estos dos personajes, servirá para sostener lo incógnito de los mismos. Espías, policías corruptos, una tarjeta de memoria que debe desaparecer, una pistola. Los elementos del thriller de espías, género que por su lógica interna lleva siempre a dudar quién es quién, hará que en toda afirmación sea posible leer una mentira, que en toda revelación quepa ver un ocultamiento. Así, el uso del género permitirá que, en una película en la que se expresa poca cosa, lo poco que se exprese se transforme en una duda. El protagonismo de lo corporal será absoluto, pues cualquier elemento que lo intente rebasar se topará con un muro de interrogantes. ¿Quién les persigue? ¿Por qué les persigue? Si es que hay buenos y malos ¿Daniel pertenece a los unos o a los otros? Si bien el espectador puede salir de la sala con una vislumbre de respuesta a estas preguntas, lo cierto es que no encontrará en ellas señal alguna del sentido de la película. En Stars at Noon, el thriller está pulido hasta los huesos, reducido hasta los rasgos mínimos que permiten reconocer al género y sus códigos. La misma narrativa que permite inscribir a los personajes dentro de una tradición, exculpa a la directora de tener que explicarlos. Pese a todo, ya los conocemos, forman parte de una historia que ya hemos visto mil veces. Si en el espectador queda la sensación de que se va de vacío, es porque, como sucede en algunas películas de Lynch, no se fía de sí mismo ni de su memoria.

En una entrevista, el escritor austriaco Peter Handke definió la épica como salir de un supermercado y encontrarse en medio de la jungla. La épica sería, así, el cruce imposible de realidades ajenas a través del montaje. A otra escala, en cierto punto de la película, Trish abre una puerta tras un puesto de zumos y, junto a Daniel, entran en una discoteca vacía en la que un DJ solitario pincha una canción de Tindersticks —el grupo responsable de la jazzística banda sonora de la película—. Éric Gautier ilumina la secuencia con una luz violácea que, leve en medio de la penumbra, aísla a los personajes del espacio y de todo contexto. El improbable territorio de la discoteca —difícil no pensar en Denis Lavant al final de Beau Travail (Claire Denis, 1999)— se transforma en un atisbo de no-lugar en el que discurre el que quizá sea el momento más sensual de la película: el baile entre Trish y Daniel. El instante épico. Acorralados, recorrerán el camino que siguen todos los fugitivos, aquel que les lleva a cruzar la frontera. Tanto en la literatura como en el cine, la frontera tiene el valor simbólico de separar el espacio de la norma de aquel otro en el que no hay norma alguna. Aquí, antes de la frontera, está el Estado, la ley, los problemas, todo aquello que impulsa una trama que amenaza a los personajes. Allí, tras la frontera, ese otro espacio en el que todo lo anterior desaparece. En la discoteca apreciamos un atisbo del no-lugar que se esconde después de la frontera: un mundo situado más allá de lo narrativo en el que el amor entre estos dos personajes sin pasado ni futuro podría existir en un presente perpetuo.

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The Stars at Noon (1986), la novela de Denis Johnson que se adapta en la película, tiene, según declara Claire Denis, un final menos abstracto que el que ella filma. La elección de la duda sobre la concreción se confirma, así, como una apuesta en firme por parte de la directora. A su vez, en esta indefinición, se subraya la traición de Trish hacia Daniel que estaría, una vez más según la propia Denis, mucho más matizada en el cierre de la novela. Pues la traición es constante desde el inicio de la historia: la de aquellos que Daniel consideraba sus socios, la de la promesa de unas elecciones que no tendrán lugar, la del propio país de origen de los personajes, la de las mentiras del uno hacia el otro. Si para la post-Nouvelle Vague, los vagabundeos de sus personajes sintetizaban la fatiga de una generación que había visto morir sus sueños revolucionarios, el errar de Margaret Qualley concentra el cansancio de una persona para la que toda relación, tanto estructural como personal, es una traición. La desolación ante un mundo que, constantemente, incumple sus promesas. Jamás traspasarán juntos la frontera, claro está. Ese no-lugar mágico que habitan los personajes tras el happy end de las películas no está hecho para Trish y Daniel, seres para quienes la normalidad es traicionar y ser traicionados.

El confinamiento sobrevino y detuvo el rodaje de la película. La pandemia no estaba en el proyecto original, pero fue introducida por Denis al entender su potencial discursivo. Durante unos meses, una enfermedad, para muchos desconocida, había vuelto extraños nuestros hogares y había hecho de toda persona una posible fuente de contaminación. Me pregunto qué debió de sentir Margaret Qualley al tener que abrazar a hombres, al tener que bailar con ellos, que besarlos, que yacer desnuda junto a ellos, tras vivir una época que nos enseñó que en el otro se escondía el enemigo. Hasta qué punto debió de unirse con Trish al ser una extranjera en sus propios actos y al tener que acercarse a sus congéneres sabiendo que, voluntaria o involuntariamente, todo cuerpo es el posible portador de una traición.

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