Still Walking

Cuestiones de familia Por Manu Argüelles

"La casa familiar, el nido de los hombres inconsistente y rígido,
tal vidrio que todos quiebran y nadie dobla"
Luis Cernuda, poema La familia en Como quien espera el alba (1944)

Como aquellos directores que tanto me atrapan, uno también construye su cinefilia a golpe de obsesiones. Como comentaba de forma tan conmovedora  Déborah García Sánchez-Marín en El mito de la adolescencia (The Myth of the American Sleepover, 2010), respecto a su relación con los films de adolescentes, el drama familiar como el de Still walking es uno de aquellos temas al que siempre vuelvo a través del cine. Les puedo asegurar que he visto muchos. Pues bien, Still walking me interpela con un poder que pocos pueden, al margen de que, y esto es algo bastante consensuado, es el mejor film de Hirokazu Kore-eda, en cuanto en él se integran todas sus constantes que ya hemos glosado a través de Air doll (2009). También su estilística zen alcanza la perfección, bajo una armonía clásica que dialoga claramente con el maestro Yasujirō Ozu. Pero es una apelación referencial totalmente orgánica, se desprende sola de sus fotogramas; sobran subrayados posmodernos cuando se puede vehicular con tanta inteligencia y sutilidad.

Hay, por ello, un claro recuerdo del cine de Ozu en la composición de la puesta en escena, legitimando la tradición de su propio cine nacional. Y, especialmente, en su sabia maestría de la gestión de los campos vacíos; la dialéctica de lo que vemos y lo que no mediante el encuadre geométrico y fijo, aspectos identitarios del cine de Ozu que Kore-eda trabaja con la misma virtud que la de su maestro.

Still Walking

Pongamos un ejemplo que demuestre tal afirmación. De forma puntual, cuando la acción acontece en el interior de la casa no solo aparecen claros espacios deshabitados, entendidos como una imagen autónoma que no significa el fuera de campo, pero que posee un valor expresivo en cuanto testimonia el estado de las cosas. Es la misma función que Ozu aplicaba en Cuentos de Tokio. Sino que además en Still Walking están trabajados con el mismo funcionamiento estructural. Que no haya presencia física no significa que esta ausencia se corresponda con una narrativa. Tomemos como ejemplo el primer paseo del patriarca de la familia. Cuando llega a la carretera sale del cuadro por la izquierda para que la cámara se mantenga y entonces, entra en acción el tren por el puente superior que vemos en dicho marco visual. El tren, elemento recurrente de Ozu. Pero de ese tren que ha entrado en el campo, en el sentido contrario por el que ha salido el abuelo,  pasamos a una siguiente imagen del interior del éste, en el cual está Ryota con su familia, el primogénito que viene a la reunión familiar anual para conmemorar la ausencia del hijo y hermano fallecido. La oposición de direcciones, que el padre salga por un lado y el hijo a través del tren entre por la otra, expresa elocuentemente la fuerte distancia y el callado enfrentamiento entre padre e hijo.

También Still Walking guarda una relación argumental con Cuentos de Tokio pero invierte los ejes y varía las intencionalidades, acorde con la diferencia temporal entre un film y otro. En la actual es el hijo el que viene de Tokio para visitar a sus padres y no al revés. Ozu, en la lucha intergeneracional, apuesta claramente por los ancianos y denuncia el egoísmo de los hijos al hacerse mayores, y la desatención irresponsable que los vástagos profesan frente a sus progenitores una vez que se han hecho adultos. En Still Walking los bandos no son tan claros y las posiciones son más difusas. La crueldad es patente tanto en los padres como en los hijos. En esta guerra todos son víctimas.

Still Walking

Por eso considero que este film pertenece a esa estirpe de largometrajes que desde la sencillez más extrema, desde la atención a los pequeños detalles y la depuración de formas, percibo la autenticidad y pureza del sentimiento en toda su magnitud. Algo que por otra parte resulta tan intangible y difícil de capturar. Atendiendo a nuestra memoria afectiva, algo a lo que Kore-Eda alude explícitamente en su film, podemos situarlo en la pulcritud sensitiva de El camino a casa (Wo de fu qin mu qin, 1999) de Zhang Yimou o Una historia verdadera (The straight story,1999) de David Lynch. Palabras mayores.

Siguiendo esta línea, puedo afirmar que la película luce virtuosa en la construcción dramática apaciguada pero rítmica. Un espacio finito y geométrico pautado por la cámara fija, pero que escapa al simple registro mecánico de la imagen. Pocas veces una narración débil da tanta impresión de contener numerosas esferas de acción, teniendo en cuenta el acotado campo de acción de lo íntimo y privado. Como manifiesta el propio director: Sin embargo, en el transcurso de ese día aparentemente tranquilo, la marea va y viene, pequeñas olas rompen en la superficie.

Las palabras desviadas de la madre, que dicen una cosa y piensan otra; los silencios del padre en los que la jubilación es un retiro existencial incluso de su familia; la mirada del hijo apresando su frustración y no entendimiento en el silencio a sus progenitores, etc. Resulta ejemplar en su dirección de actores, todos absolutamente portentosos en su trabajo interpretativo consiguen lo que yo llamo el efecto narcótico de los resortes analíticos.

Se facilita tanta información en cada pequeña unidad narrativa que uno ignora el hecho de que la cámara acostumbra a permanecer inmóvil en la mayoría de los planos-secuencias. El balanceo, de forma muy expresiva y sobrecogedora, solo entrará en acción cuando la madre trata de capturar la mariposa amarilla, ya que cree que su hijo fallecido, Junpei, se ha reencarnado en ella. Que, curiosamente, la misma se pose en la foto de Junpei que preside el salón familiar, deja el camino abierto a múltiples interpretaciones, algo que es habitual en Kore-eda, cuando en pequeños detalles permite que se abra un resquicio para albergar lo sobrenatural o aquello que no es fácilmente explicable. Se trata de dejar que entre el misterio de la vida en la ficción, como también nos cuesta creer que la que vemos no sea una familia real. Hay allí, un deseo de restituir de forma objetiva el mundo representado en el que se consigue, valga la paradoja, hacer presente aquello incorpóreo en la formulación visual. Por ello, existe un delicado equilibrio entre el valor de la palabra y los indicios visuales. El simple detalle visual de los tres cepillos de dientes o las baldosas despegadas y apiladas en el suelo del mismo cuarto de baño, facilitan tanto o más información que si se hubiese verbalizado.

Still Walking 2

La majestuosa radiografía familiar que se lleva a cabo ante nuestros ojos es un ejercicio de evocación personal del propio director ante sus padres fallecidos. La memoria y el duelo de los vivos por aquel que muere son dos constantes permanentes en su filmografía, ya desde los tempranos tiempos en los que se curtió en la televisión realizando documentales.

Quiero cerrar con una mención fúnebre, al por otra parte, film lleno de vida. En su interrogación de cómo la memoria es un mecanismo que nos hace sentir como somos, existe una futilidad inabarcable ante el paso del tiempo que el recuerdo trata de contrarrestar. La madre sigue llorando a su hijo cómo si no hubiesen pasado quince años desde su muerte.

Un hijo ausente que aparece con una definición vital más pronunciada que los presentes que le sobreviven. De forma caprichosa, aunque quizás no tanto, recuerdo, especialmente, el plano secuencia en el que la familia se encuentra en el jardín preparándose para hacerse la foto. Lo que tenemos en el campo de visión es el comedor vacío y cómo el sonido engrandece el espacio con las conversaciones que vienen del jardín. En el comedor, al fondo, de forma centrada tenemos la foto del hijo fallecido bien definida (la madre entrará a buscar esa foto), frente a las siluetas deformadas y borrosas de la familia en el lateral frontal del marco de la cristalera.

Precisamente, Kore-Eda nos esconde con suma maestría cuanto de exorcismo o de ejercicio de expiación tiene su film, hasta que asistimos al bello epílogo, en el que el hijo recuerda a sus padres en la visita a sus tumbas. De esta manera, la rápida recapitulación que ejercitamos a lo que hemos visto hasta el presente, adquiere una hondura que pocas películas tienen el privilegio de transmitir al espectador.

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