Stoker
De límites y pasiones Por Manu Argüelles
Para todos aquellos cineastas que utilizan el nombre de Hitchcock en vano, Stoker ofrece una lección magistral de cómo proseguir la estela del gran director británico sin perder personalidad propia. Esto último es lo que también podría haber amenazado el viaje de Park Chan-wook a las Américas. Pero para fortuna del aficionado, el brillante director surcoreano sale airoso de la empresa. Se ha llevado consigo a su director de fotografía habitual, Chung-hoon Chung, acción que ha sido fundamental para poder mantener su sello estilístico indeleble. Será difícil averiguar cuáles han sido las variables determinantes para que el largometraje se presente más depurado de lo habitual, dentro del característico tono barroco y recargado en el que suele hacer circular sus trabajos, imbuidos en una grandilocuencia visual que esculpe argumentos desquiciados para dar forma a una personal marca operística. ¿Ha sido Hollywood quién ha limitado y restringido el campo de acción del realizador? ¿Es el propio Park Chan-wook quién quiere trabajar bajo otras coordenadas plásticas? En todo caso, como ya sucediese con La piel que habito (2011), inscrita en un proceso de saneamiento y de abstracción de las maneras almodovarianas, Stoker funciona igual en la filmografía de Park Chan-wook, situando el film en el magnético ámbito del cine manierista: el cine de las miradas.
Bajo este principio rector, la puesta en escena se articula en torno a la geometría diabólica de ellas, antes que por el movimiento físico. Se procesa un estudio entomológico del encantamiento y se estudian las redes siniestras que se tejen en la influencia, dirimidas en la perturbadora e inquietante relación entre tío y sobrina, siempre fluctuando en los bordes de la tensión sexual, como la magnífica secuencia, prodigio de montaje, en la que tocan al piano una pieza juntos y se va dibujando dentro de lo simbólico lo nunca consumado: el tabú y el terreno de lo prohibido.
Stoker, pues, opera al abrigo de Schelling y Freud para dar forma a lo siniestro, dado que estamos en el ámbito familiar y en el campo de lo reprimido: la epifanía de carácter terrorífico donde lo oculto sale a la superficie y además está ausente el padre. Es bajo este paradigma donde se presta a los poderes de la fascinación, aquí en un marco de florecimiento de la chica con la consabida pérdida de la inocencia, perversamente figurada como la germinación del impulso homicida. Como dice Jesús González Requena, el crimen es una parodia del acto sexual. Es, en suma, el terreno de las obsesiones subterráneas, de los flujos soterrados que blanden la epidermis para dejar traslucir toda la energía pérfida que recorre el film. Por ello, sobre todo, el cine manierista se construye bajo la escenificación de las apariencias, el laberinto de los espejismos donde nunca culminan las pasiones, no al menos con énfasis o con la típica curva gradual hasta llegar al clímax, éste casi desactivado, pero atrapa a los personajes en prisiones enfebrecidas e interiores malsanos y enfermizos, perdidos en los vericuetos de lo ambiguo. Y todo ello, de acuerdo a una gramática de ordenación clásica, pulcra y cartesiana (espectacular y milimétrica coreografía visual), pero siempre en el borde de la ruptura del sistema narrativo, aquí reducido a una premisa para que la puesta en escena dibuje juegos de movimientos, conquista de espacios y seguimiento de tensiones visuales, magníficamente recreados por el talento del surcoreano.
El influjo de Hitchock pasa por aquí antes que por la reescritura de la base argumental de La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943), film con el que guarda evidentes parecidos, al trazar una relación similar entre tío y sobrina. Recuerden que La piel que habito también tomaba como punto de partida otro film precedente, Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960) de Georges Franju, por lo que ambos directores totalmente distantes entre sí, se hermanan en el mismo planteamiento y apuntan una forma de trabajar el cine fantástico y de terror que parecía abandonada.
Si hablamos de cine manierista, y éste lo es en grado sumo, es inevitable partir de las contribuciones teóricas de Jesús González Requena o quién me hizo entrar en contacto con el término, el siempre imprescindible Carlos Losilla. Si el arte manierista en el siglo XVI fue un período de transición entre el sistema pictórico renacentista y el gótico, el manierismo cinematográfico se observa cronológicamente bajo la misma situación de intersticio entre el sistema de representación del cine clásico y el cine moderno (los años cincuenta). Al margen de entender una historia en términos secuenciales y de progreso, o bien preferir una perspectiva asincrónica del estudio del cine, lo cierto es que el concepto sirve para ejemplificar cómo se manifestaba la crisis de un patrón y cuáles fueron los condicionantes para que emergiese uno nuevo. En el caso de Stoker en pleno siglo XXI nos puede resultar útil como herramienta metodológica para comprender, por ejemplo, que el film tenga un carácter atemporal e indefinido. La trama se sitúa en un indeterminado presente pero nos parece estar situados en la ambientación del relato gótico tradicional, con su típico caserón donde acontece la trama y donde se fraguan arrebatadas relaciones con aliento decimonónico. Es fácil que evoquemos el imaginario de Poe con su mortuorio y malsano romanticismo, corriente que se filtra en la relación triangular entre los personajes principales. No nos dejemos el tercer vértice. Apuntemos a una Nicole Kidman que recupera su composición de Todo por un sueño (2 die 4, Gus Van Sant, 1995), pero ya en su madurez le incorpora rasgos de diva en decadencia, como solía hacer tan bien Bette Davis. Hay en su personaje cierto patetismo en una búsqueda desesperada por mantener la dignidad, mientras se deja caer por la corriente de la frivolidad. Un personaje frustrado, aislado en su mediocridad e incomprendido por su hija, que quiere guardar sus ademanes de compostura cuando ya está totalmente desarmado interiormente.
Stoker es un raro artefacto que no parece estar imbuido dentro de las corrientes del cine contemporáneo, tampoco podemos considerarlo como cine añejo. Esta factura enrarecida y extraña en pleno 2013, con su virtuosismo medido y controlado, acentúa perfectamente la latencia siniestra que recorre todos los fotogramas. Hoy, optar por estos mecanismos en las dimensiones narrativas y visuales no es tanto somatizar un modelo de cine en crisis, sino trabajar sobre procesos de depuración que limpian al film de excesos visuales y perspectivas autoconscientes, pero que mantienen autónomo el sistema de representación frente al narrativo. No existe una relación de subordinación de uno sobre otro (el cine clásico impone el narrativo), tal como advertía González Requena, sino que ambos trabajan en términos de colaboración donde mantienen su independencia, en afortunada analogía de la situación de Park Chan-wook trabajando en un sistema de producción tan caníbal como el de Hollywood. Es, por tanto, un ejercicio de estilo que añora la pureza, que ejecuta un paso atrás para revigorizar una estilística que había llegado a signos de agotamiento en Thirst (2009), porque quiso muy pronto situarse en el límite, llevando al paroxismo y a la estridencia a una retórica que no podía ir más allá, que rompía todos los márgenes y ofrecía ejercicios tan elefantiásicos como los de Old boy (2003) o su segmento para Three extremes (2004). Stoker supone la conciencia de los límites que una vez se derribaron y cómo trabajar en la circunvalación de ellos.