Suburra

No hay paz para los malvados. Por Enrique Campos

Un día de estos en la HBO o en NetFlix descubrirán a Stefano Sollima y en Italia lo perderán para siempre, pero el mundo habrá ganado un experto narrador del hampa moderna. Ya tenía en la mochila dos de las grandes sagas criminales de la televisión italiana, Roma Criminal (Romanzo criminale – La serie, 2008-2010)  y Gomorra. La serie (Stefano Sollima, Claudio Cupellini, Francesca Comencini, Claudio Giovannesi, 2014- ) y ahora elige la pantalla grande para seguir en sus trece. Suburra, adaptación de la novela de Giancarlo de Cataldo y Carlo de Bonini, es la crónica “total” de las cloacas romanas, las de arriba y las de abajo. Vidas cruzadas entre el cielo y el infierno, de los clanes gitanos a los palacios pontificios, de la mafia de rancio abolengo a la de los coches oficiales y las putas de 3.000 euros. Nada queda debajo de la alfombra. Todo resulta tan familiar que estremece. En el fondo, todos nacimos en el Mediterráneo.

Suburra

Y comienza el espectáculo. Lo que parece un tótum revolútum que obliga a no perder comba del trasiego de personajes y subtramas termina erigiéndose en una fabulosa pirámide invertida cuya cúspide apunta al final paroxístico. El apocalipsis se anuncia. La espiral de degradación es casi bíblica, a veces dantesca. En esta “divina comedia” de la infamia no hay inocentes, y Sollima se asegura muy mucho de eliminar cualquier rastro de empatía. Aquí no se viene a idealizar a los gángsters, apenas si hay algo de los viejos códigos de honor de la Cosa Nostra. Es el signo de los tiempos, el asalto al poder y al dinero a cualquier costa; el fin, el beneficio propio, justifica sobradamente los medios, no importa cuán expeditivos sean ni cuántos cadáveres haya que apilar en el sótano. Aun así, los asesinos “de carnet” tienen ciertos principios si enfrente están los políticos corruptos. Los corruptos son cobardes, tienen algo que perder. O siempre hay algún paria dos escaños por debajo al que vender. El político, y aquí Suburra es implacable, pretende no mancharse las manos de sangre. Le aterroriza la sangre. Le ofende. La violencia es cosa de salvajes y bárbaros, ya sabe usted. En algún lugar dentro de su cabeza el personaje de Pierfrancesco Favino, congresista, padre de familia, buena planta, se sigue considerando un hombre respetable, un primado, aunque al despertar de sus orgías de coca y menores los espejos del cuarto de baño le devuelvan el retrato que Dorian Gray prefería ocultar. Favino encarna la doble moral, pero también hay espacio para la moral de una sola dirección –la ley del Talión- e incluso para la moral del débil, que va cediendo al influjo del lado oscuro por lo civil o por lo criminal (nunca mejor dicho).

Suburra 2015

Dos manos escribieron la novela, tres se han ocupado de adaptarla y contra todo pronóstico se evitan los accidentes propios de historias con tantas capas de sedimento. La película de Sollima se revela cohesionada y sólida en todos los aspectos de su desarrollo. No quedan cabos sueltos, no hay desequilibrios que merezcan mención. La tensión que emana de un guion más que efectivo es resuelta con nota por la dirección de arte, obligada a bascular entre el lujo y el arrabal, y un elenco donde los nombres se sacrifican en favor del perfil ideal. Suburra es notable en lo psicológico, en lo antropológico y, por qué no, en su valor neto como producto de entretenimiento. Es fácil intuir que nada puede acabar bien en esta Roma putrefacta, lo saben hasta los propios protagonistas, pero eso, la debacle, “el hundimiento”, también tiene su atractivo. A menudo más atractivo que la vulgar redención de última hora. Se agradece que no se repartan absoluciones; se agradece la vocación realista. Después de asimilar Suburra uno piensa que quizá sea cierto que no hay paz para los malvados.

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