Summer Soldiers
Hombres desplazados Por Liborio Barrera
De los grandes renovadores del cine japonés que eclosionaron avanzados los años cincuenta, alcanzaron su apogeo en los sesenta y decayeron en los setenta fue Hiroshi Teshigahara (1927-2001) quien alumbró una salida a la progresiva disolución de lo narrativo en la que habían caído fatalmente los principales directores de su generación. Los elementos experimentales de sus relatos habían acabado ahogándolos conduciéndolos al autismo. En This transient life (Mujo, Akio Jissoji, 1970), la elaboración de los planos mediante el uso de grandes angulares, recortes de las figuras humanas en los extremos del plano, perspectivas inverosímiles, parecen orientar sobre la manifestación descoyuntada de una relación amorosa; pero el exceso de formalismo va solapándose con el relato hasta volverlo invisible: uno asiste a un ejercicio de retórica antes que al sufrimiento de un hombre y una mujer que parecen amarse (aunque si eso es amor…).
La salida de Teshigahara tiene algo de “retorno al orden”, una expresión referida al periodo en que Picasso y otros artistas recuperaron en sus obras las formas figurativas después de la Primera Guerra Mundial. De un modo análogo, ante el agotamiento de la furia experimental de la segunda mitad de los sesenta y principios de los setenta, el cineasta japonés retomó lo “figurativo” en Summer Soldiers (Sama soruja, 1972), en una actitud que compañeros de generación como Oshima o Yoshida adoptaron en mayor medida en El imperio de los sentidos (Ai no corrida, 1976) y en menor medida en Golpe de estado (Kaigenrei, 1973). Shinoda, aparentemente el más desconcertado, optó por un silencio fílmico de trece años. El momento coincidió con el colapso del sistema de producción de estudios del cine japonés y con el nuevo giro hacia la tradición que iba a experimentar el cine de Hollywood en la década entrante. Pero el lugar de Summer Soldiers es otro. Si piensas en las reconsideraciones que estaban haciendo cineastas situados en la vanguardia de las “nuevas olas” o aquellos que recién acababan de debutar (de Godard a Garrel, de Víctor Erice a Pialat), la película de Teshigahara se te aparece ahora como una de las avanzadillas de los nuevos modos que iban a definir una renovación fundamental en Oriente y Occidente (fuera por la vía asiática, iraní, francesa o americana). Y piensas en una línea que une, por acotar algunos de sus hitos más tempranos, El conformista (Il conformista, Bernardo Bertolucci, 1970), Carretera de dos direcciones (Two-Lane blacktop, Monte Hellman, 1971), La conversación (The conversation, Francis Ford Coppola, 1974), La mamá y la puta (La maman et la putain, Jean Eustache, 1973), Días de cielo (Days of heaven, Terrence Malick, 1978) o, ya un poco más adelante, Beau travail (Claire Denis, 1990), películas en las que cede la furia experimental, pero se mantienen algunos de los logros del cine de las “nuevas olas”: la renuncia o la reducción del argumento “novelesco”, la mirada entendida como contemplación, hacia el momento, hacia los personajes y sus cuerpos, o la indagación en identidades desconcertadas, desorientadas.
Con Summer Soldiers Teshigahara retomaba el cine cuatro años después del final de una larga colaboración con el novelista y guionista Kobo Abe y el músico Toru Takemitsu. El trío estableció una alianza que abarcó Pitfall (Otoshiana,1962), La mujer de la arena (Suna no onna, 1964), El rostro ajeno (Tanin no kao,1966) y El hombre sin mapa (Moetsukita chizu, 1968), meditaciones “sobre la soledad moderna, la muerte y la memoria”, según Vincent Durand-Dastès y Marie Laureillard en Fantômes dans l’Extrême-Orient d’hier et d’aujourd’hui. Entremedias quedó un mediometraje, Ako (1965), la mejor película de Teshigahara junto a Summer Soldiers. El empleo de una técnica documental en el retrato de una juventud ociosa, ebria, machista, que trabaja de día y se hunde de noche en un placer sin felicidad tiene en Ako, con el blanco y negro y la cámara en movimiento, el ritmo sincopado de la música de jazz que vibrará en Summer Soldiers.
Hay otro Teshigahara, el de un tronco alimentado a lo largo de su vida por la escultura, la pintura, el diseño de jardines o la composición floral (el arte de la ikebana japonesa, del que su padre fue un maestro). De él proceden sus películas digamos “artísticas”, casi todas cortometrajes o mediometrajes documentales: las que dedicó al pintor japonés Hokusai, al arquitecto español Gaudí o a la ikebana. Aún un tercer Teshigahara, otra capa, otro anillo de ese tronco insólito en un cineasta que estudió pintura en la Universidad de Tokio, es el de los dos documentales, separados por seis años (1959-1965), que rodó en Estados Unidos sobre el boxeador puertorriqueño José Torres, campeón del mundo de peso semipesado.
Puedes pensar en cómo el cineasta meditó la composición de Summer Soldiers. Se liberó de la rigidez de los guiones de Abe, relatos asfixiantes, densos, simbólicos; extrajo los modos documentales de sus cortometrajes y mediometrajes, y se entregó al guión de John Nathan, poco parabólico si lo piensas respecto a La mujer de la arena o El rostro ajeno. ¿Veía Teshigahara que a la altura de 1972 el ciclo de vanguardia de sus compañeros de generación se estaba agotando? ¿Que el impulso transgresor de las “nuevas olas” surgido en los años cincuenta en Polonia, Francia, Inglaterra estaba mutando? Y piensas que John Nathan ayudó a Teshigahara no a reorientar su carrera, que siguió errática y ya casi perdida, sino justamente a la creación de esta película. Nathan, que aún vive, ha sido traductor de dos de los principales escritores japoneses del siglo XX: Mishima y Oe. Ha rodado documentales sobre la cultura japonesa y ha vivido años en Japón, de modo que, entonces, tenía la perspectiva de las dos visiones (el “ser” japonés y el “ser” estadounidense) que constituyen uno de los fundamentos de la película: identidad y desplazamiento representados en un soldado estadounidense que abandona su base en Japón, una instalación militar plataforma para el envío de tropas a la guerra de Vietnam. En su huida es acogido por una prostituta. La mujer lo pone en contacto con una asociación de izquierdas, cuyos componentes alojan en sus hogares a desertores. De este modo, va mudándose de una vivienda a otra hasta que decide marcharse de la ciudad haciendo autostop. Su deriva no le conduce a ninguna parte. Es ya, en ese momento, un apátrida. Sin pasaporte, sin idioma de comunicación, acaba regresando a la asociación y posteriormente recurre a otro grupo que actúa legalmente asesorando a gentes como él.
Rodeando al soldado, gentes de diversa condición bullen junto a este personaje errante: prostitutas, camioneros, activistas, comerciantes, policías, marineros, amas de casa, estudiantes, otros desertores estadounidenses… Mediante esta composición panorámica, Teshigahara, como en una crónica sobre el Japón de entonces, abarca algunas de las cuestiones centrales entre los principales directores de su generación, como las tortuosas relaciones entre Japón y Estados Unidos, que había impuesto durante la posguerra la Constitución japonesa, había desmilitarizado la sociedad y había introducido la cultura norteamericana a través de la música, el cine y la literatura. El activismo de izquierdas de oposición a los sucesivos gobiernos que habían conducido a un desarrollo económico espectacular o la presencia de la prostitución y la violencia contra las mujeres, como una marca de la identidad masculina japonesa, forman parte también del cañamazo político de Summer Soldiers. Teshigahara plantea de un modo crítico cómo, finalmente, el activismo no actúa por la causa de los desertores, sino que los utiliza para su propia causa, convirtiéndolos en opositores al gobierno y a la ideología liberal (o, como se denominaba entonces, confundidamente, imperialista). Ese activismo intenta despojar de la identidad norteamericana al desertor, que adquiere conciencia de este proceso y reclama un trato personal: él no se considera un desertor; ha abandonado el ejército, sí, pero su identidad (como le adjudican los japoneses con los que trata) no es la del desertor, sino la de uno de ellos; es decir, la de alguien que vive en ese momento en Japón en unas circunstancias personales determinadas. Es músico, cantante, compositor, les dice a quienes se encuentra. Tal vez pueda dedicarse a cantar y vender sus canciones en televisión, le cuenta al padre de una de las familias que le acogen. Pero no. La organización le consigue un trabajo como mecánico en un taller de coches, que también acabará abandonando.
Teshigahara compone su relato de una manera impresionista, contemplativa y realista; deja a un lado la idea de trama, de intriga: la película no avanza como un trenzado inflexible de causas y consecuencias, sino abiertamente; de ese modo itinerante con el que sigue a su protagonista, como si se fuera construyendo a medida que suceden los episodios, cuyo tono documental acentúa el cineasta con la inserción de fragmentos reales (en la película intervienen actores no profesionales) y otros, como varias entrevistas a supuestos desertores, que hace pasar como reales y que probablemente son recreaciones.
Ves Summer Soldiers como la confluencia de una coyuntura histórica y la indagación de una identidad desplazada, como un testimonio y anticipación del cine contemporáneo; pero sobre todo como la constatación del talento de un cineasta capaz de transformar su cine. Tiene algo de inefable que Teshigahara reconociera que esta historia del presente de su país debía contarse tal y como él la cuenta.