Sunchaser y El sabor de las cerezas
En la carretera. Homenaje a Michael Cimino y Abbas Kiarostami Por Jorge Fidalgo
"Viajar es un ejercicio con consecuencias fatales para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente."
Julio de 2016 será recordado como un período estival especialmente triste para la Historia del Cine. Mientras las carteleras del mundo se atiborraban de los ya clásicos blockbusters veraniegos con repartos estelares, presupuestos colosales y campañas de promoción exasperantes, fallecían dos de las figuras más importantes y personales del séptimo arte: Michael Cimino y Abbas Kiarostami.
Cimino, de raíces italoamericanas, fenecía el 2 de julio como consecuencia de una neumonía en su casa de Beverly Hills, California, a los 77 años. El persa Kiarostami, el hombre que situó la cinematografía iraní en el atlas de la cinefilia global, dejaba este mundo a los 76 años de edad en un hospital de París, solo dos días después de la partida de Cimino. Trágica concatenación de hechos. Trágica no sólo por el dolor que causa el deceso de estos dos seres humanos, sino también por el vacío que dejan tras de sí, quedando la cinematografía mundial huérfana de dos referentes éticos y estilísticos cruciales en una época en la que este tipo de personalidades no se destilan.
1.
Michael Cimino pertenece a ese selecto club conocido como el Nuevo Hollywood de los 70. Coincidiendo con una crisis que estaba haciendo tambalear los cimientos del cine estadounidense, un pequeño grupo de realizadores emergió como un chorro de agua fresca en medio del desierto. Conjugando el clasicismo y la modernidad, los grandes presupuestos con la visión autoral del producto fílmico, sobre las pantallas de los cines empezaron a leerse los nombres de Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, William Friedkin, Steven Spielberg, Woody Allen o el que ahora nos ocupa, nombres que hoy son marchamo de calidad y escuela de audiovisual. Pero el caso de Cimino es diferente, pues a diferencia del resto de compañeros que pudieron contar con apoyos suficientes para sacar adelante sus proyectos personales o con la confianza para encomendarles otros, su trayectoria cinematográfica sólo abarca 7 largos y un cortometraje para el film conjunto A cada uno su cine (Chacun son cinéma, VVAA, 2007). Una cifra irrisoria si se compara con los más de 20 títulos realizados tanto por Coppola como por Scorsese, por mencionar otros realizadores con idénticas raíces socioculturales. Carrera truncada por el estrepitoso fracaso económico que supuso La puerta del cielo (Heaven´s Gate, 1980), proyecto monumental que costó más de 40 millones de dólares y que recaudó alrededor de 3,5 en todo el mundo. Y es que en el país de la riqueza y las oportunidades los patinazos se pagan caros. Y Cimino lo pagó con su confinamiento al cine de escasos medios, pese a ser el hombre que nos conmovió con El cazador (The deer hunter, 1978), su magnum opus.
2.
Abbas Kiarostami, formado en pintura y diseño gráfico, arrancó su andadura cinematográfica con peliculitas sencillas de cariz neorrealista y en la que los niños eran los principales protagonistas. Pero la popularización de su apellido vendría en los ochenta, cuando estrena ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khane-ye Doust Kodjast, 1987). Película austera, limpia en su escasez de medios y sincera en su plasmación de sentimientos, con ella Kiarostami emprendió la denominada «Trilogía Koker», ambientada en la localidad homónima del norte de Irán, que completarían Y la vida continúa (Zendegi va digar hich, 1992) y A través de los olivos (Zire darakhatan zeyton, 1994). La obligación de trabajar con presupuestos limitados se convirtió en el acicate con el que Kiarostami diseñó su particular estilo de planos de larga duración, trabajo con actores no profesionales, rodaje en escenarios naturales y la que es, sin lugar a dudas, su señal de identidad más comentada y estudiada: la ruptura de la línea que separa la realidad de la ficción, lo que supone que el mundo real en el que vive el cineasta se mezcle con el universo fílmico imaginado por él, ocasionando que el espectador llegue a plantearse si lo que tiene ante sus ojos es un relato de ficción o un documental.
Sunchaser
3.
El viaje ha sido una constante temática en la tradición narrativa a lo largo de la Historia. Desde «La Odisea» de Homero, pasando por El Quijote de Cervantes, los viajes han constituido un recurso habitual para reflexionar sobre diversas cuestiones vitales, pues el viaje es en sí mismo una metáfora de la propia existencia. Y es que no sólo cuenta el recorrido terrenal, el desplazamiento físico desde un lugar X a otro Y, sino también la peregrinación interior que llevan a cabo sus protagonistas, la ruta introspectiva que permitirá la evolución personal y la renovación espiritual. Ese viaje, sinónimo de búsqueda, aventura y transformación, es que llevan a cabo el médico yuppie interpretado por Woody Harrelson en Sunchaser y el penitente conductor de El sabor de las cerezas.
Se podría decir que el contraste, el choque de contrarios, es uno de los rasgos típicos del estilema Cimino, amén de su hábil empleo de las posibilidades visuales del scope. Spielberg preguntó en una ocasión a Cimino acerca de cómo había logrado generar tanta tensión en la secuencia de la ruleta rusa en El cazador, a lo que su autor respondió que la clave estaba en contraponer imágenes de naturaleza opuesta, mostrando al principio de la película a los amigos protagonistas disfrutando en la boda o yendo a cazar, para después pasar a las imágenes salvajes y nihilistas de la guerra de Vietnam. Situación similar se da en La puerta del cielo, con secuencias de bailes populares o momentos íntimos entre James Averill (Kris Kristofferson) y Ella Watson (Isabelle Huppert) enfrentadas a imágenes de rabia, pólvora y muerte en los que desembocan los constantes rifirrafes entre inmigrantes y ganaderos de Wyoming. En Sunchaser, el contraste viene dado por la diferente extracción social de sus dos protagonistas, el doctor Michael Reynolds (Woody Harrelson) y el presidiario Brandon Monroe (Jon Seda). Si el primero, blanco, con una profesión que le proporciona ingentes ingresos y una posición social respetable, concibe su vida como un agradable paseo en el que de cuando en cuando se entrecruzan problemas y sobresaltos sin apenas importancia, el segundo, de raíces indias y por tanto, marginado, no llega a vivir con plenitud su vida, sino que debe limitarse a sobrevivir, víctima de un sistema injusto contra el que solo caben estallidos de violencia.
En su lucha por la supervivencia, Brandon secuestra al reputado oncólogo y juntos inician una desesperada huida hacia un lugar mítico para los antiguos navajos: un lago cuyas aguas poseen propiedades curativas. De esta forma, se da comienzo a un viaje que cambiará sus vidas para siempre, logrando el milagroso encuentro entre dos individuos condenados a entenderse y a apoyarse, a dialogar y a llegar a la conclusión de que, por muy firmes y rotundas que sean nuestras convicciones, la vida nos obliga constantemente a actualizar esos valores que creímos inamovibles, dándonos cuenta de la extraordinaria riqueza y dinamismo de una vida en perpetuo movimiento. Todo fluye, nada permanece, que decía Heráclito. Así le ocurre al nervioso señor Reynolds, obcecado creyente en la supremacía de la ciencia positivista, lo que le lleva a ridiculizar las creencias esotérico-místicas de Brandon. Sabedor de que una aséptica combinación de racionalismo y empirismo es la base del progreso, el doctor intentará curar el mal de su compañero de viaje mediante técnicas desarrolladas tras años de experimentación e investigación científica. Sin embargo, no todo está en los libros y como decía Carl Sagan «La ciencia es la mejor herramienta para conocer el mundo, pero no es perfecta». Michael, en el momento de recibir la iniciática mordedura de un crótalo, se da cuenta de que el indio no es tan bárbaro como parece y aprenderá a ver el mundo con una visión menos materialista y crítica. Su odisea por las praderas y montañas de Estados Unidos, unido a los contactos que establece con los habitantes de la periferia, con los marginados (indios, negros, hippies, vagabundos), le ocasionan un drástico cambio de personalidad, una auténtica catarsis emocional y mental.
En el caso de Brandon, su actitud agresiva y desconfiada, fruto de la opresiva realidad social que le ha tocado vivir, desaparece tras su llegada al lago. La pregunta que cabe hacerse es, ¿realmente el lago cura? o ¿el lago no es más que una mera excusa, un pretexto para ponerse en pie, escapar y descubrir que esa salvación, ese Santo Grial que tanto anhelaba, estaba dentro de sí mismo y no fuera?
El sabor de las cerezas
4.
Lejos de América, en Irán, el señor Badii (Hamayoun Ershadi) atraviesa calles y plazas a bordo de su Land Rover. Al principio no sabemos qué es lo que busca exactamente. Cuando en su coche entra un joven soldado y llega a su lugar de destino en las montañas, al fin conoceremos su trágico propósito: que alguien le entierre cuando se haya suicidado.
Una premisa argumental sencilla, pero potente, sirve a Kiarostami como percha para trazar el viaje físico y emocional del abrumado señor Badii, individuo yermo y fantasmal, a la caza de alguien que pueda culminar su condena. A través de sus conversaciones en el interior del auto asistimos a un recital existencialista que bien hubiera rubricado Albert Camus. El relato hastiado y desmoralizado de Badii chocará irremediablemente con la opinión de sus acompañantes de viaje, encontrándose con el horror del joven cadete, la crítica que le hace el seminarista afgano o el intento de cambiar su perspectiva por parte del anciano taxidermista (Abdolrahman Bagheri), quien en el pasado también tuvo una tentativa de suicidio de la cual desistió tras saborear unas cerezas que brotaban de la rama del árbol desde el que pretendía colgarse.
Posiblemente sea algo repetido hasta la saciedad, impreso en camisetas de diseño o en manuales de autoayuda, pero el hecho de que la felicidad, única meta y sentido de nuestra vida, se encuentre en las pequeñas cosas, se convierte en un lema que a menudo se nos escapa. Aplastados por los problemas cotidianos, martilleados por las opiniones de los demás y obcecados en fijarnos metas cuasi imposibles, las personas cada día somos más infelices. Es cierto que hay razones para ello. No hay más que mirar a nuestro alrededor y hacer balance de lo que nos ha sucedido a nosotros mismos, nos está sucediendo ahora y creemos que nos va a suceder. Pero también es cierto que debemos aprender a cambiar de mirada. Todos, sin excepción. Todos deberíamos replantearnos las cosas y aprovechar, o al menos intentar aprovechar, cada día el regalo de la vida. En tiempos como los que vivimos, El sabor de las cerezas se convierte en una cinta de necesario visionado y reflexión. Es cierto que su ritmo moroso y contemplativo hace de ella una película exigente, pero la sensación final es imposible de expresar. No hacen falta los espectaculares efectos especiales de 2001, tan solo un coche que serpentea por caminos zigzagueantes (típicos en la filmografía de Kiarostami) y el diálogo entre dos individuos con visiones opuestas en su interior (otro rasgo de su cine) para conmover al espectador.