T2: Trainspotting

Un texto sobre la ternura Por Aarón Rodríguez

Para Marc Torres

1.

Recuerdo perfectamente la primera vez que leí Trainspotting, la novela de Irvine Welsh. Yo tenía 17 para 18, estaba sentado en las rocas de una pequeña cala en Alcocebre, era verano. Todavía no había empezado la Universidad.

Aquel fue el verano más jodido de mi vida. Casi nunca he hablado de ello con nadie, pero fue un auténtico infierno. El punto exacto en el que descubres que te has convertido exactamente en la persona que menos querías ser en el mundo.

Luego han venido otros momentos difíciles, por supuesto, pero ninguno tan terrible como la sensación de asfixia profunda de aquellos días. La sensación de irrealidad del propio cuerpo, la falta de sentido de los actos del amor, la certeza de estar habitando una especie de cadáver con tu rostro, tu voz, tus manos. La frialdad de la música. La lejanía de todo.

Creo que fue Trainspotting, tanto el libro como la película, lo que me ayudó a enderezar aquella situación. Ya ven, una historia de yonquis. Ahora creo que necesitaba, simple y llanamente, que alguien me pusiera enfrente de los ojos algo tan sencillo como aquello: tenía que escoger no escoger la vida.

Era la única manera de no enloquecer.

 trainspotting

Trainspotting 

2.

Enloquecer.

Es un acto extremadamente fácil, si lo piensan. La vida está llena de cosas que te llevan de cabeza hacia la locura: el grupo Mediaset, las canciones de Kiko Rivera, esas chicas extraordinariamente guapas con gafas enormes enfundadas en chupas de cuero que suben sus fotos desenfocadas a Instagram, el Estado Islámico, la gente de HazteOir, las habitaciones interiores sin luz natural, saber que nunca leerás Las correcciones y que si lo lees, en fin, no pensarás en mí.

Creo que Trainspotting, por primera vez, me desveló eso. Y utilizó, lo que es más importante, el lenguaje cinematográfico para hacerlo. La secuencia de escenas con el Think about the way, por ejemplo, el montaje perfecto de esos planos publicitarios, horrendos, ridículos, pero a la vez tan excitantes. La manera en la que se utilizaba el crescendo de Atomic para disponer las historias, la cámara que barría el suelo por el que caían los objetos, el gesto de la carcajada de Ewan McGregor y, de pronto, el congelado del frame. El desenfocado final, con el uso de la voz en off. La iluminación grisácea, el polvo en el aire, la piel avejentada de todos en el funeral de Tommy mientras Spud cantaba con voz frágil.

De Trainspotting no me gustaba lo que le gustaba a casi todo el mundo, ese rollo transgresor de la “historia de yonquis”. Al revés. Me apasionaba la inmensa ternura de la cinta, el inmenso amor que emergería de todo aquel torbellino de basura y que casi nadie parecía ver. Las lágrimas de Sick Boy ante el cadáver de su hija. El terrible, estúpido, impresionante acto de amor de Tommy hacia el gatito que le contagiaba la toxoplasmosis. El gesto de los padres de Rents al compartir con él un cigarrillo. En el libro de Welsh la cosa era todavía más explícita y, en fin, había auténticas líneas de amor y dignidad que emergían de entre las heces, los vómitos, los chutes. Había un mensaje importante: si te quedabas en la superficie, en el truco de magia formal o en la anécdota graciosa de las drogas, estabas a punto de perderte lo más importante.

Aquellos personajes estaban vivos. Había escogido no escoger la vida pero, de alguna manera, habían conseguido mantener la ternura.

Trainspotting-Renton-Begbie-Spud

Trainspotting 

3.

La segunda parte nunca puede ser tan buena como la primera. Hay que conceder que tanto Boyle como Welsh entendieron eso y fueron lo suficientemente honestos como para no torcer la película hasta hacer el ridículo. Antes bien, T2: Trainspotting creo que únicamente puede entenderse como un agradecimiento amable hacia los fans de la primera, una excusa para quedar en torno a una mesa, volver a vernos, enseñarnos algunas cicatrices, bailar un poco, y después, cuando las luces se apagan y nos quedamos en silencio apenas un segundo, suspirar y aceptar dulcemente que hemos envejecido.

En un momento cultural en el que parece que resulta necesario aparentar histéricamente menos de 25 años a base de insultar al personal por redes sociales o propagar abiertamente la propia idiocia, resulta casi reconfortante que no tengamos que arrepentirnos ni de nuestra propia nostalgia –que no es, después de todo, sino una alegre construcción falsaria sobre algo que, en fin, nunca exisitió- ni de celebrar estúpidamente lo vivido.

Me van a permitir repetirlo: celebrar lo vivido precisamente gracias a una película que nos invitaba a no escoger la vida. Vaya paradoja.

 T2 Trainspotting

T2: Trainspotting

4.

Welsh hace la comedia negra de la nostalgia. Es verdad: estamos enganchados al running. Es verdad: damos puta pena cuando salimos por la noche y nos ponemos a pedir oyeponmeunadelosPixiesOyeponmeunadeQueen –Queen, vamos, no me jodas-, y volvemos a casa haciendo tumbos y maldiciendo entre dientes. T2: Trainspotting no escapa de todo eso. Damos todavía más pena cuando intentamos ir de simpáticos y jóvenes y guays abriéndonos un tumblr o un curious cat o cualquier otra mierda de esa.

Somos la pesadilla de los millenials, pero algo sabemos de la ternura.

En primer lugar, porque ya estamos en disposición de no arrepentirnos de ella. Hay una escena fantástica en T2: Trainspotting, cuando Rents y Sick Boy se reencuentran de verdad –es decir, en el delito y la pasta- después de tantos años, y gritan, bailan, están enamorados, como muy bien dice la mirada femenina. Están enamorados de haber vivido lo vivido, de haber sido imperfectos, están enamorados de la ternura y de su narrativa, están enamorados de haber sobrevivido y, puede que en ese puñado de planos, en esa alegría tan dolorosa, justo ahí, puede que la película se vuelva imbatible.

La ternura del cine, eso es T2: Trainspotting. La ternura del tiempo vivido, de ese poder girarse hacia todos los segundos que le dirigen hacia el momento exacto en el que consigue algo de paz para ordenar su pasado. La ternura del encuadre que recuerda una y otra vez las escenas de la primera parte, la ternura de Spud guardando con cuidado las historias de la gente a la que amó, a la que ama, la ternura del suburbio, la ternura que nunca puede nadie poner en duda porque nadie conoce, salvo el que la recibe. La ternura de unos niños jugando al fútbol cuando la vida todavía es imbatible, un conjunto gigantesco de posibilidades, la necesidad de regresar a esos niños cuando les hemos visto, tantos años después, rotos.

La ternura y el miedo, ese miedo de dejar caer una aguja sobre un disco de vinilo y que de pronto, sin previo aviso, llegue la batería de Lust for life a toda velocidad, como una apisonadora.

(¿Lo recuerdan antes? Lo decía: la frialdad de la música. Ahora también digo: la ternura de la música, la que escuché con las mujeres amadas y con los amigos, que es, en fin, la música de los pequeños dioses)

La ternura de habernos emborrachado todos juntos y de ser capaz de hacerlo una vez más si la vida y los dioses nos dan el privilegio. Eso es el cine como celebración. Eso es el cine del que estoy enamorado, el que me ha salvado la vida una millón de veces y el que celebro con cada palabra que escribo.

Eso es T2: Trainspotting. Qué celebración cómplice para los amigos, para los que hemos llegado hasta aquí creyendo en el cine. Los que no pudimos elegir la vida, y al hacerlo –hoy podemos confesarlo- fuimos bendecidos.

T2 Trainspotting 2017

T2: Trainspotting

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