Tabú
Cinefilia en abismo Por Samuel Sebastian
Los franceses lo llaman mise en abîme, algo así como «puesta en abismo», al hecho de situar una obra de arte dentro de otra como si fuera un infinito de obras artísticas. El término encajaba perfectamente en aquellas pinturas barrocas en las que veíamos el taller de un pintor y, dentro del mismo cuadro, aparecían todos los cuadros del pintor como en un gran bucle sin fin. Desde entonces, siempre hemos encontrado una gran fascinación en estas obras compuestas de otras artísticas obras que muchas veces ponen a prueba la imaginación de la audiencia y apelan a ella de forma más o menos directa. Así, cuando vemos Las Meninas (1656), nos preguntamos cuál es el cuadro que en el que se encuentra trabajando Velázquez mientras mira directamente al espectador. O en Fellini 8½ (8½, 1963) de Federico Fellini, seguimos las tribulaciones creativas de Marcello Mastroianni mientras intenta sacar adelante una película imposible y responder a sus conflictos existenciales. El onirismo de una puesta en abismo a veces puede llegar a mostrar sueños dentro de sueños, tal y como mostraban de forma inquietante Maya Deren y Alexander Hamid en Meshes of the Afternoon (1943), en la que los sentimientos tangibles de la realidad se disolvían y se generaban emociones derivadas de emociones que a su vez procedían de una percepción deformada de la realidad, que además quedaba continuamente cuestionada.
Este es el complejo bagaje del que parte Miguel Gomes para elaborar su tercer largometraje, Tabú, un sueño dentro de un sueño, una película dentro de otra, un recuerdo dentro de otro. Gomes yuxtapone dos historias con una relación evocadora entre ellas, relacionadas entre sí a través de un prólogo inicial en el que la voz del mismo director recuerda una leyenda en la cual un intrépido explorador que, desobedeciendo al Creador y guiándose solo por sus sentimientos, decidió suicidarse y se dejó devorar por un cocodrilo. Y es esta breve narración inicial, aparentemente sin relación narrativa con el resto de la película, la que marca las otras dos historias que veremos a continuación: La primera, El paraíso perdido, explica las relaciones entre tres mujeres en un viejo y decadente edificio lisboeta unos días antes de final de año. Las tres llevan una existencia dividida, ya que todas esconden una existencia íntima, una búsqueda fallida del pasado, ese paraíso perdido al que se refiere el título y, finalmente, conoceremos qué es lo que ha sucedido con una de ellas, Aurora, cuando, a punto de morir, se nos explique su vida durante la segunda parte del filme: Paraíso. Es entonces cuando la película cambia de registro y se torna profundamente evocadora, eliminando los diálogos y dejando paso exclusivamente a la voz en off del antiguo amante de Aurora. Del presente se pasa entonces a una narración entre el sueño y el recuerdo, a una segunda película cuando la primera no parece terminada, una irrupción en el presente de un tiempo que parecía olvidado y esta ruptura es, sin lugar a dudas, uno de los momentos más felices de la película.
Para entender y apreciar Tabú hay que entrar en su juego. No solo es un film en blanco y negro rodado en el formato académico 4:3, hoy en desuso, sino que, además, busca continuamente una complicidad del espectador, que se siente obligado a participar en la película a riesgo de quedarse completamente fuera y perder todo el interés. En la primera parte, la protagonista principal, Pilar (Teresa Madruga), deambula por Lisboa buscando a una persona que nunca encuentra, Maya, una joven polaca. Habla con una chica en el aeropuerto (también llamada Maya) pero le dice que no acudirá y le disuade de seguir buscándola. Al final, la protagonista no encontrará a Maya pero ni esto le afectará ni tampoco la búsqueda tendrá una importancia narrativa. ¿Un McGuffin de arte y ensayo? Es posible. Desde mi punto de vista, este es el gran error de toda la parte primera de la película, la búsqueda de una complicidad artificial con el espectador que al mismo tiempo nos muestra con claridad todos los trucos de puesta en escena e interpretación, muy lejos del naturalismo con el que afronta, por ejemplo, Pedro Costa sus películas. Y es que, en su camino por apropiarse de una gran cantidad de referentes evocadores, sobre todo cinéfilos, Tabú (cuyo nombre ya remite a la última película de Murnau) recicla o reinventa una gran cantidad de espacios comunes del cine clásico. En la segunda parte, en la que se hacen más evidentes estas referencias, hay citas a Memorias de África (Out of Africa, 1986) de Sydney Pollack, ¡Hatari! (Hatari, 1962) de Howard Hawks o Mogambo (1953) de John Ford, entre muchas otras películas coloniales. De esta manera, Gomes transmuta los espacios clásicos de un tipo de cine de aventuras a su propio universo, minimizando la importancia de los diálogos y recreándose en los detalles de la pasión, del deseo perdido y, cómo no, una vez más, en esa nostalgia, monotema que reina en toda la segunda parte del film.
Porque es esa segunda parte la que se ve con más agrado. Al cambiar radicalmente la radicalmente de la propuesta, cambia también la relación con el espectador, que ya no se siente obligado a seguir una historia basada en la afectación, en la exagerada falsedad del drama o en una aparente impostura, al contrario, cuando entramos en el territorio del Paraíso, lo que vemos y sentimos es más propio del sueño que de la realidad, del recuerdo que del presente, de la evocación por el placer de evocar (y aquí el recuerdo de Proust se hace inevitable) que del simple ejercicio de memoria. Sin llegar a ser subyugadora ni hipnotizadora, el espacio creado por el director muestra la honestidad del cinéfilo apasionado, que ha recreado en su mente las aventuras que ha visto cien veces en su infancia y adolescencia y en ellas ha introducido los apuntes del mundo que le rodeaba.
Dentro de Tabú se desarrollan muchas otras películas que además se pueden interpretar de forma independiente y a veces contradictoria. Y esa es su gran virtud, que se extiende de manera libre por una gran cantidad de caminos que, aunque en apariencia se encuentren trillados, su autor les dota de un nuevo significado y compartimos con él buena parte de sus emociones. El problema es que no siempre se muestra lo suficiente sugerente y el transfondo de la historia, que conocemos tan bien por haberlo visto tantas veces y en tantos formatos distintos, no llega a emocionar todo lo que hubiera sido deseable.
Excelente reseña, que disecciona en términos acertados y precisos los aspectos fundamentales de una propuesta que, lejos de resultar redonda, ostenta, en cualquier caso, una valía estética elevadísima.
Saludos.