Taxi Driver

TRAVIS TAXISTA, TRAVIS ASESINO, TRAVIS HÉROE. TRAVIS TRANSFORMADO Por Alejandro Sánchez

Soy un hombre enfermo… Soy un hombre rabioso. No soy nada atractivo. Creo que estoy enfermo del hígado. Sin embargo, no sé un higo de mi enfermedad y seguramente tampoco pueda precisar qué es lo que me dueleDostoievski, Fiódor M., Memorias del subsuelo. Ed. Cátedra - Madrid, 2012. ISBN 978-84-376-2032-9, p. 69

Leí en cierta ocasión que Martin Scorsese (director), Paul Schrader (guionista) y Robert De Niro (actor) habían nacido sólo para concebir Taxi Driver, esa historia sobre un taxista que decide actuar contra la desolación moral de una Nueva York envenenada. Teniendo en cuenta las grandes películas que habrían de procurarnos en años posteriores, es posible que la afirmación sea desmesurada, pero proporciona un patrón con el que medir la magnitud de esta obra maestra. Si escribir sobre cualquier película casi cuarenta años después de su estreno es arriesgado, hacerlo sobre una cinta del calibre de Taxi Driver lo es todavía más. Basta con realizar una búsqueda rápida para encontrar cientos de artículos –algunos de ellos de parecido sospechoso– que analizan los innumerables matices que cada espectador puede intuir en esta obra. Se han rastreado los antecedentes cinematográficos que la han precedido, se han encontrado influencias literarias, se han publicado libros completos consagrados a ella. Y, sin embargo, todas las conjeturas que se planteen, por muy estudiadas y meditadas que estén, podrán derrumbarse cuando un espectador cualquiera recuerde un plano, un gesto, o un escueto diálogo, que contradiga, en su opinión, todo cuanto el autor de un ensayo haya propuesto.

La película empieza con la imagen de un taxi hendiendo una nube de humo. A continuación, se encuadran los ojos escudriñadores de Travis (Robert De Niro), en penumbra, sólo iluminados por el haz rojo de un semáforo o por las ráfagas de otro vehículo solitario. El conductor inspecciona el ambiente. Sólo ve destellos desenfocados y cuerpos errantes que deambulan sin cesar, monótonos como la repetitiva y adecuada música de Bernard Herrmann. Este comienzo, no obstante, no se corresponde con el inicio de la acción, sino que pertenece a un tiempo indeterminado, tal vez posterior a lo narrado en la cinta. Transcurridos los títulos de crédito, se presenta el instante en el que Travis Bickle, cuya psicología ya presentimos, acude a pedir trabajo como taxista.

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En pocos planos y escasas líneas de diálogo, se nos brinda una descripción detallada de Travis. El futuro taxista entra en la oficina con una chaqueta de marine en cuya espalda reza su nombre, “Bickle, T”. De su conversación con el encargado deducimos gran parte de su personalidad: no puede  dormir, vaga sin rumbo, es aficionado a los cines pornográficos y, aunque lo insinúa irónicamente, se considera distinto y superior a ésos que lo rodean, pese a que la expresión de sus ojos, muchas veces mirando hacia el suelo, así como su ingenua manera de hablar, parecen reflejar una oculta baja autoestima que ni él mismo reconoce. A señalarla colaboran los colores térreos de su atuendo, muy similares a los de la paredes resquebrajadas de la estancia, que lo mimetizan con el entorno. Las mismas tonalidades cromáticas están presentes en la calle vacía por la que camina y a la que un fundido encadenado devuelve solo, con la única compañía de su petaca, sin apenas haberse movido por la acera. Son también idénticas las coloraciones de su sucio apartamento, de paredes desnudas, lleno de trastos y basura. Los muros del habitáculo, como si de un apéndice de su dueño se tratasen, se irán alterando a medida que Travis se transforme. En su cloaca, el taxista se recluirá meditabundo y nos desvelará sus ideas más profundas en un diario parcialmente revelado a través de la fundamental voz en off –recurso habitual en el cine de Scorsese–, que consigue hacer cómplice al espectador de los contradictorios pensamientos que discurren por la mente de Travis. Sus angustias, su asqueamiento y sus decisiones se inyectan directamente en un público identificado con él y que acaba considerando inevitables sus actos mientras lo acompaña en su campaña contra la corrupción.

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En la década de 1970, la sociedad norteamericana se encontraba devastada por la guerra de Vietnam, causante de un horror que reverberaba, aun después de la contienda, en la mente de aquéllos que participaron en ella. Esta psicosis social se personifica en Travis y justifica la ansiedad y la obsesión que experimenta. Por ello, a lo largo del metraje se realizan repetidas alusiones a Vietnam: la ropa, una bandera en su apartamento, el peinado de estilo mohicano y algunos comentarios concretos de su participación en el conflicto. En este contexto histórico, es imposible no mencionar la relación entre el Travis de Taxi Driver y los dos personajes protagonistas de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979): Willard y el coronel Kurtz. Tras comenzar este film, Willard, al igual que Travis, después de volver de una misión en Vietnam, se encontraba confinado y desquiciado en el tugurio en que se hospedaba, siendo incapaz de supervivir aislado de la jungla. Toda existencia alejado de la guerra le era insoportable. De haber retornado, no es de extrañar que Willard hubiese degenerado en el mismo ser insomne y ermitaño que Travis. El otro personaje, Kurtz, es la inexorable continuación de Willard y este Travis primigenio; es un individuo que, a raíz de los horrores de la guerra, o del contacto con una sociedad insensata y una política absurda, ha culminado en el paroxismo de la misantropía, convirtiéndose en un espécimen que, como el Travis final, abomina de todo racionalismo y se deleita en la violencia y el exterminio. La búsqueda/evolución de Willard para encontrar a Kurtz es la misma que Travis realiza a bordo de su navío, ese taxi amarillo que se adentra en una oscura ciudad humeante y tenebrosa, en un corazón de las tinieblas.

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Con todo, sería un error grave clasificar a Taxi Driver como un filme que trate exclusivamente el trauma causado por Vietnam o ver a su personaje como la estricta consecuencia de esa época. Una mirada retrospectiva nos muestra que lo que se narra en Taxi Driver carece de tiempo y de espacio y que lo que realmente nos proporciona es el análisis de los excesos de una sociedad decadente en la que el nihilismo ha socavado negativamente todos los valores. Si bien pueden rastrearse en la historia del cine antecedentes de pueblos socialmente corrompidos, es en La jauría humana (The Chase, Arthur Penn, 1966) donde se exhibe con total explicitud una sociedad gregaria que, cegada por la juerga y el culto a la apariencia, se obceca en negar los valores de la vida. Desde entonces, han venido sucediéndose películas que han representado esta situación inherente a la humanidad, hasta llegar a lo que se nos antoja, también hoy día, un extremo intolerable con Spring Breakers (Harmony Korine, 2012). En esencia, el discurso de estas obras es, cambiando el contexto y la forma, similar al de Taxi Driver y su caótica, sórdida y corrupta Nueva York.

Desde el principio, Travis manifiesta su aversión hacia la sociedad putrefacta. En realidad, se ignora si su repulsa se debe a su ocupación como taxista de noche (no sería extraño que la oscuridad, el alcohol y las pastillas desvirtuasen su percepción) o si es precisamente esta actividad noctámbula la que surge, aparte de como bálsamo para su desvelo, como consecuencia del deseo íntimo y contradictorio de pertenecer a la selva urbana neoyorkina que detesta y que examina, inquisidor, bajo la luz de los semáforos. “Gracias, Señor, por la lluvia que ha limpiado de basura las calles”, escribe el protagonista en su diario. Con esta reflexión, Travis parece establecer una analogía con el famoso relato del diluvio universal con el que, según la tradición bíblica, Dios pretendía castigar a los hombres y acabar con su mal. Así, la tarea de suprimir la escoria humana que puebla las calles sería divina y Travis sería un observador privilegiado, como reflejaba aquel primerísimo plano de sus ojos con que se abría la cinta.

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Paradójicamente, pese a la repugnancia que siente por los bichos que merodean a su alrededor, Travis pretende fundirse con el resto de la gente. Quisiera pertenecer, si bien no puede, al mundo que aborrece, aunque sea intentando entablar relación con la encargada de la taquilla de un cine X. Travis, no obstante la frustración que le impide dormir, necesita encontrar una meta fusionándose con los demás. Con estas ideas se produce el primer punto clave de la narración y el primer cambio abrupto en la psique del taxista: Betsy (Cybill Shepherd). Suena una melodía alegre que contrasta con las recurrentes notas habituales, se muestra un turbión de personas normales que caminan de día, bajo la refulgente luz del sol, al aire libre, y, entre ellos, el mismísimo Martin Scorsese (en un cameo no acreditado) queda embelesado cuando aparece ella, Betsy, a cámara lenta, centelleante en un vestido blanco, puro. El propio Travis, vía voz en off, nos hace partícipes de esta impresión que las imágenes ya se encargan de presentar. La inclusión de esta explicación sonora en conjunción con la visual es crucial: la voz del protagonista hace subjetiva la visión objetiva que filma la cámara. Además de subrayar la importancia de Betsy en la vida de Travis, indica que lo que la configura como el objeto de deseo del taxista no es su belleza física, no es amor a primera vista; lo que fascina a Travis es la posibilidad de encontrar una persona límpida, intocable, diferente a la mugre que anega las calles.

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Con Betsy, la vida de Travis empezará a evolucionar implacable. En cada nueva escena, los valores del taxista irán modificándose al imbuirse de todo aquello que lo rodea. Ahora, más que nunca, Travis es la consecuencia directa de su circunstancia. Durante la noche, sus patrullas continúan reiterativas al son de los semáforos y el avance del taxímetro. No se integra completamente con sus compañeros de profesión, rechaza las armas que éstos le ofrecen para protegerse de los delincuentes, pero la mutación ya está en curso. El director la muestra sintética y metafóricamente: Travis deposita una pastilla sólida, estática, pasiva como el antiguo Travis, en un vaso de agua, y entonces, al iniciarse la efervescencia, la cámara filmadora se acerca en picado al recipiente para, a continuación, aproximarse en contrapicado hacia un Travis expectante, atónito, en metamorfosis como esa pastilla que finalmente queda disuelta.

Travis adquiere una renovada energía. Él y Betsy tienen encuentros diurnos, alejados siempre de la inmundicia nocturna. En ellos, en contraposición con la fiereza de las ideas que escribe en su diario cuando está en su opresivo apartamento, Travis es escrupulosamente amable, delicado, templado y romántico.  Betsy y todo lo que la concierne son su proyecto. Betsy no es una mujer, es un ídolo resplandeciente, un modelo. De esta forma, gracias a un brillante uso de la profundidad de campo, aparecen por doquier carteles sobre el candidato a senador Charles Palantine (Leonard Harris), para cuya campaña electoral trabaja Betsy. En un momento en el que hechos como la casi sempiterna guerra y el famoso escándalo Watergate habían desembocado en un hondo hastío hacia la política, la introducción de ésta aporta ironía (¿“We are the people” o “We are the people”?) y una nueva dimensión al relato: “El presidente debe limpiar bien este retrete”, afirma Travis. Lo que antes era tarea divina, ahora recae en el futuro presidente.

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La ruptura con Betsy, que tiene lugar en su única cita de noche, lo proyecta de nuevo hacia la soledad, pero el retorno al estado primitivo de penosa abulia y exclusión es imposible. Travis no se siente dolorido por el enfado de su compañera o el cese de la relación con ella; Travis se ve derrotado al descubrir en ella falta de educación, de respeto, de elegancia. La caída del ídolo es insoportable. Se produce así una segunda alteración radical dentro del protagonista. Tras advertirse las debilidades del ideal (que acaban mostrando, por cierto, cierta misoginia en Travis), se alcanza el siguiente estadio: la violencia. Y, como en la primera conversión, el director vuelve a tomar partido como personaje. Así, un pasajero (Martin Scorsese) que quiere matar a su adúltera esposa, una conversación con otros taxistas, o los encuentros azarosos con la joven e indefensa prostituta Iris (Jodie Foster), conducen a Travis a la catálisis definitiva. El extremo de su metamorfosis se alcanza en la famosa escena del “¿Hablas conmigo?” (“You talkin’ to me?”), en la que Travis conversa con su imagen en un espejo.  Esta escena, que añade cierto toque humorístico gracias a la forma con que Robert De Niro la interpreta, representa, más que un monólogo, un diálogo con su propio reflejo, el último resquicio del Travis pasado, pasivo, del que debe desembarazarse para poder progresar. En este estado de locura, Travis reta a su yo previo y vence. A partir de ahí la transformación es absoluta. No habrá más cuestionamientos. Los espectadores presenciamos la obra mesiánica de Travis, la limpieza final de la escoria, que debe desaparecer de la faz de la tierra. En esta fase, el taxista no se plantea ya la posibilidad de que su ideología sea errónea: compra armas sin titubear, fabrica sus propios utensilios para la batalla, se entrena, ensaya, e incluso cambia físicamente. “Alguien tiene que hacer algo” es su última conclusión. Ya no agradece a Dios la lluvia; ya no delega en el senador Charles Palantine; ahora Él es el salvador.

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Travis se ve a sí mismo clara y distintamente como un ser superior, aunque, paradójicamente, la sociedad en general lo tomaría por un loco o un psicópata, o por uno de esos míseros individuos a los que Travis quiere exterminar, como demuestran la reacción de un guardaespaldas del senador al verlo en uno de los mítines o la de Betsy al acudir al cine porno. Para vengarse de ese mundo noctámbulo, Travis se ha fundido con él.

Cuando Travis entra en acción, ignoramos ya sus intenciones. Aun razonadas, han llegado a su mente dosificadas y la voz en off nos las ha transmitido sesgadas. Probablemente, ni el mismo Travis, a pesar de estar convencido de ellas, sería capaz de explicarlas. Gracias a este sabio racionamiento de la información, surgen jugosas ambigüedades abiertas a infinitas lecturas, preguntas que hacen de Taxi Driver una película intemporal. ¿Cuál es el origen de su furtivo deseo de violencia y sangre?: ¿La desilusión experimentada con Betsy? ¿La necesidad de volver a tener una misión, de volver a ser algo más que un vagabundo en vela? ¿Serán, quizás, los mítines políticos en los que, al hablarse del poder en manos del pueblo, Travis interpreta que este poder recaerá sobre los decadentes?

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Sean cuales sean las respuestas a estas cuestiones, Travis ha emprendido su gesta y nosotros, los espectadores, la contemplamos estupefactos. Después de vislumbrar cuáles eran los objetivos últimos de Travis, después de ver a un asesino, después de convencernos de que es un verdadero psicópata, después de que se nos brinden escenas de violencia exagerada y sangre, descubrimos que, para Travis, un acto terrorista es equivalente a salvar heroicamente a una persona indefensa. Descubrimos que, para él, ambos fines son intercambiables e igualmente trascendentes. Descubrimos que, para él, aquella descomunal desinfección callejera que tanto imploraba podía realizarse con un acto violento pero, a fin de cuentas, insignificante. Entonces, cuando concisamente se nos muestran las reacciones del pueblo corrupto contra el que Travis ha atentado, comprendemos cuál es su gran triunfo: invertir los valores de una sociedad que acaba aplaudiendo como un héroe al que habría encerrado como un criminal, una sociedad que eleva al que ha decidido acabar con ella, una sociedad absurda que, de pronto, acoge al marginado y, sin saberlo, celebra la llegada de esa lluvia que limpie las calles.

Y, entonces, al encontrarnos a nosotros mismos reflexionando sobre estas ideas, entendiendo a Travis, comprendemos cuál es el gran triunfo de Taxi Driver: invertir nuestros propios valores.

“Creo que tengo cáncer de estómago.”

Travis Bickle (Robert De Niro) en Taxi Driver

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