Te prometo anarquía y Aloys
Tocata y fuga Por Manu Argüelles
“Somos nuestra generación, somos nuestro propio monstruo. Y aún así nos estamos queriendo”. Son los últimos versos de un rap que uno de los chicos entona mientras el resto de sus amigos le escuchan. Sucede en Te prometo anarquía, no me preguntéis por qué, pero me parece un título bellísimo para una película. Con esos versos pienso en la historia de amor de Miguel (Diego Calva Hernández) y Johnny (Eduardo Eliseo Martínez), película que tendría una perfecta compañera de baile con The Smell of Us (Larry Clark, 2014), dadas sus confluencias temáticas, similares preocupaciones y por las correspondencias que fácilmente se aprecian con los personajes de ambas películas, jóvenes a la intemperie, que practican skateboard, que viven bajo lo precario y lo urgente, donde lo inmediato no es un aliento vital sino que es su único sustento, su supervivencia.
Pero dado que estamos dando constancia de lo que hemos visto en el D’A 2016 vamos a hacerla danzar con Aloys, películas que se proyectaron en el primer día en orden consecutivo, porque aunque difieren en su expresividad ambas confluyen en una configuración de la ciudad como espacio despersonalizado, donde fructifica una historia de soledades compartidas. Una forma de captar el flujo urbano no es tanto hacerlo desde su latido interno, desde su propio núcleo, sino a partir de sus zonas de exclusión, territorio favorito para las películas que circulan por festivales.
Te prometo anarquía es el puro tránsito, largas secuencias contemplativas y que suspenden el hilo narrativo para congelar la acción, como aquella que filma a sus personajes con sus tablas de skate por las calles. La progresión de relato siempre está comprometida, sometida a digresiones que capturan lo pasajero, que dan fe de lo auténtico, como si fuese una crónica de lo real. Es un presente como prisión, en una zona de peligro y de violencia, donde todo está destinado a desaparecer, en el umbral de aquello que se mueve pero no se vive, como el desapego moral de Miguel con el tráfico de sangre. Un mercadeo en el que incluye a todo aquel que le rodea, para que la violencia caiga con su impacto y se rompa ese no lugar, esa vivencia de lo provisional. Miguel vive en la ciudad como en una zona de continuo desprendimiento, pero no hay rebelión ni inconformismo como en Gregg Araki, tampoco tiene el peso grave de la ausencia y de lo ausente de Gus Van Sant, ni el grafismo explícito de Larry Clark. Te prometo anarquía en medio de lo desplazado, en el caos ante la ausencia de amarres, trata de encontrar el lugar de lo íntimo, la unión de Miguel y Johnny, aunque sea una relación descompensada en términos de entrega, Johnny es mucho más voluble, menos consciente, más de dejarse llevar por el oleaje.
Te prometo anarquía
Si Te prometo anarquía apuesta por una ontología de la imagen inestable, Aloys se fundamenta en encuadrarla. Didi-Huberman escribiría que no se puede separar al hombre de su pathos 1, como así efectivamente está construido el personaje de Aloys Adorn (Georg Friedrich) en el largometraje suizo, desde su sufrimiento existencial, desde su negación y su misantropía. La ciudad es un puro ente espectral, reclama su presencia desde el fuera de campo, mientras que el campo de visión aparece cercado por uno de los motivos recurrentes de la película: el cristal bañado de vapor. El vidrio opaco que aísla el interior del exterior. Es una forma visual para definir el aislamiento del personaje en su exilio voluntario de la vida. Será muy significativo que en el principio del largometraje, Tobias Nölle arranque con un piso deshabitado para ser testigos de un funeral, la alusión a lo humano en clave de pasado.
La invisibilidad es nuestro don. Huye de los ecos, de las sombras y de los reflejos. Se trata de una inscripción que le dejó escrita el padre del personaje, el fallecido del funeral que antes he mencionado, y que siempre reclama su presencia en el piso de Aloys, como ese rastro de lo vivo que se niega a desaparecer de lo físico, que deja indeleble su carga existencial para significar el vacío. Una huella que remite al único vínculo afectivo que el personaje mantuvo con el mundo. Por eso, Aloys es el tiempo de la inacción, la única manera posible para hacer sensible el tiempo en unos contornos entumecidos, en una metafísica de lo glacial.
A partir de aquí, Aloys será el proceso de una transformación, el gesto recobrado de la humanidad a partir de un punto de evasión hacia lo imaginario. El director utiliza la figura del detective, para sustraerlo de toda narrativa, reducida unos mínimos signos reconocibles, porque lo que le interesa es concentrarse en la densa carga existencial de esa figura voyeurística. Una pulsión escópica sin objeto deseante. En ese espacio hermético y oclusivo, el Otro solo podrá irrumpir como una intrusión. Y ese espacio férreamente cincelado en la incomunicación, en la tozuda voluntad del alejamiento de lo urbano, de aquello que es el lugar para el flujo multiforme de relaciones interpersonales, solo puede materializarse en forma de agresión. Su vecina le ha robado su cámara y sus cintas, su único atributo y su único refugio para que los días del calendario avancen. Lo que parece una amenaza y un chantaje es en realidad una transgresión de ese lugar de la no existencia.
En Te prometo anarquía la palabra se reduce un régimen conversacional, entre cuerpos anémicos que acarician la muerte, donde el cuerpo es la única zona para sentir en un rojo saturado de un neón urbano y artificial, en la cisterna abandonada de un camión como espacio de intimidad. El cuerpo como el área de combate contra la alienación en una ciudad inscrita en el código simbólico de la violencia. Una violencia que marca la zona de no retorno en una dimensión de valores difuminados, el encuentro ante el horror. Miguel en su vagabundeo errante acabará llegando al punto límite, se impone el viaje, la escapada de la ciudad, a otro espacio, a otra urbe donde se pueda hacer más soportable el desarraigo endémico, para volver a recuperar la gracia perdida.
En cambio, en Aloys la palabra da forma al desdoblamiento psíquico, a la huida a espacios oníricos para dar forma al encuentro con el otro. Construir y trazar un viaje interior entre tú y yo, a partir de la fantasía, a partir de la palabra como fuente edificadora de un espacio de vida, un bosque, un árbol como seña del objeto perdido, de lo que no puede encontrarse entre los pliegues de la ciudad, cuando la vivencia es pura fantasmagoría. Tocata y fuga.
- Didi-Huberman, Georges (2002): La imagen superviviente. Madrid, Abada Editores, pág. 27 ↩