Tempestad sobre Washington
El espacio que pasea la mirada Por Javier Acevedo Nieto
Con cuánta frecuencia un político se asoma al marco dibujado por la imagen para interpelar al espectador-elector en primeros planos que parecen serigrafiar el eje de miradas sobre el rostro del espectador, pero que al mismo tiempo parecen un borrón de medias verdades y discursos con tachones. En el cuarto episodio de la tercera temporada de Sucesor designado (Designated Survivor, Netflix, 2019) Kiefer Sutherland se disfraza de Tom Kirkman, presidente de Estados Unidos, y gracias al trabajo de su asistente en redes sociales y nuevas tecnologías graba un anuncio que supuestamente refleja la espontaneidad del candidato a las elecciones — como candidato independiente ajeno a los dos grandes partidos estadounidenses — en secuencias captadas por un dispositivo móvil y difundidas en redes. La nueva temporada titula a cada episodio a la manera de un hashtag, incluye píldoras de vida reales de testimonios sobre temas de actualidad que marcan el guión de la serie y, en definitiva, intenta vender una imagen del político propia de los tiempos. Sin embargo, en el capítulo el resultado es el de un anuncio electoral: soflamas dialécticas, patriotismo que actúa como Almax para estómagos hinchados por berrinches efímeros cual trending topic y un hilo musical en el que las trompetas tocan por una nostalgia de un cierto clasicismo en la representación del mensaje político que quizá nunca estuvo ahí. Nuevas tecnologías para una imagen del político: el primer plano. Como si ya solo quedara el animal político extraído de los espacios públicos de poder, aislado en su afán de protagonismo, con la mirada fija en el espectador y ajeno a todo espacio.
La imagen del político ha quedado recluida en el primer plano. Parece que toda idea de estética y reglas del juego han de ser embutidas en el envoltorio de una serie evento, en la hipérbole del músculo político en plantaciones de plátanos, bajo alas de dragones o aterido por el ruido de un coche en movimiento en una versión de la revolución pequeñoburguesa del crepitar de los trenes de la vanguardia del cine soviético. ¿Dónde quedan los espacios de representación, el diálogo en esas ficciones empeñadas en refugiarse en el artificio de la sentencia?, ¿qué ha sido del eje de miradas entre iguales, más allá de ese primer plano del político devorador de imágenes de poder? Entre tiranos y próceres no hay hueco para el gris, mucho menos para el de la materia gris. Imágenes políticas pobres, primeros planos que no revelan el rostro sino la textura del maquillaje y el brillo del flash en la pupila dilatando las ansias de poder. En la época del big data, de la política del hiperespacio y la cibercultura, parece que todo debate se desarrolla en primeros planos, en imágenes satelitales simuladas por Google o caracteres que no intercambian más diálogo que la acción del like o el compartir.
Es entonces cuando uno regresa a Tempestad sobre Washington (Advise & Consent, Otto Preminger, 1962) y observa una imagen de la política que tiene en cuenta el espacio, la institución, el diálogo y el eje de miradas a través de un montaje que caracteriza a seres políticos capaces de mirar más allá de la imagen que los alberga. Lejos de la nostalgia meramente revisionista — partiendo de que existen muestras de inteligencia política actuales en The Good Fight (Michelle y Robert King, 2017 – ) — existe la reivindicación de una forma de hacer cine que dignifique la muy noble función política. El film de Preminger construye el espacio no como contenedor de personajes, sino como representante de la voluntad popular atravesado por unos pocos privilegiados conscientes de su función. En el gris acciones ambiguas y en el choque entre una vieja política, representada principalmente por el senador de Carolina del Sur Seabright Cooley y el líder de la mayoría en el senado en una mezcla de espíritus bélicos, tradicionales pero orgullosos; y una nueva política, representada por los ardides y el arribismo ponzoñoso del senador Fred Van Ackerman, el idealismo del senador Brigham Anderson que presidirá la subcomisión encargada de aprobar la elección presidencial del Secretario de Estado Robert Leffingwell, último individuo de estos representantes de la nueva política de la Guerra Fría. Preminger caracteriza a través del desplazamiento espacial, reivindicando una imagen del político que dialoga a través del eje de miradas que marca la escena, como si lejos de los políticos del primer plano que parecen mirar a través de venecianas cerradas, sus políticos lo hicieran — pese a sus ambivalencias — a través de la luz que surge de los ventanales de los espacios públicos.
Un dominio del espacio que empieza por acompañar al personaje, y reforzar la idea de la política como mecanismo y casi línea de montaje de políticos cuya estrella depende de defender su individualidad en la arena política. La cámara sigue al líder de la mayoría mientras dialoga con Seabright Cooley y en el progresivo travelling de retroceso la mirada del líder se posa en Stanley Danta, su socio, para que finalmente la cámara lo recoja en su asiento. Cuando toma la palabra la cámara no pierde de vista el fondo, el intercambio de palabras no requiere plano-contraplano y la réplica se mide a partir de la tensión generada por el diálogo y explícita en las miradas.
En esta secuencia se condensa a través del movimiento de cámara una idea de la política como diálogo, vertebrando en ese espacio público de la Cámara del Senado una revalorización del político como engranaje al servicio de la maquinaria del Estado. Tan poco independiente y alienado como pueda parecer, Preminger caracteriza a sus personajes concediéndoles a ellos el dominio del espacio, dejando que las miradas marquen cada travelling y expresando que el debate no es una oposición de primeros planos y cortes, sino una medida dialéctica de turnos de palabra guiados por el suave eco de las réplicas. Cooley mira con complicidad a su compañero, y el eje de miradas marca un nuevo desplazamiento de cámara que enmarca al senador de Carolina del Sur en un plano medio con una angulación baja, porque Preminger aún cree que la figura política requiere de esa reverencia que engrandece la figura, hasta que se produce una réplica de su adversario pero amigo y el debate se desdobla en un plano con dos áreas de interés, pero con una profundidad de campo nítida dado que el foco selectivo que encerraría a ambos personajes en su disputa no sería capaz de mostrar la relevancia del espacio público.
El político no mira a cámara, y sus ojos se desplazan alrededor de la estancia a medida que Preminger engrasa cada plano en composiciones abiertas. En la secuencia más extensa del filme, aquella en la que el subcomité presidido por Brigham Anderson realiza una sesión de control al candidato Robert Leffingwell bajo la supervisión y oposición de Cooley, Preminger termina por liberar sus formas en un ejercicio de caracterización sobre el que arroja completa luz y taquígrafos. Curiosamente la secuencia de un filme sobre política tiene una estética televisiva más actual, con ese primer largo movimiento de aproximación que sitúa la acción y muestra a una audiencia atenta.
La cámara se detiene tras enfatizar de nuevo el poder del espacio como cimiento y base de la representatividad política. En la mesa el subcomité observa a Leffingwell mientras que Cooley, sureño grandilocuente, cascarrabias y con una dialéctica a prueba de talk show, aparece al fondo como representante de ese estado tan al sur que aún así suscita todos los focos de las cámaras debido al espectáculo inherente.
A continuación, bastan dos planos para definir a Leffinwell como la clase de político forjado en la postguerra, listo para ser una sombra en un mundo de sombras, de espionaje, de política pragmática y Guerra Fría que no requiere protagonistas sino funcionarios y engranajes infalibles. La ambigüedad de Leffinwell radica en su valor de hombre afable, en la clase de americano medio que todos imaginan teniendo un porche y casa unifamiliar pero nadie puede imaginar haciendo nada más, y de esa opacidad de expectativas parece manar su poder antimagnético.
Sentado, tranquilo, con un asiento vacío y aislado de la multitud del fondo y del taquígrafo, al que Preminger concede gran relevancia visual en la secuencia como agente que fija las palabras. Así como cada movimiento de cámara está marcado por las consecuencias de la réplica, cada palabra es grabada y cada personaje es responsable de todo lo que dice. Son imágenes testigo, que dan fe de la acción política a plena luz.
El juramento, la palma de la mano, el pueblo detrás, símbolo de solemnidad. El político moderno que mira siempre de frente, ajeno al espacio. Siempre hacia adelante, hacia el futuro, imbuido de poder y no sometido al poder.
El senador Fred Van Ackerman agarra el hombro tras su entrada triunfal. El gran manipulador, el arribista, el político estrella que ama un primer plano que Preminger nunca le concede. Es el único personaje al que la cámara no sigue. Es él el que, con sus movimientos nerviosos, con su apoyo a Leffinwell para garantizar su futuro y sus estratagemas, representa el poder en la sombra. Ackerman debe acercarse a la cámara, debe conquistar espacio en lugar de explorarlo con palabras.
La secuencia continúa. Brigham Anderson en plano frontal representando el poder político. Cooley en otro plano frontal con el poder mediático a sus espaldas. Leffinwell no recibe el mismo tratamiento, siempre relegado a la esquina y separado del poder público por esa silla vacía que debe ganarse.
Solo cuando Cooley lanza su ofensiva para desprestigiar a Leffinwell, a través de un testigo poco fiable que delata su pasado como afiliado a un grupo de estudio comunista, Preminger concede ese primer plano al candidato con el rostro descompuesto, y mientras Cooley aparece revestido como ese viejo político con el fondo del plano repleto de una audiencia que le arropa, Leffinwell es recortado contra el fondo que aparece difuminado, vigilando desde el fondo a ese testigo en esa constante puesta en escena de contrarios y duelos vigilados por la audiencia en espacios de poder abiertos.
No hay que engañarse, Tempestad sobre Washington es un filme sobre política transparente con personajes menos translúcidos. La luz, el diálogo y el taquígrafo fijan lo dicho, pero no lo que hacen los personajes arremolinados en cafeterías, despachos y hogares. El poder es complejo, aunque Preminger consiga hacerlo fácil. Como ese plano del interrogador obsesionado con el comunismo y la caza de brujas revestido por tres acólitos que construyen con la adustez de oficinistas el triángulo del poder poco equilátero en el que Leffinwell no parece encajar.
¿Qué enseñanza queda?, ¿qué mensaje transmitir a esos hijos que serán los políticos del mañana? Leffinwell lo tiene claro: hay mentiras que todos entienden, explica a su hijo. Él observa en segundo plano, la cámara se niega a concederle más espacio. Empatiza con su hijo, y hasta en su despacho existe esa barrera de la mesa del perfecto burócrata impidiendo que su vida privada se reconcilie.
¿Qué será la política del futuro? Menos miradas y diálogos y más escuchas. Como ese niño que pega la oreja y ya ni siquiera espía a través del resquicio de la puerta, Preminger profetiza el advenimiento de la política subrepticia de micrófonos e inteligencias virtuales domésticas.
El político moderno. Abraza a su hijo, el aire del plano pesa sobre su espalda: todas las cosas que jamás le contará. El despacho, porque no hay más hogar. Las cortinas tupidas esconden lo que pasan, la mirada de Henry Fonda como ese flexo que nunca se aparta. Leffinwell es la clase de persona que, al mirar el sol desde la ventana de un autobús, nunca se fija en el sol sino en las manchas del cristal, como si ya estuviera preparado para el día en el que sol llorará lágrimas de polvo. Frente a ese padre que enreda al hijo, Brigham Anderson es el político moderno condenado que abraza a su hija en un jardín abierto, sin cortinas.
Porque Brigham Anderson es idealismo roto. A través del trenecito que conecta los pasillos subterráneos del poder Preminger recuerda que este es un filme sobre travellings humanos en el que el ascenso y la caída del poder depende de pasos en falso y no de conversaciones en ascensores. En la subida de los peldaños del edificio vacío, Anderson cae. En el pasillo ahora vacío, Anderson entra en su despacho, un agujero más en esa colmena de oficinistas que soñaron con ser algo más. En esa subtrama — dolorosamente anclada al pasado homófobo — Preminger muestra que más allá del jardín del padre se esconde una jungla de adultos. Ackerman lo entiende, a pesar de que sus disputas en el Senado se narren en cortes y plano-contraplano, porque lo suyo no es un diálogo sino una exhibición de vanidades.
¿Cómo acaba Ackmerman? El moderno arribista, manipulador y experto en ardides da la espalda a la cámara después de que con su diálogo no haya sido capaz de moverla. Frente al poder se enrabieta, y Preminger le concede la humillación de pasear su mirada frente al Senado que le ha desposeído, y le niega un último primer plano despidiéndole en el fondo del plano dando un portazo. Porque en un cine como el de Preminger en el que abren tantas puertas y tantos personajes cruzan el umbral, también hay espacio para portazos y puertas cerradas.
Pese a las ambigüedades, las traiciones, la vieja y la nueva política en conflicto a Preminger le queda una gota de idealismo. Cooley y el líder de la mayoría, amigos y rivales. Como si de verdad la política aún fuera un duelo entre caballeros. Queda la mirada de Charles Laughton paseándose por todo el espacio, político posible que no solo quiere un primer plano y clave su mirada en el espectador. La política de los grises frente a la imagen actual de una política de blancos o negros. Preminger se disfraza de halcón vigilando que esa gran arena de las instituciones públicas esté presente. Comprobando que las palabras queden grabadas en los movimientos de cámara que confían en las miradas del debate. Oteando en ese plano final cenital cómo los senadores abandonan el Senado, pero éste permanece ahí. Tempestad sobre Washington hace que entender la política sea fácil, también hace entender que el político moderno, con su primer plano, desaparecerá, pero los espacios de representación persistirán.