Tenemos que hablar de Kevin
La mala semilla Por Manu Argüelles
La abyección es una resurrección que pasa por la muerte del yo. Es una alquimia que transforma la pulsión de muerte en arranque de vida, de nueva significancia.
El título de la última película de Lynne Ramsay lleva implícito tanto un deseo como un imperativo. Pero en realidad es fruto de una imposibilidad. Eva, una inmensa Tilda Swinton que se erige en auténtico bastión y fuerza motriz del film, nunca llega a comunicarse realmente con Franklin, su marido, un John C. Reilly ya bregado en fuegos cruzados. Recordamos Cyrus (2010) donde también era el tercer vértice de una inusual relación maternofilial, la que mantenía Marisa Tomei con su hijo. Aquí John C. Reilly se transfiere al rol que en aquella adoptaba Marisa Tomei. Es la pieza ignorante y adyacente, la que nunca llega a penetrar en la tumultuosa relación entre madre e hijo. Para él, Kevin, su hijo, no tiene ninguna disfunción. Advierte la tensión entre ambos pero exime al segundo. Lynne Ramsay enfatiza la maternidad como un espacio de aislamiento y alienación. Eva, tanto en el presente como en el pasado, busca un punto de fuga, una conquista catárquica que le permita liberarse de la opresión en la que se ve sumida. El estupendo arranque, la secuencia inicial de ella en la fiesta de la tomatina nos la muestra alzada entre el gentío, enarbolada en la inmensidad del espacio flotante, para después acabar revolcada en el barro. Una visión que no puede ser más que un sueño, una liberación del inconsciente que trasluce su deseo, el estar en los cielos, y su realidad, su permanencia en las ciénagas del linchamiento.
Tenemos que hablar de Kevin es la agonía sin el éxtasis. Un relato que se adentra en lo tortuoso a través de la significación de lo sensorial. Una formalización que se solidifica en la expresión fauvista del color, un rojo-sangre omnipresente que parece recuperado de la película de Antonioni, El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964). Es un cromatismo emocional que rompe y resquebraja el naturalismo verista de un relato reducido a su mínima potencia: la relación entre madre e hijo. Aquí es donde el film se densifica y donde encuentra lo siniestro sin la vía habitual del fantástico, marco genérico donde se acostumbra a inscribir la maldad en la infancia. Tiene su explicación: un espacio que permita romper la lógica realista nos facilita la digestión de algo que nos resulta inconcebible. Kevin podría pertenecer a la estirpe de malas semillas que han sido especialmente explotadas en el cine de terror, desde los extraterrestres de El pueblo de los malditos (Village of the Damned, 1960), pasando por el Damien diabólico de La profecía (The Omen, 1976). El cine contemporáneo ha seguido explotando esta línea pero también los ha derivado a un marco más del thriller. Al fin y al cabo, la figura ha seguido amortiguada en los corchetes de género.
La apuesta de Lynn Ramsay supone encontrarse con el horror sin apoyarse en convenciones fílmicas que atemperen la exposición brutal del tabú: la sociopatía en la infancia y adolescencia. De hecho, Tenemos que hablar de Kevin vive en un constante caudal de ambigüedad. Porque no solo se desprende de retórica genérica sino que además rehúye todo psicologismo explicativo que facilite una apresurada interpretación que calme nuestra ansiedad como espectadores. Fundamenta su tensión en hacer ver venir lo inevitable, y no tanto en suspender la emergencia de lo horroroso, lo cual está presente desde su inicio, en toda su crudeza, como un desgarro que no nos va a permitir la escapada a terrenos tranquilizadores.
El encuentro con lo ininteligible se afianza en una aproximación radical que se mueve en un balance continuo entre el subjetivismo, el de Eva, y la objetivación, la de la cámara no moralizante. De esta manera, se acerca más a Elephant (2003) que a Bowling for Columbine (2002), films anteriores que han abordado el mismo tema. Pero el abismo en Tenemos que hablar de Kevin no está bañado de ese nihilismo bestial de Gus Van Sant, ya que las formas narrativas no llegan a desintegrarse del todo. Lynn Ramsay concentra, parcela y reduce un signo sociológico (la violencia patológica en la infancia) a una hipertrofia del apego, ese lazo afectivo e irrompible, invisible para los demás, que se da entre madre e hijo.
Posiblemente, las objeciones que más fácilmente pueden atribuirse al film vienen por el tratamiento de la violencia, y por su evidente fascinación por la perversidad, a través de su formalismo abigarrado. ¿Dónde está el entorno de Kevin, su grupo de iguales, externo al ámbito familiar? Ese forzado fuera de campo sumerge al film en una indefinición al apostar únicamente por el punto de vista retrospectivo de Eva. Quiero decir, ¿no está Lynn Ramsay dando una visión determinista de la violencia? Si la maternidad es el gran agujero negro del film, ¿no parece estar abogando por una teoría instintiva, a través de la pormenorizada descripción de la relación entre Kevin y Eva? Es como si Kevin ya estuviese programado para tal acción salvaje desde su nacimiento. Dado que estamos en el ámbito de lo íntimo no hay espacio para la influencia del aprendizaje social. ¿Sí para la incidencia familiar en el comportamiento del niño? Lynn Ramsay establece más preguntas que respuestas porque no trabaja sobre lo moral. Está más interesada en encontrar una propuesta plenamente sugestiva para alcanzar lo abyecto por una vía innovadora, que en tratar de esbozar explicaciones que nos hagan comprensible y asimilable la sociopatía de Kevin.
Dicho lo cual, Tenemos que hablar de Kevin puede generar controversia por su forma de hablar del tema, pero nadie puede negarle su capacidad hipnótica para describir una realidad desestabilizada, la de Eva. Lo extremo encuentra gran fuerza expresiva y sonora configurando un sistema de representación, licuado por la alucinación y la psicosis como subtexto permanente. Su hiperrealismo hace énfasis en lo sentimental para encontrar una estética que afianza la agresividad contra la mirada. Como contrapartida, quizás se recrea excesivamente en el dolor y fuerza la búsqueda de la conmoción por la vía de los sentidos.
Por último, aunque no habré sido el único que haya detectado esta conexión, no puedo reprimirme a comentarlo. Shame (2011) y Tenemos que hablar de Kevin responden a las dos pulsiones por las que se mueve el hombre según la teoría psicoanalítica de Freud: Eros y Tánatos. Ambas, desde la independencia y desde la producción británica, son aproximaciones muy elaboradas plásticamente, realizadas por emergentes realizadores que ponen mucho énfasis en la experiencia, antes que en el racionalismo explicativo. Los dos films se centran en duplas sustentadas por estrechos lazos sanguíneos y, en definitiva, las dos se ambientan en Estados Unidos, tratando con aspereza y sin pudor tabús que a la propia sociedad norteamericana le cuesta digerir. El tiempo dirá si esto es un hecho casual y aislado.
Es una tontería, es mala, que digo mala, malísima, misógina, redundante, malas actuaciones, odie el rojo, una pésima imitación de unas buenas películas, no la vean por favor tírenla.
Yo, la verdad que todavía no la he visto. Pero el hecho de centrarse en la madre para contar la historia, me parece como poco curioso y diferente. Pero lo dicho, tengo que verla. Me pasa como con The Artist, tengo gana de verla pero solo para poder opinar.
Muchas gracias Ana por tu fidelidad y por tus comentarios. Respecto a la violencia, no se posiciona pero te sugiere. Lanza estímulos en varias direcciones pero no los concreta. Busca la incomodidad y algo o bastante de provocación. Sabe que juega con un material sensible pero opta por afianzarse en lo sensorial, en lo formal. Y,especialmente, se centra más en Eva que en Kevin, porque tiene la tranquilidad de que tiene a un monstruo de la interpretación como Tilda Swinton que le puede resolver muy bien la papeleta.
Lo que resulta debatible es que te coja al niño-cabrón típico de las películas de terror y con él se lleve consigo una visión de la maldad en la infancia bastante superada. Porque aunque te lo quiera bañar en una brumosa capa de ambigüedad, la operación de trasvase es bastante transparente. Creo que Gus Van Sant en este aspecto fue mucho más atrevido y radical, y aunque parece más abstracto es mucho más certero. Pero también es verdad que las motivaciones de Elephant y ésta son muy distintas.
Tenemos que hablar de Kevin es una película que me ha gustado mucho por su manera de exponerla, como dices en tu crítica resulta hipnótica y te atrapa desde el minuto uno. También toca un tema bastante discutible, siempre se busca una infancia dura e infeliz en un psicópata, es fácil que se hable de un asesino que sufrió abusos o malos tratos desde niño, en este caso se nos habla de un niño que tiene una vida familiar normal, se nos presentar una frialdad de la persona desde la niñez pero creo sin posicionarse plenamente en qué genera esa maldad.
Este caso que se nos presenta, me recuerda a aquel chico que con una katana mató a sus padres y hermana, con un arma que le habia regalado su propio padre, ¿ha habido infelicidad y frustación familiar en esa persona? parece que no, resulta más complejo que buscar una respuesta fácil a una acción tan dramática. En este caso pareciera como el niño respeta a aquien le impuso algo de autoridad, Eva desde su niñez ha intentado lidiar con su rebeldía, mientras que su padre ejercía de padre consentidor.
La película está muy bien filmada y apesar de que es una historia que pudiera resultar a priori previsible, se hace atractiva y atrayente gracias al buen hacer de su directora.