Territorialización (de un breve encuentro)

Por Aarón Rodríguez

Breve Encuentro

La metáfora de la película (o del cine) como un tren. Está escrita en la última correspondencia entre Godard y Truffaut, en los textos de Bellour, está por todas partes. El movimiento es interesante porque las grandes películas pueden ser, en cierto sentido, estaciones de paso. Una estación en un segmento de tiempo cortado, o mejor aún, el corte del tiempo pero espacializado: por eso la gente se despide con tantísimo dolor y por eso las muertes nobilísimas de los suicidas que se arrojan contra las vías tienen algo de redundante: vía muerta, vía que mata. La estación es un tiempo suspendido, un todavía no y un todo ha terminado y así también es redundante abrazarse bajo los relojes de las estaciones –que son, por lo demás, objetos afilados, autoconscientes, extraordinarias bestias de precisión que no olvidan nunca.

Los bares de las estaciones, siempre llenos de extraños que dormitan o que juegan a las tragaperras con desesperación pura o que resuelven el tremendo Sudoku de la soledad. Hablo en primera persona: no importa si el curso o la conferencia que he impartido en la ciudad de turno ha quedado bordado. En el bar de la estación eres igual de gris, estás inevitablemente solo y nadie –nunca- se sentará a hacerte compañía.

La película de David Lean es, a la vez, una telaraña en expansión que clava su centro en la cafetería de una estación y que traza las vías, inevitablemente, hacia una exterioridad imposible, un punto de fuga condenado a no llegar nunca. Igual que la mujer infiel (o casi infiel) teje y desteje el bordado familiar junto a la chimenea –es increíble los malabarismos del deseo que pasan de contrabando en nuestro inconsciente-, se va desplegando ese tejido ferroviario que conecta dos cuerpos. Hay una herida inicial relacionada con la mirada (un trozo de gravilla que salta de una de las vías para impactar en el ojo de la protagonista) y, a partir de ahí, la herida misma del deseo, una herida que los amantes en ciernes combaten viendo películas. Películas malas que hablan de su cuerpo incontrolable –Flames of passion, nada menos- pero que, precisamente, tienen la capacidad de decir la verdad que ni la sociedad, ni los amigos o los familiares, están dispuestos a soportar.

No sé cómo explicarlo, pero el final de Breve encuentro me parece finalmente el ambiguo fracaso de todo agenciamiento del deseo. ¿A qué precio se salva la protagonista, si es que se salva? Ese abrazo final tan paternalista, tan doloroso, tan indescriptiblemente nuestro que uno siente ganas de gritar al verlo: no hay historia de amor en ese salón familiar, nunca la ha habido, no habrá flashback capaz de narrar esa historia vulgar con doble tirabuzón de boda burguesa y familia bien. Se salvan los muebles del incendio (Flames of passion, repito), pero queda el cuerpo condenado a la enésima nostalgia perpetua. Y esa es, además, otra buena manera de definir el cine. Estación de trenes, pero también tabla ouija de nuestra nostalgia.

 

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