The Act of Killing
Verdugos en el espejo Por Jose Cabello
La Historia condena una y otra vez a la especie humana. Se dice que la Historia, entendida como una narración de los hechos, no es susceptible de representación lineal. Se dice que tras abandonar al desuso la teoría del trazado recto, la Historia adopta la circularidad como patrón de movimiento y un mismo hecho pretérito, pasado un período de tiempo significativo, es reiterado en el presente. Algo así como la moda: ahora toca blanco, ahora negro, ahora vuelve blanco. Un producto cíclico pero con una perspectiva más matizada. Porque, alejando la mirada, el mundo no es sólo Occidente y sería reduccionista mal adjetivar el peso de la Historia, de modo que no tiene cabida ni el formato circular ni el rectilíneo. La esencia de un mismo incidente permanece estancada vagabundeando por el mapa buscando la siguiente presa. Ahora toca aquí, ahora allí. Al igual que la moda, se dicta. ¿Pero quién la dicta?
El ser humano cree que la existencia y el conocimiento público de un acto atroz bastará para la desaparición del mismo, pero no hay más hipocresía que afirmar eso. Se denominó la Gran Guerra a la Primera Guerra Mundial pensando que no tendría lugar otra; el Holocausto estigmatizó el siglo XX para reclamar el sello de paradigma de la persecución de minorías, pero no fue sino una réplica de otros exterminios como el de los indios americanos o los armenios en Turquía; cracks económicos de quita y pon; excusas imbéciles para comenzar una guerra, ya sea Maine o World Trade Center; desastres nucleares; dictaduras calcadas que se aplastan y nacen; cruzadas religiosas. Una inmensidad de desastres humanos peregrinan en el infinito y demuestran que nadie aprende de errores pasados. Si un profesor de instituto intentara aplicar con sus alumnos el mecanismo de un régimen totalitario en la era 2000, nadie sospecharía que basándose en una férrea disciplina y en un sentimiento de pertenencia al grupo, el régimen totalitario brotaría. Esto propugna La Ola (Die Welle, Dennis Gansel, 2008), una Alemania moderna no lejos de un ambiente fascista, evidenciando así la falta de reminiscencia histórica del hombre.
The Act of Killing viene a ratificar lo anterior mediante el método deductivo, configurando su elemento particular con la masacre civil ocurrida en Indonesia tras el golpe de Estado de 1965. El ejército alcanzó el poder y el genocidio dominó el país, miles de personas fueron torturadas hasta la muerte bajo sospecha, fundada o no, de ser simpatizantes de la ideología comunista. Tarea laboriosa, para un ejército reducido, la de martirizar a una población considerable y necesaria, por tanto, la aparición de los llamados “gánsters”. El brazo ejecutor. En indonesio gánster etimológicamente deriva de las palabras “hombre libre”, hombres con plena autonomía para hacer y deshacer a su voluntad, más deshacer que hacer, y siempre a favor del régimen previa explotación ciudadana. La triple entente de extorsiones, robos y violaciones.
Sin embargo, el gancho de The Act of Killing , y su valor, no lo constituye la matanza en sí misma, a pesar de perfilar sutilmente el maniqueísmo barato del monto asesino, sino la visión girada que el director recrea con la excusa de articular un film en base al exterminio comunista. Así propondrá a los propios verdugos escenificar, incluso en los mismos lugares, las represalias físicas a las que sometían a sus víctimas. Una simulación para obtener realidad con el pretexto de un futuro documento fílmico. Y para ello recorren las calles de la ciudad en busca de extras para la hipotética película. En este recorrido The Act of Killing cincela un escenario donde prevalece la monstruosidad como norma de vida para alcanzar la vía de la violencia irracional. Los actores amateurs lloran, gritan, patalean, fingen desalojar sus casas bajo el símil de comunista, realizando un ejercicio de interpretación brillante, quizás heredado de un pasado reciente no supurado.
La compleja singularidad del proyecto erige a The Act of Killing con un doble propósito; por una parte como documental de ficción, pero también como una ficción documental, compartiendo ambas facciones igual grado de trascendencia para la edificación final de la crónica. El quid radica en diferenciar la actuación de los bárbaros durante la persecución de comunistas, lo llamado documental de la ficción, de aquello que el espectador percibe dimanado de los actos propiamente representados y que involuntariamente rasga la atmósfera cuestionando la brutalidad de los hechos, mudando así hacia una ficción de base documental. Y entre todo este enmarañado la violencia absurda camina inexorable a la sombra de cada plano, pues el repudio inminente del espectador vendrá de la mano de un ensañamiento gratuito de los verdugos hacia sus víctimas, ficticias o reales, enmarcando atrocidades de un señor de la guerra y reproduciendo la idiosincrasia ya establecida en Ciudad de Dios (Cidade de Deus, Fernando Meirelles, Kátia Lund, 2002) . La ley del más sanguinario. La concepción de lo violento sin alegato, ni discurso, sólo para fustigar al público, como Funny Games (Michael Haneke, 1997). El sadismo quedará descubierto si nadie abandona la sala, si la audiencia permanece hasta los títulos finales. O la exaltación de lo macabro, sin dialéctica, previo culto nuevamente a la violencia, donde una ruleta rusa incesante dirige el corazón de 13 Tzameti (Géla Babluani, 2005).
A pesar de contar con un material valioso, el montaje final constituye un traspiés que desinfla el artilugio documental al reiterar excesivamente las mismas ideas a través de escenas demasiado distantes entre sí. La huella de la fase demontaje está ausente y condena así a un extenso ir y venir de brainstorming. Pero lo más inverosímil aflora cuando tras invertir los papeles de víctima y verdugo, en plena actuación y solamente debido a ese cambio de rol, éste último descubre el gran mal que hizo martirizando a civiles inocentes. Un abrir y cerrar de ojos donde el hombrecillo ahora vomita y, con la última arcada, lastra el realismo pseudo latente en la cinta.