The Artist
La ilusión del esperanto Por Manu Argüelles
Ciertamente, todo lo que ha sucedido con la película The Artist es un fenómeno digno de analizar. Uno no recuerda un consenso generalizado de tal magnitud desde los tiempos de un film como Deseando amar (In the Mood for Love, 2000). Y, qué duda cabe, la película del director francés supera el reconocimiento que obtuvo la deliciosa y majestuosa obra de Wong Kar Wai, en cuanto The Artist ha conquistado todos los frentes posibles: gran público, crítica, festivales y organizaciones que otorgan premios. Ya saben, el Festival de Cannes marcó la dirección y los Oscar han cerrado el círculo. El tiempo lo dirá, pero todo apunta a que este hecho quede grabado como un hito histórico de tiempos recientes. Por una vez, parece que la aldea global cinematográfica ha ido como Fuenteovejuna, todos a una. Su triunfo avasallador puede explicarse con una fácil lectura sociológica, que por supuesto requiere matices, pero sirve como primeriza señal indicial para desentrañar los entresijos de este film diseñado para gustar a un nivel mundial (si quieren lo acotamos al hemisferio occidental, lo cual no es poco)…y conseguirlo.
En este año que dejamos atrás, en el que se han agudizado las convulsiones sociales a raíz de la durísima crisis económica que todavía sufrimos, el cine ha querido mostrarse más endogámico que nunca, y referirse a él mismo para legitimar su función social como medio de comunicación ideal para relajar tensiones. Se repliega sobre sí mismo como el avestruz que oculta su cabeza en un agujero y, con ello, parece embargarse de similares pulsiones que llevaron a los románticos del S.XIX a echar la vista atrás. Ante un presente que nos agita y nos perturba, nos evadimos y nos abstraemos en un pasado idílico. Y The Artist busca y encuentra aquella función que estaba inherente en el cine mudo: la imagen como lengua esperanto, totalmente comprensible en cualquier rincón del planeta, sin necesidad de soportes comunicativos anexos a ella misma. Porque el cine, por encima de todas las cosas, es luz; luz proyectada para generar una imagen. Es así, por su fuerza icónica y representativa, una efectiva herramienta rompedora de las barreras idiomáticas impuestas por la torre de Babel.
Recuerdo un conmovedor documental en torno a Charles Chaplin en el que, para demostrar la tremenda valía de su cine, unos voluntariosos cubanos llevaban a las más remotas aldeas de la geografía de la isla -donde nunca aquellos campesinos habían visto una película en su vida-, los films del gran genio británico. Cuando proyectaban Tiempos modernos, se producía el milagro. Hablo de aquel efecto que tan bien plasmó Víctor Erice a través de los ojos de Ana Torrent en El espíritu de la colmena (1973). Sin conocer en absoluto el lenguaje mediante el cual se sucedían las imágenes, la gente se reía y disfrutaban de algo que hasta entonces había sido ajeno a ellos. Lo comprendían perfectamente sin ninguna preparación previa.
The Artist va en esa dirección, no tan ingenua y arriesgada como parecía sobre el papel, porque han conseguido refrendar esa idea haciendo uso de la misma herramienta de Chaplin. Pero esa loable intención, que además ha servido para que mucha gente vea por primera vez en su vida cine silente, no es un homenaje a las películas de las primeras décadas de siglo. Ese es el aspecto engañoso del film y que exaspera a un sector más especializado, o a aquellos que entienden el cine de otra forma muy diferente a la que defiende y ensalza el film de Hazanavicius.
Porque, puede parecer una osadía realizar un film prácticamente mudo en pleno 2011, pero su ejercicio referencial, que recoge por la vía del humor amable el proceso de transición del cine mudo al cine sonoro, es especialmente una oda plenamente nostálgica que mitifica el cine clásico norteamericano, especialmente el destinado a la pura evasión y entretenimiento.
El plano final con el travelling en retroceso mediante una grúa que nos descubre todo el plató en su amplitud, aparte de recordarnos el inicial de La noche americana (La nuit américaine, François Truffaut, 1973), otro suave tributo cinéfilo al mundo del cine, testifica cuanto tiene de veneración por el Hollywood dorado, el de los grandes estudios; aquel que ha colonizado la imaginería colectiva cuando era hegemónico y avasallador. Porque de la misma manera que ha sido filmado en color para luego destilarlo en blanco y negro, su estilística y su dramaturgia responde al lenguaje más accesible y llano, el más claro y limpio, para que sea perfectamente legible. Es muda, sí, pero, aparte de pequeños guiños a la escritura característica de aquel período, como las sobreimpresiones visuales, guarda mucha más relación con la forma de filmar estándar y contemporánea, que con los signos narrativos de aquel entonces.
Resulta un poco molesto que el proceso de transición traumático al cine sonoro, el cual demostró las fauces caníbales de la industria, solo sirva como mero macguffin narrativo para contextualizar una facilona historia romántica. Seguimos con el ilusionismo y la (¿perversa?) manipulación. Aparenta denunciar los métodos expeditivos y destructores de un voraz sistema para, en realidad, ser un glorificador instrumento de aquello que simula dejar en evidencia. Cómo no les iba a gustar a los norteamericanos, si les han sacado la alfombra y se han puesto de rodillas a reverenciarlos.
A diferencia de La invención de Hugo (Hugo, 2011), mucho más sincera y realmente pedagógica, en The Artist, para seguir con la línea de lo fácil, recoge dicha transformación mediante píldoras telegráficas que se centran en tres años claves y esclarecedores: 1927 (todavía el cine sin palabras gozaba de vitalidad), 1929 (aparece el sonoro amenazando) y 1932 (la desaparición completa).
Recordemos dos películas gloriosas que nos explicaban lo mismo: El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), desde la amargura más caústica y desgarrada y Cantando bajo la lluvia (Singing in the rain, Stanley Donen, 1952), desde la sátira no exenta de cierta pesadumbre. The Artist se sitúa en medio de las dos, en tierra de nadie, limando toda arista agria, porque su alcance es inocuo y su comicidad es plenamente blanca e inofensiva (apoyada principalmente en un perrito habilidoso).
Como juguete plenamente lúdico cuenta con dos gags especialmente brillantes, ambos relacionados con su propia alusión al cine de los principios: uno se basa en quebrantar el código anacrónico que se impone y el otro se apoya en el recurso de los intertítulos, como soporte para facilitar una mayor compresión de lo que la imagen muestra. Todo el resto es plenamente placentero, pero también nos queda una cierta sensación de que podía haber dado más de sí la experiencia. Y no se trata de pedir incursiones experimentales a lo Guy Maddin (éste sí, desde la vanguardia, demuestra una auténtica devoción por el cine silente), pero sí algo más en la sintonía de la primera mitad de Wall-E (Andrew Stanton, 2008), dado su carácter generalista de querer llegar a todos los públicos.
Tengo que decir que cuando se montó todo el jaleo relacionado con The Artist y el debate sobre el cine mudo, a mi también se me vino a la cabeza la primera parte de Wall-e que por cierto me parece maravillosa.