The Batman
La memoria de las cicatrices Por Raúl Álvarez
Encajada en los títulos de crédito finales, la batería de agradecimientos a Lee Bermejo, Brian Azzarello, Jeff Loeb, Tim Sale, Greg Capullo, Ed Brubaker y tantos otros guionistas y dibujantes que han dejado su impronta en Batman en las últimas décadas podría dar pie a un entretenido juego intertextual entre algunos cómics del caballero oscuro y esta nueva versión que ha coescrito y dirigido Matt Reeves. Por ejemplo, sería sencillo rastrear la conexión del perfil detectivesco de Batman que se explota en el guion con la larga etapa de Brubaker o las incursiones deluxe de Loeb & Sale. Pero Reeves no plantea ese juego, tan evidente y pobre, por otra parte, como para caer en la tentación de reducir su Batman a un name-dropping de figuras de la cultura popular. Y no lo hace porque si algo distingue su cine, en particular en el ámbito del blockbuster, es el hecho de que sus influencias no constituyen tanto una huella reconocible como su reverberación. Para Reeves, la imagen cinematográfica vendría a significar la cicatriz abierta de una herida cerrada. Por esa razón, Bruce Wayne / Batman (Robert Pattinson) a menudo reflexiona en off sobre el valor transformador del dolor. Por esa razón, The Batman es una película sobre el verdadero sentido del trauma de su protagonista: la incapacidad para soportar la muerte de un ser querido. De esa fuente mana su soledad, su miedo, su fragilidad, su zozobra, su rabia.
Esta lectura sitúa al personaje en una sensibilidad esencialmente romántica, más próxima al Cuervo de James O’Barr que a cualquier Batman de cómic o cinematográfico en el que se quiera pensar. Él no es la venganza, como se autoproclama, sino la renuncia, la entrega y el sacrificio. Reeves traslada esta idea a un imaginario audiovisual que, si bien abunda en convenciones iconográficas tan características de la historia de Batman como la lluvia, la noche o la decadencia urbana, cobra una dimensión introspectiva en tanto en cuanto la ciudad de Gotham –como la naturaleza o unas ruinas en la pintura romántica– representa la proyección subjetiva de la angustia, el tormento y la incertidumbre existencial del hombre murciélago. Este Batman no contempla el crepúsculo con la afectación de la gárgola de Tim Burton, el cinismo de la figurita pop de Joel Schumacher, la gravedad del justiciero de Christopher Nolan o el escepticismo del vigilante de Zack Snyder. Su mirada es la del alma solitaria que busca esperanza. Selina / Catwoman (Zoë Kravitz) encarnaría ese deseo desde una exuberancia física que poco a poco deviene en la delicadeza etérea de las fantasías. Hay planos de ella que son puro Fuseli. Aparición antes que presencia.
Pero no es necesario ir tan lejos en la libre asociación iconográfica de ideas. Considerado simplemente como personaje estereotípico, el de Reeves es quizá la mejor interpretación cinematográfica del primer Batman de cómic, aquel que se presentaba en las portadas precisamente como The Batman y era una variación indisimulada de Doc Savage, Black Bat, La Sombra y El Zorro; declinaciones pulp todas ellas a su vez del héroe romántico atormentado. Para unos y otro, la impartición de justicia ha sido siempre una excusa para buscar los afectos perdidos a causa de una tragedia, generalmente un asesinato. En el caso de Batman, hablar de neurosis varias como evidencia de su supuesta inmadurez y no del sentimiento de orfandad que justifica sus carencias afectivas, como hace Reeves de manera explícita en el arco argumental de Enigma (Paul Dano), es un camino que puede conducir a equívocos sobre el significado de su quiebra psicológica y su valor como icono, símbolo y máscara de ficción. Batman representa a las víctimas; es una fisura, una grieta, una hendidura en el sistema, no el muro que lo sostiene. Pocas escenas tan elocuentes al respecto como la de Batman ayudando a los supervivientes de la inundación, en el clímax final de la película, a quienes guía con una bengala roja que rasga el velo de las sombras.
En ese marco arrebatado deberían explicarse las virtudes estéticas de The Batman. Se ha comentado hasta la saciedad la influencia de David Fincher, y es cierto que la memoria acude rápido a las texturas y la colorimetría de Seven (Se7en, 1995) y Zodiac (2007). Por las mismas, podría trazarse una comparativa con las viñetas de Tim Sale o Lee Bermejo. Pero hay un matiz que diferencia esos mundos del creado por Reeves, y aquí vuelvo a las heridas y las cicatrices. Donde los otros constatan una realidad oscura per se, afirmada a través de ejercicios de estilo conscientemente nihilistas y, hasta cierto punto, impostados, Reeves duda y se interroga acerca de la naturaleza de la oscuridad. ¿Huella visible o surco invisible de nuestros miedos? De ahí que, en la película, penetre en ella constantemente mediante luces y fulgores que apuntan directamente al espectador. Faros, linternas, focos, explosiones, llamaradas, flases… ¿Qué iluminan estos centelleos en esos escenarios sucios y degradados? Sencillo: la belleza de la descomposición que precede a todo renacimiento.
La historia de The Batman se articula literalmente a partir del fracaso de un programa social de regeneración de Gotham; la cicatriz de una herida. Matt Reeves se afana en su concreción visual desde múltiples ángulos, y Fincher, innegable, es uno de ellos, pero si lo invoca no es tanto para citarlo textualmente como para escarbar en su áspera superficie y devolver a la luz su raíz romántica. Notas a pie de página, eso es el cine de Reeves; lo que raras veces leemos porque creemos erróneamente que desvía nuestra atención. Por esa falla se descubren ocultas, en esta hermosa y maldita película, imágenes de Turner y Aivazovski, Friedrich y Blake, los hacedores de brumas y monstruos cuya subjetividad aún hoy discute el imperio de las apariencias y los simulacros. También, y es tal vez el recurso más brillante y significativo del romanticismo soterrado de The Batman, el nuevo motivo musical dedicado a este personaje, que no es sino una variación en escala menor del Ave María de Schubert, canción que se oye de manera recurrente durante el filme.
Mal llamado Ave María, por cierto, y aquí va otra nota a pie de página, porque este lied, titulado originalmente Tercera canción de Ellen, forma parte de una adaptación musical del poema épico de Walter Scott La dama del lago, en el que una mujer, Ellen Douglas, se refugia en una cueva llena de murciélagos para evitar la ira de un tirano. Su oración a la Virgen María es una simbólica llamada a la esperanza. Annika, Selina y las demás chicas que trabajan en el club (una cueva de hierro y cemento) donde se reúne la mafia de Gotham sufren el mismo tipo de persecución. Si sobre esta roca caemos / En sueño, y tú nos proteges bajo tu manto / La dura piedra nos parecerá suave. Se puede hacer sangre con razón de la comicidad puntual de Enigma, Falcone (John Turturro) y el Pingüino (Colin Farrell), así como de la arritmia del tercio final y cierta simpleza en la descripción de la trama de poder y corrupción. Pero son detalles discutibles que no deberían ensombrecer el conjunto de una obra que se enuncia desde la riqueza de sus subtextos. No es lo que vemos, sino lo que dejamos de ver. No es Batman acelerando hacia su destino, sino Selina desapareciendo en el horizonte.