The Deep Blue Sea
Crónica de un suicidio anunciado Por Fernando Solla
“Toda la vida de una mujer en un solo día. Sólo un día…
Y en ese día toda su vida.”
Pocas risas encontraremos en esta historia cuya protagonista principal nos presenta desde los títulos de crédito iniciales, mediante la sugerente y epistolar voz de Rachel Weisz, una carta de despedida ante su primer intento fallido de suicidio. Es el personaje de Hester Collyer el de una mujer a la que no satisface la felicidad estereotipada, cuyos ideales románticos se verán asfixiados de tal modo que rechazará el bienestar que le proporciona su marido para caer en el abismo más profundo, empujada por un amante que entre un encuentro sexual y el siguiente le ofrecerá poco más que negligencia emocional y desdicha.
Terence Davies, director y guionista inglés, adapta la obra de teatro homónima que otro Terence, esta vez Rattigan, estrenó en 1952. Sin achicarse ante los corsés y lugares comunes propios de la época en los que se sitúa la acción, Davies realiza una auténtica pieza de orfebrería, describiendo desde lo más íntimo el sentimiento colectivo e individual de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con un compendio de secuencias plagadas de escenas hipnóticas, aparentemente intrascendentes o fuera de lugar, pero que completan la guerra interior que sufre el personaje de Hester, maravillosamente interpretado por Rachel Weisz.
En lugar de optar por un romanticismo edulcorado, el realizador, natural de Liverpool, prefiere indagar y profundizar en conceptos e ideales tales como la resistencia emocional (y física), la influencia de la memoria en la vida cotidiana y los efectos paralizantes de la religiosidad dogmática sobre la vida emocional y sexual de los individuos que conforman las sociedades. El estilo usado por Davies es aparentemente frío y distante, incluso diríamos que afectado por un punto de sordidez y crueldad.
Si nos sumergimos un poquito, y buceamos por este mar profundo y triste que es el interior de Hester, nos deleitaremos con una estructura casi sinfónica, cuyo metraje avanza sin ninguna prisa autoimpuesta por el medio cinematográfico, al compás de ese fragmento del Concierto para violín y orquesta N.14 de Samuel Barber, que marca el ritmo de la melancólica secuencia que abre la película, donde contemplamos, mediante una orgía de fundidos encadenados, a la mujer mientras prepara su suicidio, recordando en el proceso los momentos de gozo compartidos con Freddie (Tom Hiddleston).
Ignoramos qué tratamiento recibía el personaje de Hester en la obra de 1952, pero el mayor acierto de Davies, y de la interpretación de Weisz, es el rechazo a presentar a la pobre enamorada como una víctima de nadie más que de sí misma. La Hester de nuestra admiradísima Rachel en una mujer valiente y temeraria, que decide arriesgarse y abandonar a su marido, el juez Sir William (Simon Russell Beale) por irse con el hombre que, producto de su propio autoengaño, encarna el ideal romántico que tanto ansía experimentar, confundiendo el deseo y pasión desaforada que siente en la cama con una relación amorosa, incluso amistosa. En un penúltimo acto de valentía, y en un intento desesperado y a la vez optimista por subsanar esa contrariedad, la protagonista decidirá suicidarse, cometiendo un acto ilegal en la época (por lo tanto prohibido), que servirá de huida pero también de aceptación de un destino trágico.
Algo parecido pensaron los personajes interpretados por Julianne Moore, Meryl Streep y Nicole Kidman en aquella maravilla que arrolló nuestro corazones hace una década y que se llamó Las horas (The Hours, Stephen Daldry, 2002). Y no es una casualidad. En nuestras tierras no estamos acostumbrados a que se representen las obras de Rattigan, aunque ya hace algunos años que aplaudimos las adaptaciones cinematográficas de algunas de sus piezas teatrales como La versión Browning (The Browning Version, Mike Figgis, 1994) o El caso Winslow (The Winslow Boy, David Mamet, 1999). No ocurre lo mismo en Inglaterra, cuna de varias generaciones de prodigiosos dramaturgos como Harold Pinter, Tom Stoppard, Patrick Marber (ese Closer que Mike Nickols convirtió en película en 2004), Conor McPherson o David Hare. Todos ellos son hombres de teatro y a la vez guionistas cinematográficos, al igual que Terence Davies, que han visto como su pluma se veía influenciada por la sabiduría de Rattigan. Precisamente fue David Hare el guionista de Las horas, de ahí la influencia de Hester Collyer en aquellas tres heroínas llamadas Laura Brown, Clarissa Vaughan y Virginia Woolf.
Dejamos el teatro de Rattigan para volver al cine de Davies. El realizador se encarga también de los guiones de sus películas y eso se nota. Como decíamos antes, no hay ni una nota discordante o palabra fuera de lugar. El montaje de David Charap encadena una escena detrás de otra, favoreciendo el férreo pulso narrativo de Davis, que cimienta la esencia de su historia en dos metáforas.
La primera sería la contraposición de esa actitud relajada y despreocupada de Hester durante el período de guerra (mostrada en una única y memorable escena, donde la protagonista se refugiará junto a su marido y otros ciudadanos en la estación de metro de Aldwych, cantando canciones populares para ahuyentar el miedo y las bombas) con el estado anímico convulso, violento y salvaje que intentará soportar (y sofocar) en tiempos de paz, mientras deja escapar la vida mirando por la ventana o tumbada en el sofá, fumando y esperando a su amado. Tranquilidad en tiempos de guerra y tormenta interior en los períodos de paz.
La segunda, y la que más nos gusta, es la nueva contraposición que supone el oficio del marido y el del amante, o mejor dicho, amado. Juez el primero, que ha visto como su nivel de vida mejoraba debido a su contribución a la causa, que permanece en una ciudad devastada por la guerra, al igual que su esposa. Piloto el segundo, que durante la guerra sólo deseaba volver a su hogar en Londres y que en tiempos de paz no anhela nada más que una llamada que lo lleve lejos en busca de nuevas aventuras. Una vez más la guerra supondrá un tiempo feliz para Hester con cada llegada de Freddie y la paz la sumirá en la más amarga desdicha con cada huida (que puede ser tanto hacia un destino lejano como hacia el bar de la esquina).
Fotografía de Florian Hoffmeister, vestuario de Ruth Myers y, sobretodo, decorados (que podríamos calificar directamente de obras de arte) de David Hindle. Maravillosos, soberbios, simétricos, milimétricos… Tres artistas que se unen y convierten en cómplices del director de The Deep Blue Sea y someten sus disciplinas al desarrollo de la misma.
Las escenas de interior, la mayoría, son opresivas, recargadas y cargantes, al igual que el estado de ánimo de la protagonista. Las exteriores, en cambio, suelen mostrarse más diáfanas y nos permiten respirar como lo hace Hester, paseando, feliz, del brazo de su aviador.
Rachel Weisz no lo tiene nada fácil con este personaje que, en otras manos, podría caer en el ridículo, el tedio o la simple indiferencia. Sabe convertir la fragilidad de Hester en su mayor fortaleza y no cae en el arquetipo de la heroína que lo deja todo por amor (ese beso fugaz al marido, notable Simon Rusell Beale, que la quiere recuperar, como paga y señal de una posible reconciliación, es de un egoísmo tan feroz que la convierte casi en villana). Una interpretación que la retorna a aquel salvajismo de I Want You (Michael Winterbottom, 1998). La aplaudimos por ello y por la dignidad que le confiere a esa enamorada, firme y sumisa al mismo tiempo, que ignora las supersticiones y coloca los zapatos de su aviador encima de la mesa para que el objeto de su desdicha huya de ella con aspecto impecable.
Magistral, a su vez, el Freddie Paige de Tom Hiddleston. El malvado hermano de Thor en Los Vengadores (The Avengers, Josh Whedon, 2012) nos demuestra por qué hasta hace poco muchos lo consideraban uno de los mejores actores teatrales de su generación. Hace falta talento a raudales para aguantar la mirada y el nivel interpretativo de su compañera de reparto. Y lo consigue hasta dejarnos completamente noqueados, sobretodo en ese último encuentro de los dos amantes y en esa declaración de amor silenciosa, consciente de la tardanza de su llegada y en consecuencia del efecto aséptico que produce en Hester.
Así pues, recomendamos el visionado de esta película que para muchos supone nuestra primera toma de contacto con el cine de Davies y animamos a recuperarla para un posible estreno en salas comerciales. Hasta entonces, nos quedamos con esa perturbadora escena final, que corre el riesgo de ser malinterpretada y que no desvelaremos por una simple cuestión de decoro.
Es «Tom HIddleston», no «Tom Middleston» 🙂
Gracias por la crítica!
Corregida la errata en el cuerpo del texto. Gracias por el aviso.