The Equalizer (El protector)

La Corea de Fuqua: El tiempo y el plano II Por Roberto Amaba

«Yo solo creería en un dios que supiera bailar»Así habló Zaratustra (Friedrich Nietzsche)

Estas notas deben leerse en el contexto de los siguientes artículos: “Nunca pasa nada” 1 y “Michael Bay: el tiempo y el plano”2. Digo bien en el contexto, como un terrón de gleba en medio del barbecho. Aventado, sin vínculos asignados, con la autonomía del signo flotante que se resiste a caer. Con la duda metodológica intacta, con el peligro de aquello que, asumido el cambio de planes y sometida la escritura, no puede sustraerse del entorno al que cae y del medio al que mancha.

1. Khoreia

Entiéndase el reduccionismo: Fred Astaire era, entre otras cosas, un bailarín que actuaba. Algo muy parecido podría decirse de Bruce Lee: un artista marcial que, de manera ocasional, actuaba. Este convencionalismo contiene, además de la simplificación, la ignorancia de una idea imprescindible para el desarrollo del presente texto: el baile y la lucha son formas de actuación en sí mismas, dos actos performativos, dos enunciados vertidos a través de los cuerpos. Cuando nos situamos frente a ellas presenciamos una práctica cinésica, es decir, un ejercicio donde cuerpo y lenguaje son materias indisociables. Denzel Washington, al contrario que Fred Astaire y Bruce Lee, es un actor que lucha y que baila a expensas del guion. Un impostor, pero también un hombre corriente con la andorga que a los varones nos concede la edad y el vicio. El poder del cine, una de los pocos que realmente tiene, es igualar a los tres. Porque, en el fondo, en su deseo íntimo pero frustrado de positivismo científico, el cine no ha dejado de ser la vidriera irrespetuosa del cambalache, el enésimo espejismo tecnológico de una utópica sociedad sin clases. Aunque para algunos entre los que me encuentro, el simple deseo de utopía es, de facto, umbral de distopía. Siempre estuve convencido de que Lubitsch habría sido el cineasta preferido de Marx. Abrir una gaceta prusiana y leer una crítica sobre los mecanismos empleados por el cineasta para mostrar cómo el servicio doméstico revertía la plusvalía sentimental de las clases dominantes.

Bromas aparte, la mejor manera que encontró el cine para igualar a los hombres no fue la que le impusimos, desde fuera, mediante una precaria sociología de la imagen. Tampoco, desde dentro, mediante la capacidad de la imagen para la reunión de lo heterogéneo. Ni siquiera el espectro del psicoanálisis, decantado cuidadosamente en forma de huella, supo desvelar la imposible naturaleza del medio. El cine, un arte que a lo largo de su historia ha funcionado de manera óptima gracias a estructuras jerárquicas, recurrió a una práctica ancestral, hermosa y elegante como la palabra que la identifica: la coreografía. Y lo hizo por evidentes razones de sangre. El cinematógrafo no podía fundar el imperio del movimiento marginando a su familia más cercana. Era imprescindible sortear la confrontación civil, no se podía concurrir a la –grafía sin antes haber convertido el movimiento en un conjunto que congregara a todos los miembros en torno a su particular mesa redonda: la lente.

De ahí que la khoreia, esto es, la danza, se convirtiera en un elemento consustancial de la imagen en movimiento. El sueño científico se frustró pero, al tiempo, obró la metamorfosis. De la oruga de Muybridge y Marey pasamos a la mariposa, a la imago, de las danzas serpentinas y los combates de boxeo. Fue así como la escritura del movimiento se hizo adulta, menstruando, asumiendo y practicando con agrado el pecado original del espectáculo, talando el árbol del conocimiento hasta convertir el edén en un parque temático donde vender entradas. Bien está, lo hizo antes de que el cine fuera el cine, y lo siguió haciendo después de que el cine dejara de ser solo el cine. Esta virtud del movimiento asociado a la khoreia no puede ser subestimada, fue la ilusión de un aparato, pero también la devoción, «el culto divino» del filósofo y, por lo tanto, el anhelo del espectador. Cuando la menospreciamos, cuando ignoramos a Nietzsche reclamar la continuidad entre el cuerpo, flexible y persuasivo, y el alma gozosa de sí misma, caemos en un esencialismo cuyo último paso es entregar su raíz, su letra material, griega y sincrética, a la estafa intelectual del virtualismo.

Así, la khoreia nace del cuerpo pero no se limita al cuerpo, sino que le permite a este ejercer su influencia directa sobre los objetos y la cámara. Conviene tenerlo presente por si alguna vez sufrimos la tentación de hacerle caso a Danto y, en menor medida, a Deleuze. La cámara es un artefacto que baila con y por el hombre, y aquí se han de incluir las teclas, el ratón y cualesquiera dispositivos e interfaces de una computadora. Hasta la dosis de alea inyectada por el medio natural (geografía, viento) y artificial (automavisión), es reciclada. Algunos pensarán que estoy cayendo en un antropocentrismo de saldo y no podría negarlo, pero, en rigor, estoy hablando de algo más específico: la transitividad. Que la imagen (se) despegue, no implica la existencia de una conciencia escindida. Ni siquiera cuando Man Ray lanzaba su tomavistas diez metros sobre las cabezas en Emak Bakia (1927). Fuera de la ficción no ha lugar al desdoblamiento, la cámara no es una güija.

2. Corea

Las coreas son trastornos neurológicos de carácter hipercinético que, durante su fase aguda, conducen a la pérdida abrupta o progresiva, temporal o definitiva, del dominio del cuerpo. Dependiendo del paciente y del estadio de la enfermedad, los músculos comienzan a sufrir múltiples grados de distonía. Los movimientos se vuelven arrítmicos y no reglados. Es decir, la corea produce movimientos cuya razón fisiológica carece de función lingüística más allá de su valor como síntoma para descifrar la causa subyacente. Este choque entre la escritura automática del cuerpo y su falta de correspondencia con el lenguaje, con lo social, la hace especialmente terrible. También su falta de correspondencia con lo individual, porque la corea suprime parte de nuestra capacidad de elección, esto es, del libre albedrío. En ella, el dolor adquiere formas que la comunicación humana no contempla. Estamos programados para estremecernos ante el grito y ante una serie de muecas ampliamente codificadas por nuestra especie, pero nada nos ha preparado para identificar gestos cuyo tiempo, modo y significado no aparecen recogidos en el diccionario evolutivo.

Los trastornos coreicos estigmatizan al paciente como pocos, generan rechazo e incomprensión porque, al quebrarse la citada continuidad entre cuerpo y voluntad, entre signo y sentido, el espejo humano se vuelve deformante. Nos conmueve la demencia, su naturaleza invisible y callada, pero nos aterra la corea porque no podemos dejar de verla. La khoreia, y con ella el cine en tanto sublimación del lenguaje corporal establecido, es lo opuesto a la enfermedad neurológica. Otra de las maneras que encontramos para preservar lo que inevitablemente desaparecerá. Lo cual no valida las teorías sobre lo inmortal fotográfico, sino su perfecta refutación. Me refiero a aquellas ideas que empezaban con el espiritismo victoriano y que, por desgracia, no concluyeron con los profetas transhumanos de la era digital. De ahí que cuando el cine ha explorado con ansia estructural la enfermedad, las miserias de la percepción y el deterioro de los organismos, haya encontrado terreno incómodo pero fértil.

Decía que el cine posee un gran capacidad para igualar y, por ende, para castrar. El cine tiende a ser mandato, dictadura, cuerpo y cámara, encuadre y pantalla: el cine es disciplina y cárcel. Los espectadores nos encerramos en un lugar para ver imágenes que, a su vez, apresan a otros. Algunos de los cineastas más interesantes de la historia plantearon la disidencia desde la khoreia. Existe una línea que va de Eisenstein a Bresson pasando por Keaton, que nos recuerda que para interpretar de manera apropiada el movimiento debemos conocer los umbrales del conjunto donde concurren los tres niveles coreográficos: el del cuerpo, el de la cámara y el del montaje. Es por esto que he vuelto a visitar esta película de Fuqua. Y lo he hecho con la intención opuesta a la primera vez que lo hice. Si allí me interesé por una escena de transición, por uno de esos momentos donde no pasa nada, aquí lo hago por uno de sus clímax, por otro de esos momentos donde, al parecer, pasa mucho o donde pasa algo de gran intensidad. Adelanto una de las conclusiones que no estoy en disposición de desarrollar: la línea que separa la transición (la redundancia aristotélica) del clímax, es más fina de lo que suponemos. El clímax convertido en transición y concierto, tal vez sea uno de los asuntos más sugerentes que podemos encontrar en los estudios sobre cine de acción contemporáneo.

3. El tiempo del héroe

Veamos la secuencia en cuestión.

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(clickar en ella para agrandar)

Las imágenes derogan la narrativa hasta entonces vigente: la incertidumbre. Lo hacen retirando el único velo que poseía y que va a poseer la historia: el poder oculto del personaje. Un hombre adulto y urbano, marcadamente sedentario, de costumbres frugales y, en su fondo nietzscheano, bailarín de soul –bailarín del alma– frustrado. En su figura y lugar convergen el typos y el topos del superhéroe: la individualidad extrema disuelta en el pueblo, lo extraordinario sumergido en lo ordinario. De nuevo la reaparición de una acción ligada a la existencia de una voluntad popular y de una materia prima: igualar. Por lo demás, arquetipo, máscara del héroe, mito que consuela, pequeña derivada del universal narrativo que abarca desde el relato religioso del anacoreta que sana y del ángel que guarda, al relato lúdico del hombre de negocios y del periodista que imparten justicia. Pero no me interesan sus capacidades, sino la manera en la que han sido expuestas. La triple khoreia de cuerpo, cámara y montaje está sujeta a un tiempo y a un espacio. Estamos ante un ejemplo de hipertrofia en dos de los tres niveles coreicos. Una muestra que empuja a críticos, cinéfilos y académicos a pronunciar sin ruborizarse cualquier ranciofact posmoderno. Sirva el del cuerpo hurtado, el de la descorporeización de los actos y el de la desmaterialización del mundo vía velocidad y fragmentación.

La duración de la secuencia es de 66 segundos (66,6) repartidos en 76 planos. A partir de ello, obtenemos el primer promedio matemático: 0,87 segundos por plano. Si ponemos este valor en perspectiva, descubrimos que la secuencia es un 72,4 % más rápida que un conjunto formado por 2360 planos a razón de 3,18 segundos por unidad. El promedio o media es un valor importante, pero en ningún caso concluyente. El interior de una secuencia, y no digamos de una película, contiene suficiente variedad como para ser tomado con precaución. De ahí que las diferentes metodologías que han recurrido al soporte numérico-cognitivo, sigan generando discusiones. La media debería quedar matizada no solo por el contexto, también por los valores extremos, por la mediana y, a la manera de herramientas como la conocida base de datos Cinemetrics, por la diferencia entre ambas. Dicho esto, la mediana de la secuencia es 0,58. Dato muy semejante a la moda si ignorásemos las centésimas: 0,50. El rango que comprende el medio segundo de duración es el más constante del evento: un 13 % del total de los planos. La duración máxima de un plano asciende a 3,45 segundos, y la mínima a 0,12. De estos dos últimos valores obtenemos un diferencial de 3,33. Por último, el cociente entre mediana y media es de 0,71. Un dato curioso, y no sé hasta qué punto valioso, porque coincide con el global de la película. Esto es, una escena de acción de apenas un minuto, ¿puede ser utilizada como muestra fiable de un largometraje de 132 minutos?

Dejo la pregunta abierta para señalar que hay otro dilema cuyo carácter sí considero determinante: el coeficiente de dilatación temporal. No me refiero tanto al número crudo como al cocido, es decir, a las diferencias reales y sentidas entre tiempo efectivo y tiempo diegético. Y esta circunstancia, como expliqué a propósito de La roca (Michael Bay, 1996), puede venir acompañada de una disonancia entre la materia del signo y las sensación de su significado.

El cronómetro del héroe, una bonita muestra de publicidad por emplazamiento, nos indica que ha empleado 28,24 segundos en matar a cinco personas. Es más, el principal motivo de la secuencia no es el acto de justicia o de venganza, sino el tiempo en sí mismo. Esta obsesión temporal es otro de los síntomas que perfilan la naturaleza igualitaria del héroe del siglo XXI: la neurosis. Nuestro personaje, carne de TOC cuya compulsión acabamos de adivinar durante el cierre repetido de la puerta, calcula, ejecuta, recalcula y finalmente bromea sobre ese medio minuto de carnicería exprés. En ese instante, el espectador alberga serias dudas sobre la coherencia temporal. Sometido al discurrir de los fotogramas, carece del poder ejecutivo para rebobinar y realizar su cálculo particular. Algo que ahora podemos hacer en su lugar: los 28 segundos diegéticos han demandado, como sabemos, 66 segundos reales. El coeficiente de dilatación es, por lo tanto, del 135 %. El coeficiente que analizamos en la secuencia de La roca apenas alcanzaba el 24 %. Con base en un criterio estrictamente narrativo, la secuencia es un clímax porque cierra una línea argumental hasta entonces abierta. Desde un punto de vista temporal y fisiológico, el apogeo es igual de indiscutible.

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El cine dilata el tiempo hasta hacerlo concordar con una realidad cocinada, con una experiencia filtrada. En esta ocasión, con la del trabajo cerebral de un neurótico superdotado y con la excitación neural de un hombre en peligro. Es decir, vuelve a existir una justificación formal y narrativa. La escena es de aluvión, pero no deja de ser natural y fluida desde un punto de vista diegético y cognitivo. A pesar de su brevedad en el todo y en las partes, la distribución temporal de la secuencia presenta indicios profundos de programación. Solo un 25 % de los planos supera el segundo de duración, y todos ellos se agolpan hacia el final. De los últimos dieciséis planos (un quinto del total), solo uno es inferior al segundo. Los últimos diez son los más largos con notable diferencia. De lo que se infiere que el tiempo pretende reajustarse, volver a la normalidad según van cayendo los muertos. En tanto ejercicio físico de pleno derecho, la khoreia cinematográfica transita de una fase anaeróbica a otra aeróbica. El corazón de la imagen entra en diástole y se prepara para oxigenar los tejidos. La sangre vuelve a circular y el ácido láctico se metaboliza. Es así como la dilatación del tiempo diegético se ha convertido en un proceso literal que concluye con una vuelta al reposo.

4. Relatividad: espacio

El cine es uno de nuestros mejores medios para expresar y comprender conceptos antiintuitivos. También para cuestionar la noción de tiempo absoluto. Más allá de su capacidad óptica para acelerar, saltar y ralentizar, el cine es una fábrica de relatividad incluso cuando tiempo diegético y tiempo real cuadran sus números. Sin embargo, parte de la explicación aquí ofrecida puede ser malinterpretada. Quiero decir, las situaciones extremas no convierten nuestra percepción en la de un superhombre. Estudios empíricos sobre esta cuestión 3 demuestran que, amén de que nuestro juicio temporal (duración, orden, simultaneidad) es susceptible de distorsión, las capacidades cognitivas no se desatan o se potencian en situaciones de estrés. Que el tiempo no se ralentiza, que no hay rotura en su unidad que permita mayor resolución en su percepción y que, en definitiva, nuestro cerebro no abre la puerta a ese tanto por ciento de su potencia que la leyenda asegura que continuamos sin aprovechar. Lo que sí puede suscitar dicho estrés es una mayor capacidad para el recuerdo. La intensidad de la experiencia, por lo general breve, impactante y quizá traumática, nos permite conservar detalles que en circunstancias normales pasaríamos por alto. Y como nuestra percepción práctica del tiempo se construye sobre la cantidad de cosas que somos capaces de recordar, estas situaciones límite generan ilusión de tiempo dilatado. En términos cognitivos, la omnipotencia es una debilidad, o mejor dicho, una confusión; mientras que la potencia selectiva es una destreza, una fuerza. He aquí, ahora sí, uno de los superpoderes evolutivos del Homo sapiens: la ecología cognitiva.

Conocido el tiempo de la triple khoreia, es necesario analizar su espacio. Los 76 fragmentos donde cuerpo, cámara y tijeras interactúan, presentan la siguiente naturaleza: 27 primeros planos, 34 planos medios, 10 planos generales y 5 planos detalle. No obstante, es obligatorio advertir que estos números poseen un componente arbitrario, no tanto por el límite geométrico donde se establece el final y el comienzo de un primer plano o de un plano medio, como por la variabilidad óptica del encuadre. Cuando ha surgido este conflicto, he dado prioridad subjetiva (sin medición) de acuerdo al elemento que consideré dominante. La distribución general, en cambio, resulta categórica en un sentido: aquel plano general dentro del cual bailaba Astaire y peleaba Lee, ha visto peligrar su condición primigenia de plano máster.

La estructura de la secuencia está soportada por un 45 % de planos medios y por un 35 % de primeros planos. El campo de visión queda limitado durante un 80 % de los planos, que no del tiempo. Sin embargo, en ese 20 % restante caben sorpresas como la utilización del plano detalle. Tras ciento veinte años de invento, el plano detalle continuaba ligado, diría que de manera entrañable –como una tarjeta de visita en un serial de Feuillade, como un camafeo en un melodrama de Griffith– a los objetos. El cronómetro, el vaso, la botella y el sacacorchos. Gota de sangre que remolonea sobre la punta del tirabuzón, gravedad suspendida, reciclaje y polisemia del crimen donde, en digna remembranza socrática, condena y mata el hombre, nunca la ley y menos la tecnología.

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¿Y el plano general?, repreguntó el hijo. Mira, respondió el padre, antes todo esto era plano general. La imagen-descampado devino chalet adosado. El plano general era página en prosa, la imagen declamada por un equipo. Ahora se conforma con ser signo de puntuación. No lo tomes, hijo, como una degradación estética, como decadencia del audiovisual y signo de los tiempos. Considéralo una adaptación al medio. El cine no es un deporte y te confieso que, en ocasiones, prefiero la estridencia coreica a la cursilería de un manierismo que intenta reinterpretar el viejo estilo. Además, en el colegio ya te han enseñado una lección importante: serías incapaz de comprender un enunciado sin la correcta distribución de los signos de puntuación. Observa la supervivencia del resto de sus funciones. Preservar el contexto, ubicar la lectura, regular la entonación.

Que los planos cortos dominen la secuencia, aporta otra enseñanza: la khoreia de los cuerpos y de la cámara tienden a ejercer un protagonismo menor que la del montaje. Los movimientos de cámara son escasos o quedan reducidos a su mínima expresión por la inminencia del corte. La khoreia de la cámara no está hipertrofiada, aunque incorpora marcas que enfatizan la dicción. Me refiero al repetido enfoque desde zona baja y a los contrapicados. Conviene no confundirlos, la cámara puede situarse lejos de los ojos, digamos a la altura de la cadera, y mantener centrada la burbuja del nivel. Por su parte, los contrapicados van repuntando con el avance de la escena hasta superar el 33 % del conjunto. La vieja fórmula de los techos aplomados sobre las cabezas resulta todavía más llamativa por el artesonado y, sobre todo, por la lucerna vidriada. Los cuerpos, aun afectados por el plano y por el corte, conservan la exuberancia lógica de una lucha donde el montaje es el verdadero ecualizador. La herramienta que sube, baja y compensa graves y agudos. Llegados a este punto, el lector podría buscar la voz inglesa equalizer en un diccionario. Entre sus acepciones encontrará una vieja amiga: aquello que iguala.

IMAGEN GIF

Quien se iguala con el superhéroe es Denzel Washington, el sesentón con barriga que hace presencia en el 93 % de los planos, bien como sujeto principal, bien como estribo para el encuadre del oponente. Dentro de la enésima transmodernidad, perdura la necesidad de conocer y de aplicar criterios narratológicos. En este caso, la ortodoxia del punto de vista. El ojo a través del cual nos introdujimos al comienzo de la secuencia, sigue ejerciendo su potestad. El ojo que planeó y ejecutó, liga otro cabo suelto. A saber, que la manera de articular la triple khoreia no fue competencia exclusiva del montaje. Bien al contrario, que el montaje pudo ser el chico de los cafés, el asistente de dirección, el asesino a sueldo y el diseño antepuesto: el storyboard.

Concluyo sin contestar a la mayoría de las preguntas, con los cadáveres aun calientes y la sangre sin limpiar. Es decir, sin establecer este análisis como modelo de nada, sin elevar las conclusiones provisionales de una secuencia de apenas un minuto a todo el cine contemporáneo y, sobre todo, con la tranquilidad de no haber mencionado a Tarantino y a las Wachowski en toda la escritura.

NOTA

Estimo un margen de error del 6 % en los cálculos realizados. Esto no quiere decir que todos los números deban ser reevaluados aplicando este porcentaje. Es un valor ordinario que, aun así, considero asumible. La existencia de este margen contempla las posibles deficiencias (pérdida de fotogramas, alteración de la velocidad, etc.) en la codificación del vídeo. También asume el abundante redondeo decimal y las limitaciones técnicas del software empleado en la medición.

 

  1. AMABA, Roberto, Kino Delirio. En presencia de una imagen, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2018, pp. 178-182
  2. AMABA, Roberto, “Michael Bay: el tiempo y el plano” en De rerum natura, 19 de diciembre de 2017. https://www.dererumnatura.es/2017/12/michael-bay-el-tiempo-y-el-plano.html
  3. STETSON, Chess; FIESTA, Matthew P., EAGLEMAN, David M., “Does Time Really Slow Down during a Frightening Event?” en PLoS ONE 2(12): e1295, 2007. https://doi.org/10.1371/journal.pone.0001295
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