The Guest
El aplauso ciego Por Manu Argüelles
Hay cosas que nunca cambian en Sitges. Y deberían. Pero llevo tantos años viniendo al Festival que me resulta pura ciencia ficción que se modifiquen. No falla, el sobredimensionamiento del evento a partir de la frágil estructura organizativa siempre acaba reventando los días de mayor afluencia de público, los del fin de semana. Si el público de Sitges es el mejor del mundo, un slogan que he escuchado muchas veces, ¿no debería cuidarse un poco más y evitar someterle a retrasos quilométricos por un cronograma y unos horarios de proyección que no se cumplen? Y mientras que se le falta el respeto, en contrapartida se programa una película como The Guest que tiene todos y cada uno de los ingredientes para que el público del festival salga pletórico y satisfecho. Y entonces es cuando me surge un interrogante personal cuando no puedo compartir ese jolgorio que ha facilitado la película. ¿Será síntoma de mi alejamiento del festival? Reflexiones que aplazaremos a la finalización de la jornada porque antes es prioritario ocuparse de las películas que vamos viendo.
Me fascina el fenómeno de los aplausos mientras se proyecta la película, algo muy característico en Sitges. Las películas se celebran en tiempo real y sobre la marcha, como si fuese un concierto. Con The Guest se aplaudía con el mismo entusiasmo tanto las secuencias de acción en las que el psicópata protagonista fulminaba a sus propias víctimas como en aquellas en las que él recibía su merecido. Y seguramente la misma persona lo haría en ambas secuencias, sin distinguir que son dos cosas muy distintas. Porque lo que aquí se expresa es el pure goce de género, aquel que no tiene en consideración el contenido ideológico o la carga moral de lo narrativo en ese momento, sino que simplemente se aprueba el virtuosismo fílmico, la ejecución de la secuencia de acción. Y da igual que en un caso sea una explosión de sadismo o que ésta incorpore una función catárquica en cuanto el bien vence al mal. Si ha conseguido asombrarme, si he disfrutado con lo que he visto, si me he olvidado de dónde está lo correcto y lo incorrecto, lo gratifico. Cuando hablamos de cine de evasión, no hay mejor prueba fehaciente que lo comentado.
Por eso me gusta llamarle a este tipo de palmas como el aplauso ciego y The Guest es una película idónea para ello.
Adam Wingard, que es muy listo, sigue la línea socarrona de la resurrección del actioner de los años ochenta, iniciada a partir de la trilogía de Los Mercernarios y que ha tenido continuidad con esta ofensiva de las viejas glorias del cine de acción por recuperar sus antiguos tronos, cuando estos triunfaban en Hollywood con el reaganismo como marco político en el que se legitimaba tanta explosión de testosterona masculina bajo una coartada reaccionaria. Lo masculino quizás mostraba más que nunca su neurosis y necesitaba de estos ejercicios de glorificación y reafirmación del macho, con aquel fetichismo patológico por la musculatura y el cultivo exacerbado del cuerpo, que tan bien ironizó Michael Bay en Dolor y dinero (Pain & Gain, 2013). En una edición en la que se proyectan dos documentales sobre la Cannon, el foco de Wingard no se centra en las películas de Stallone y compañía de los años ochenta sino en todas aquellas que provocaban multitud, que engrosaban la producción del cine de acción cuando vivía una de sus épocas de mayor apogeo. Al amparo de las grandes flotas de Hollywood surgían desde el mercado del videoclub películas de serie B, mucho más directas, ramplonas y sin grandes ambages. Iban al grano y daban justo lo que prometían, sin disimulo alguno. De ahí fructificaron las carreras de un rudimentario Chuck Norris y un estilizado Van Damme (el músculo combinado con lo ágil), referente masculino que está muy presente en el protagonista de The Guest. La estrategia de Adam Wingard es muy similar a la que ya efectuó con el slasher de los años ochenta con el home invasion Tú eres el siguiente (You’re the guest, 2011), por lo que no se le puede negar coherencia. The Guest es una variante de la home invasion, en este caso silenciosa, la del extraño que entra en la familia como benefactor pero donde camufla las mismas intenciones destructivas. Sí, podemos pensar en Teorema (1968, Pier Paolo Pasolini) pero desde una perspectiva gamberra y despojada de intelectualidad. Wingard, en consecuencia, mimetiza los códigos y las fórmulas de aqueños años, le aplica un distanciamiento irónico en cuanto lo revisa desde el presente y acaba seduciendo al espectador por la vía de la nostalgia. De esta manera, le recupera el aroma de su infancia/adolescencia. Es decir le toca la fibra sensible en cuanto le activa la melancolía por los viejos tiempos, un mecanismo totalmente escapista con una única finalidad: encontrar el placer. Eso sí, la escritura cinematográfica no se disfraza bajo la radicalidad de, por ejemplo, The Disco Exorcist (Richard Griffin, 2011), que en su ejercicio de simulación llega hasta tal extremo que podría pasar desapercibida como una película grindhouse de los años setenta. Wingard no parcela tanto su propuesta. Se mantiene en la factura de la contemporaneidad y delata su intenciones especialmente en el apartado sonoro donde alterna música electrónica con reminiscencias del dubstep junto con una musicalidad que recuerda a las bandas sonoras de las películas de los años ochenta de John Carpenter. Su conclusión, ambientada en un colegio decorado con motivos de Halloween, no deja lugar a dudas: lo suyo es puro cartón piedra, un artificio revisionista y sarcástico que bebe de las energías de otro cine ya periclitado para establecer un ejercicio puramente lúdico donde incluso se mofa de la gravedad de dramas como Los visitantes (The Visitors, Elia Kazan, 1972), parábola sobre el trauma post-conflicto de Vietnam, desde el que toma similar premisa pero banaliza sus consideraciones políticas en cuanto todo pasa por el filtro de la serie B.
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