The Last of Us: T1E03

Altares sacrificiales Por Ignacio Pablo Rico

Cuando TriStar estrenó la oscarizada Philadelphia (Jonathan Demme, 1993), primer gran éxito comercial en hablar sobre el impacto sanitario y cultural del sida entre hombres homosexuales, ya habían discurrido sobre la cuestión cineastas como Arthur J. Bressan Jr. —Buddies (1985)—, Marlon Riggs —Lenguas desatadas (Tongues Untied, 1989)—, Derek Jarman —El jardín (The Garden, 1990)—, Todd Haynes —Veneno (Poison, 1991)—, o Amos Guttman —Amazing Grace (Hessed Mufla, 1992)—. En ese mismo 1993, además, el propio Jarman nos regalaba Azul (Derek Jarman’s Blue), a la que volveremos posteriormente. Aproximaciones diversas en sus ambiciones, intenciones y estilos, todas ellas alejadas del afán liberador, complaciente, que presidía la ficción de Demme: un drama judicial en el que el macho se hace consciente de que hay hombres que se aman, sufriendo, en consecuencia, tanto los rigores de una enfermedad mortal como el desprecio de la sociedad. Philadelphia, como Dallas Buyers Club (Jean-Marc Vallée, 2013) o Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018), forma parte de una operación típica de Hollywood: el ejercicio de limpieza de conciencia, que pasa por sacrificar a la minoría de turno en el altar de su propia vergüenza. La misma purga (retórica) de pecados que observamos, en los últimos años, con los afroamericanos.

Habiendo terminado, afortunadamente, los tiempos más duros para el VIH —al menos, en Estados Unidos y Europa—, la ficción se reinventa para seguir haciendo del gay el cordero del altar sacrificial. El tercer capítulo de la primera temporada de The Last of Us, titulado «Mucho mucho tiempo», es una historia de amor entre dos hombres maduros, Bill y Frank, en medio del escenario postapocalíptico que plantea la serie. No se encuentra entre las pretensiones de este modesto texto urdir una genealogía del romance trágico, pero dado el carácter del episodio que nos ocupa, conviene recordar que el literario amor truncado entre dos hombres vino precedido por el amor truncado entre hombre y mujer. Las pasiones que terminan tristemente —y que tristemente terminan— nos retrotraen, en Occidente, a la mitológica Medea o, más bien, a la lectura que sobre ella arrojaron Eurípides y Séneca antes y después de Cristo, respectivamente: «No hay mayor dolor que el amor», escribía el cordobés. Atravesando la Edad Media, y con ella a nuestros Abelardo y Eloísa, Calixto y Melibea, o a Macías el Enamorado, las literaturas desembocan, ya en el siglo XVI, en William Shakespeare y su Romeo y Julieta. Este pilar de inspiración medieval fija el carácter de todas las tragedias románticas de las sucesivas corrientes creativas: una historia afectiva en pugna no solo con las turbulencias cegadoras de la pasión sino, y sobre todo, con una comunidad incapaz de aceptar los términos del romance.

Brokeback Mountain

Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005)

Dicha tradición trágica se encuentra, en el siglo XX, con la voluntad de expresar los múltiples problemas con los que deben lidiar los homosexuales, forzados a mantener a menudo su sexualidad en secreto. Para explicar el fracaso de lo que pretende formular The Last of Us con «Mucho mucho tiempo», sugiero comparar, brevemente, sus resultados con los de tres obras literarias de perfil semejante: La habitación de Giovanni (1953), de James Baldwin; Un hombre soltero (1964), de Christopher Isherwood; y Brokeback Mountain (1997), de Annie Proulx. Acaso el lector tenga más presente esta última, gracias a la adaptación cinematográfica de Ang Lee estrenada en 2005. En aquella, y con el paisaje como abrumador testigo, asistimos al fracaso amoroso de dos vaqueros, Ennis y Jack. Proulx —y, posteriormente, Lee— enraízan la tragedia en la tradición del western, sugiriendo que entendamos a Ennis como alguien que no se atreve a vivir el resto de su vida a modo de outlaw, y a Jack, que morirá en off como el Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962), como un alma arrollada no por el futuro, sino por un presente enquistado, que se resiste a rodar y transformarse.

Por su parte, La habitación de Giovanni, que tampoco reserva un desenlace generoso para sus protagonistas, rememora el amor fugaz entre David, un joven estadounidense entregado a los deleites de la vida parisina, y Giovanni, un muchacho italiano cuyo cuarto permite que la pasión de ambos alcance el punto de ebullición. Confinados, como los Bill y Frank de «Mucho mucho tiempo», habrán de asumir la disolución de su pacto, quizás de un modo más abrupto, brutal, del que esperaban. No obstante, el golpe trágico sirve para alumbrar, como es habitual en Baldwin —pensemos en los desenlaces de Dime cuánto hace que el tren se fue (1968) o de Blues de la calle Beale (1974)—, tanto el fulgor efímero, aunque sublime, que el amor nos procura, como una meditación, en sus héroes y en el lector, acerca de los mecanismos sociales, culturales, políticos, que se hallan en guerra con la belleza y, por tanto, con la vida.

 

The Last of Us, «Mucho mucho tiempo» (Peter Hoar, 2023)

Se ha comentado, en abundantes ocasiones, la crueldad de las últimas páginas de Un hombre soltero. George Falconer, profesor universitario hundido por la muerte de quien fuera su pareja, halla al fin cierta paz interior gracias a la afinidad con un estudiante, Kenny. Es justo entonces cuando, de manera repentina, George muere. Este es el modo en que Isherwood se enfrenta a la tiranía sentimental de la catarsis, y así, a la posibilidad de que esta desmantele el ánimo perturbador y el espíritu inquieto de la obra. Sí, un infarto fulmina a George, pero lo cierto es que la muerte viene antecedida de una iluminación. Así pues, si en Brokeback Mountain la tragedia se articula como regreso, desde una sensibilidad contemporánea, a un modo de entender el ser americano, y en La habitación de Giovanni revela para el narrador lo hermoso y lo terrible del mundo, en Un hombre soltero brinda un sentido pleno al hecho de existir, pese al dolor insoportable que supone seguir adelante sin aquellos a quienes hemos amado.

En lo que respecta a The Last of Us, Frank y Bill, enfrentándose, conociéndose y reconociéndose bajo esa luz que evoca una vaga otoñalidad —«luminosidad Hallmark», la definía Raúl Álvarez—, son enterrados bajo una pila de clichés a propósito del consumo cultural y los hábitos ligados hoy a lo gay1. Resultan, a todas luces, menos arquetipos —como Jack y Ennis, David y Giovanni— que estereotipos, abordados con una calidez visual, paradójicamente distante en su exagerado pudor, que acaba derivando en cursilería. Hay lugar, por supuesto, para los azules, lo cual nos hace pensar que el director del episodio, Peter Hoar, y el equipo técnico, manejan una amplia variedad de referentes. Son los mismos azules que invocaba —de un modo, digámoslo, algo forzado— Christophe Honoré en Vivir deprisa, amar despacio (Plaire, aimer et courir vite, 20181), y que nos dejan a las puertas del Azul de Jarman. La diferencia es que este último entendía el color a partir de una profunda conceptualización, y de un modo similar al del artista francés Yves Klein: «El azul es lo invisible hecho visible […] El azul no tiene dimensiones, está más allá de las dimensiones […] Sugiere, a lo sumo, mar y cielo, y estos son, después de todo, lo más abstracto que hay en la naturaleza visible»2. De aquel azul que es menos medio de representación que tema, ligado a una tradición anclada en el Renacimiento que lo reservaba para los temas sagrados o relevantes, pasamos a los matices de «Mucho mucho tiempo», subyugados siempre a esa artificiosa melancolía cromática, sin otro fin que el de fomentar un clima, que envuelve a Frank y Bill.

Azul

Azul (Derek Jarman’s Blue, 1993)

En definitiva, «Mucho mucho tiempo» dista de ser un nuevo jalón en la historia narrativa de la tragedia amorosa. Lo cierto es que su planteamiento y ejecución la acercan antes a Philadelphia que a las obras de Baldwin, Isherwood o Proulx/Lee. Un parón en mitad de la travesía de Joel y Ellie que esconde una tosca alegoría sobre la posibilidad de remediar, amor mediante, la distancia entre las dos Américas. Con tal de terminar de explicar el carácter viejo, anticuado, de este romance puesto al servicio de la emoción —y de esa emoción al servicio, a su vez, de la catarsis— basta con evocar otra película: 120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute, Robin Campillo, 2017). Donde «Mucho mucho tiempo» opta por el update de las historias hollywoodenses de homosexualidad y enfermedad física, el largometraje de Campillo, protagonizado por jóvenes seropositivos militantes de ACT UP, decidía hablar de la muerte desligando la vivencia del gay de su victimización, que hubiese sido otro modo, por muchas buenas intenciones que se esgriman, de estigmatizarlo.

The Last of Us 2

The Last of Us, «Mucho mucho tiempo» (Peter Hoar, 2023)

  1. COX, William T.L.; DEVINE, Patricia, G.; BISCHMANN, Alyssa A.; y HYDE, Janet S. (2016): «Inferences About Sexual Orientation: The Role of Stereotypes, Faces, and The Gaydar Myth», J Sex Res. 2016;53(2):157-71. Visto en https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4731319/.
  2. WEITEMEIER, Hannah (2016): Yves Klein, Colonia: Taschen.
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