The Neon Demon
¿Dean, Jack, Hank o Sarno? Por Alejandro Sánchez
Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza.
(…)
Todo arte es, a la vez, superficie y símbolo.
The Neon Demon no es la historia de celos, envidias y rivalidades de una adolescente recién llegada a Los Ángeles con la aspiración de convertirse en supermodelo. Tampoco es, como muchas voces han proclamado con demasiada prontitud, la típica película de ascensión de una joven que se desplaza a la gran ciudad en busca del éxito en el mundo de la moda. No es, ni siquiera, una crítica a éste. Por eso, escribir sobre ella no debería limitarse a recurrir a los tan manidos comentarios sobre la condición «onírica» de sus imágenes y la «experiencia sensorial» que supone su visionado. No debería consistir en un intento de establecer nuevas comparaciones más o menos arbitrarias con los guiones de otras cintas ligeramente semejantes. No, ya que, realmente, escribir sobre The Neon Demon es escribir sobre la Belleza, verdadera sustancia del filme. Es, parafraseando al esteta Oscar Wilde, arriesgarse a rasgar la superficie para descifrar el símbolo. Cuando, como tantos censuradores han hecho, se niega el símbolo y se desprecia la superficie, se ultraja la Belleza. Y eso, creo, es una infamia que no puede permitirse.
Esa belleza es palpable, visual y musicalmente, en los títulos de crédito. La premiada banda sonora electrónica de Cliff Martínez resuena mientras los destellos de neón multicolor, en transición de rojo a azul y viceversa, se traslucen tras el vidrio semiopaco que nos separa de una falsa fiesta nocturna, de un exótico desfile o de la purpurina que decora la pueril cara de Jesse (Elle Fanning), la protagonista de la cinta. El plano que abruptamente se nos brinda tras el festival musical y cromático inicial es el del cadáver, atractivo, provocador, resplandeciente, frívolamente desangrado, de la mujer. El color de su vestido, azul eléctrico, contrasta, al igual que en los créditos, con el rojo de la sangre que brota de su cuello. Un primer plano incide en el rostro angelical de Jesse, con sus ojos, también azules, bien abiertos, con la mirada perdida. Frente a la centelleante luminosidad artificial del espacio, lleno de flashes relampagueantes, el contraplano nos descubre, en penumbra, a Dean (Karl Glusman), amigo y novio incipiente de Jesse, a la que, embelesado por la belleza virtual del encuadre, fotografía degollada. Y, sin embargo, todo es impostura. La sangre es ficticia. La muerte, tan fascinante, tan bella, es mera representación. La muchacha vive y posa. Su cuerpo está envuelto en una gruesa capa de cosméticos que esconden su naturaleza humana, lo único genuino en la escena. ¿Cómo es posible que una película apasionada por capturar «lo bello» posea una estética tan artificiosa, tan sintética? ¿No es una incongruencia? Al contrario, el ambiente alucinado instaurado por estas secuencias de apertura no es sólo un gusto estético del director; es, además de superficie, también símbolo, y apunta uno de los temas recurrentes de la cinta: la impostura de lo sintético y la supremacía de lo verdadero. A lo largo del filme, cuanto más simulado sea el entorno, más natural y pura resplandecerá la Belleza, Jesse.
En esta suerte de introducción está también presente uno de los símbolos primordiales de la obra: la sangre. Mientras Jesse intenta deshacerse de la que la cubre, en escena se halla Ruby (Jena Malone), maquilladora artística y, como se desvelará más adelante, de cadáveres. Sus actividades componen una impostura estética adicional: es la que crea la belleza ficticia en las modelos, pero también la que dibuja la vida en ausencia de ésta sobre los cuerpos inertes de los difuntos. En su primer encuentro con Jesse, Ruby, arrobada por la belleza natural de la muchacha, quebranta su labor habitual y, en lugar de imprimir su pintura sobre la joven, se ofrece a limpiarle la que aún recorre sus poros. Ruby, con su mirada intrínsecamente sibilina y lasciva, se ocupa de desembarazar el pecho de Jesse de la impostura cruenta que lo baña, de extraerle esa sangre fingida. La sangre real, roja como el rubí, como el cabello de Ruby, se erige como metáfora de la perfección natural de Jesse, es el jugo esencial que alberga la belleza pura de la venus. Por ello, Ruby, intrigada por la cándida belleza de Jesse, necesita quitarle ese innecesario líquido que la recubre y que la empaña, pues el verdadero, la sangre cierta, la que realmente riega el encanto, discurre por las venas de la adolescente.
Cuando Jesse y Ruby se conocen, lo hacen de espaldas, enfrentadas, sin mirarse directamente, pero se conectan entre sí viéndose únicamente en los espejos ante los que se sitúan. Es de esta forma, a través de transfiguraciones de la realidad, como entran en contacto los personajes de The Neon Demon: por medio de imágenes ficticias retornadas por lentes, cristales o suelos reflectantes. Los espejos emergen por doquier, en cada plano, en cualquier detalle; todo personaje tiene su contrapartida, su homólogo especular, pero el significado que se le atribuye a cada duplicado depende de quien lo observa. Así reflexionará Winding Refn acerca de la trascendencia de la mirada, la acción que examina y juzga la Belleza.
Ruby invita a Jesse a una fiesta. Allí, bajo el efecto distorsionador de los colores psicodélicos de unos tubos de neón, le presenta a las otras dos modelos que, junto con ella, constituirán la tríada maligna de The Neon Demon: Gigi (Bella Heathcote) y Sarah (Abbey Lee). En el servicio público la distribución de los personajes en el plano alude a la confrontación que se desarrollará entre las mujeres: Sarah, Gigi y Ruby, a la izquierda; la virginal Jesse, intimidada por las preguntas de índole sexual que le plantean, a la derecha. De manera innata, allá donde entra, Jesse aniquila al resto, deslumbra, devora la belleza sintética de todas, a las que impulsa un apetito insaciable y envidioso de belleza, una voluntad por deglutir la perfección estética de su verdugo. Jesse las engulle con su sola existencia y ellas, a su vez, para sobrevivir ansían engullirla. Pese a ello, Jesse parece reprimir con su dulzura ese influjo destructor que su mera presencia ocasiona. Es la consecuencia de la moralidad de una sociedad hipócrita: la arrogancia, aun cuando está fundamentada, debe suprimirse. Ruby arrastra a Jesse hacia la profunda negrura del primer espectáculo de la cinta. En la estancia, las féminas son iluminadas por ráfagas rojas, rojas como la sangre, como Ruby, como la impostura, como la amenaza de la Belleza. Sarah y Gigi escudriñan con recelo a Jesse, pero, al cabo, la fosforescencia escarlata desaparece. Jesse tan sólo ha disfrutado del espectáculo con una sonrisa.
La aspirante a modelo, empero, ya ha cruzado el umbral al que la precipitó Ruby. Ante Jesse se abren las puertas de la moda, que, inevitablemente, tenderá a transmutarla moralmente: tendrá que falsificar la firma de sus padres, tendrá que mentir sobre su edad. De este modo, la ética aflora desde la mirada: desde la secuencia de la fiesta comienzan las ojeadas de Jesse a su propio reflejo, síntomas de la naciente pérdida de la humildad y del surgimiento del narcisismo. «No tengo verdadero talento, pero soy bonita», le dirá a un Dean absorto mientras la contempla. El muchacho es el único personaje que ve más allá de la superficie, más allá de la carne. «Debes hacer lo que creas que es correcto», le contestará. Con sus palabras el joven fotógrafo se alza como la voz moralista de la película, como el emblema del cliché social que siempre emana de toda conversación sobre el aspecto de una persona: la belleza está en el interior.
Al igual que ocurre con Dean, cada personaje masculino de The Neon Demon se comporta como un arquetipo que el director emplea para personificar la forma en que los seres humanos –y, por extensión, los espectadores– se relacionan con la belleza. El siguiente varón en manifestarse es Hank (Keanu Reeves), dueño del motel en el que se hospeda Jesse. Rudo, brutal, insensible a la Belleza, ni siquiera es capaz de sentirse seducido por la exótica aparición de un puma en una de las habitaciones de su negocio. Si Dean podía vislumbrar la hermosura interna que trascendía lo físico, Hank no puede ni apreciar la delicadeza externa de la joven.
La tenebrosidad de las escenas de Hank contrasta con la impecabilidad del blanco estudio de Jack (Desmond Harrington). El hombre, fotógrafo como Dean, encarna al artista técnico de reconocido prestigio, al escultor que talla su bloque impoluto de mármol para arrancar de él la obra maestra que encierra. Para el amoral personaje, ese fragmento de excelsa piedra es Jesse, y así, solo con ella, él ante la Belleza, en la oscuridad conseguida tras apagar las luces, la impregna con un ungüento dorado que la dota de la majestuosidad que merece en sus fotografías.
También el blanco reluciente inunda la sala donde el diseñador de moda Robert Sarno (Alessandro Nivola) realiza el casting para escoger a las modelos de su próximo espectáculo. Sin embargo, en su concepción de la perfección, Sarno supera a Jack. A diferencia de éste, Sarno es un artista intelectual, no un artesano, y por la Belleza profesa absoluta devoción. Es el personaje diametralmente opuesto de Hank, pero también de Dean, en tanto que para Sarno sólo la belleza exterior existe: «La belleza verdadera es la más alta divisa que tenemos», sentencia. Y, en The Neon Demon, la Belleza es lo que insufla vida a Jesse. La Belleza es su sangre y es ella misma. Por ello, en una de las secuencias más emocionantes, cuando Jesse desfila ante él sencillamente, el hombre queda estupefacto por la visión definitiva de la Belleza congénita, la que no está adulterada. Cuando Jesse surge ante Sarno, todo es puro, todo es blanco, sin rojo, sin azul, sin negro, sin dorado. Mirar a Jesse es un acto místico. La cámara filma directamente, sin artificios, el gozo y la incredulidad de Sarno. En lugar de la casi omnipresente música extradiegética, podemos llegar a oír el sonido amplificado de su garganta al tragar por la conmoción. La hipnosis del modista es el resultado de la influencia de Jesse, de su poder ignoto que barre con violencia involuntaria las vulgares bellezas de sus competidoras, pero que embriaga a los hombres sensibles.
En una de las escenas finales del filme, la joven revelará la esencia de su carácter: «Soy peligrosa». En efecto, mas no porque sus intenciones sean viles, sino porque su belleza es exterminadora, porque consume toda pizca de la que reside en los cuerpos de las otras mujeres. La voluntad de belleza de éstas, el motor que las impele a querer ser más magníficas y preciosas, las obliga a querer usurpar a Jesse lo que por naturaleza le pertenece. De ahí que en Gigi y Sarah nazca la necesidad de sorber la sangre embellecedora de Jesse. El autor lo expone visual y narrativamente: tras el casting, de nuevo en un cuarto de baño femenino, Sarah lamenta haber sido destronada por la intrusa y, furiosa, destruye el sacro espejo que le devuelve su reflejo, su verdad estética, que le responde a la pregunta implícita de quién es la más hermosa del reino. Cuando Jesse se clava uno de los pedazos del cristal ultrajado y la sangre mana de su mano, Sarah declara públicamente su vampirismo al succionar el fluido.
Desafortunadamente, Jesse está ya condenada. Su perfección es inaceptable y, en sociedad, se vuelve inestable. Al pincharse con el «huso», al sufrir la libación de Sarah y el dolor del corte de su piel, Jesse ha caído envenenada. Como una bella durmiente, se desmaya sobre la moqueta de su dormitorio. Mientras sueña, varios planos de extraños triángulos se insertan como fugaces premoniciones. Sus presagios inconscientes conducen a la gran performance orquestada por Sarno, el diseñador de moda. Lejos de ser un simple delirio estético de tono experimental, la secuencia funciona como charnela que divide la cinta en dos secciones, en dos Jesses distintas. Inmersa en el más intenso negro y saliendo de la extraña pirámide azul, la modelo se dirige hacia los tres triángulos azules invertidos que imaginó. Frente a ellos, con su sorprendido y alterado rostro en primer plano, la joven advierte tres representaciones de ella misma reflejada en sendos prismas. Se mira, pero este triple desdoblamiento cobra entidad propia y, con suspicacia, las réplicas se besan sensualmente entre sí: la Jesse de la dimensión tridimensional está libre de humildades impostadas, se ama a sí misma. Y, esta vez sí, todo se vuelve rojo. Si hasta este instante la joven había ido mostrando indicios de una arrogancia refrenada, a partir de ahora ésta rezuma sin contención. En el primer espectáculo, al principio de la película, el rojo no logró imponerse; en el segundo, dirigido por Robert Sarno, el azul se torna rojo: Jesse entró siendo un ángel de neón y sale siendo un demonio.
Desde ese momento, la apariencia y la mirada de Jesse son completamente distintas. Ha adquirido el sublime narcisismo de quien se sabe superior a los demás. Cuando Dean percibe el cambio y declama que lo importante es el interior de las personas, la propia Jesse lo expulsa. Su moralidad lo hace indigno y, como anticipaba aquel contraplano inicial en el que retrataba a Jesse desde las sombras, es abandonado en las tinieblas. Nunca más volverá a aparecer en pantalla. Puede llevarse a cabo una interesante lectura metacinematográfica de este suceso: Nicolas Winding Refn parece hablar a su público: el espectador que no sea un esteta como su alter ego Sarno, el que piense como Dean y no coloque la belleza en el sagrado pedestal que le corresponde, no es bienvenido; que se vaya.
Esta Jesse renovada aún guarda reminiscencias de su existencia previa. La virginidad todavía la enlaza con esa niña tímida que mentía tensa sobre sus prácticas eróticas. El temor hacia Hank, efigie del terror sexual, la arroja a los dominios de Ruby, expuestos como una prolongación del bestial motel, en los que incluso tiene cabida la silueta de un felino disecado. Cuando la maquilladora intenta digerir la Belleza a través del sexo forzado, se manifiesta como el reverso femenino del bárbaro Hank. Jesse la rechaza, incrementando su egolatría, incrementando el deseo de las demás mujeres, pero una serie de planos en montaje paralelo se encarga de contradecir su negativa: Jesse posa tendida, mira al lado, a su público, a nosotros, abstraída, casi extática; Ruby mantiene relaciones sexuales con el cadáver de una modelo. No obstante, en la mente de la necrófila, vampira suprema, no se encuentra el cuerpo exangüe sobre el que yace. Mientras su rostro extasiado se exhibe en primer plano, se intercalan las reposadas poses de Jesse, plácida sobre el sofá, acariciándose, vinculando simbólicamente los dos escenarios. Ruby, en posición simétrica a la que presentaba cuando pretendió forzar a Jesse, espira agitada sobre la modelo muerta, pero sus jadeos alcanzan el plano de Jesse, que los recibe y acepta. El montaje une lo que la distancia espacial separa: Jesse y Ruby «copulan»; la virginal Jesse ya no es virgen. Al consentir ahora, Jesse ya no es más que un cadáver al que Ruby definitivamente ha apresado. Si el malparado Dean volviese, se habría transformado en Jack, aquel fotógrafo artesano; ya no podría captar más que el físico; ya sólo encontraría un bello objeto maquillado, indistinguible de la modelo embalsamada a la que Ruby viola.
A Jesse, habiendo asumido su hegemonía sobre las demás, no le queda más motivación que asomarse fantasmalmente al abismo de una piscina vacía: su voluntad de belleza es una voluntad de muerte, de borrar todo rastro de la impostura de aquella primera escena en la que simulaba su propia muerte. Por fin, como vaticinaban multitud de señales audiovisuales esparcidas por toda la cinta, Ruby, Gigi y Sarah pueden satisfacer su anhelo de belleza y asimilar la perfección de Jesse. Entonces, cuando comprobamos cómo unas mujeres son capaces de aprehender la Belleza y cómo otras no son capaces de soportar tanta Belleza, nos asaltan las dudas como espectadores: ¿Es ésta una película moralista? ¿Es una crítica a la belleza superficial? ¿Es una apología del «esteticismo vacuo»? Para dilucidar la respuesta a estas cuestiones cada individuo habrá de mirar su reflejo en un espejo y preguntarse a sí mismo: ¿soy Dean?, ¿soy Jack?, ¿soy Hank?, ¿soy Sarno?
La vida es una lucha constante, una cacería cruel en la que nos vamos devorando los unos a los otros.El árbol de la ciencia, Pío Baroja
Bastante acertada esta crítica. Sin duda, de las más sinceras. Sólamente discrepo con un asunto, y suscribo a otro: Al inicio se niega rotundamente que no es una película sensorial y también, que no es una crítica hacia la industria de la moda. Yo considero que sí lo es, aunque claro, suscribiendo al siguiente punto, el hecho de que es en realidad una historia acerca de la percepción de la belleza, cosa con la que concuerdo, sin embargo creo que esos otros temas son bastante claros en la trama, son subtemas, pues. Repito, suscribo 100% que es una historia acerca de la Belleza, sin embargo considero que no hay por qué dejar de lado los otros temas tocados por el director Winding Refn. En fin, un humilde comentario de un recién suscriptor del blog, nada más. Encantado de seguir leyéndolos.