The Old Man and the Gun
El sabor de las magdalenas Por Javier Acevedo Nieto
Las arrugas surcan el rostro de Forrest Tucker, parece que estén trazando un mapa de emociones que viajan entre la felicidad de quien acaba de dar un buen golpe y la tristeza de saber que quizá ese sea el último atraco. Robert Redford tiene más claro que ese mapa de emociones que siempre paran en el risco de su sonrisa tiene un destino final. The Old Mand and the Gun (David Lowery, 2018) parece ser ese final. Forrest Tucker ríe en el coche mientras manipula esa suerte de audífono que esconde una radio policial. La risa encapsulada en primeros planos y carreteras que degluten dudas no necesitan una pistola. El arma siempre yace en la guantera. Forrest Tucker y sus secuaces Teddy – Danny Glover – y Waller – Tom Waits – han repetido el mismo golpe una y otra vez. ¿Cuántas huidas? El Forrest de la vida real y el de la ficción escaparon 18 veces de prisión. ¿Cuántas películas? Robert Redford ha sonreído en unas 74. Unos ojos que han visto muchos bancos y muchas películas. La mano de Tucker/Redford apunta hacia la policía/audiencia: los atracos/filmes no son un modo de vida, son una forma de vivir.
Demasiadas mentiras escondidas bajo el bigote postizo. Forrest conoce a Jewel – Sissy Spacek – y quizá ese restaurante de carretera donde la gramola en la que The Kinks cantan por Lola sea la última parada del viejo atracador. Tres secuencias alrededor de dicho restaurante. En la primera la cámara titubea entre Forrest y Jewel, ella no sabe si tomarse a broma el comentario de Forrest sobre su vida delictiva. El tintineo de una campanilla sobre el mostrador del restaurante conduce a un primer plano de la sonrisa de Jewel. Un tenue leitmotiv musical que se repetirá. En la segunda secuencia Lowery construye intimidad mediante el clásico plano-contraplano entre dos cómplices, la cámara ya no necesita oscilar entre las dudas de uno y otro. ¿Cómo no robar la intimidad del plano? Dejando que una suave panorámica desfile de los rostros hacia el resto de mesas donde una camarera sirve café frío. La rutina prosigue, las voces de Forrest y Jewel continúan, y la cámara les concede ese espacio personal lejos de la mirada ajena.
La memoria cinéfila remite a otros ejemplos de cortes y movimientos de cámara que abandonan a los personajes y les conceden intimidad. Una huella del autor se suele decir, una muesca en la cámara de ciertos cineastas. Sam Peckinpah hacía lo propio en Pat Garrett y Billy el niño (Pat Garrett and Billy The Kid, 1973) con un final donde un corte tras la mirada opacada por el dolor de Katy Jurado reservaba a ella y su esposo el momento íntimo de la muerte de éste. The Old Man and The Gun está repleta de citas. Es cultura de la alusión a ese cine pasado. El cine de Lowery siempre sabe convivir con ese fantasma del legado fílmico contando historias donde el tema y la cita nunca fagocitan el relato. Su fantasma es uno acogedor, que atraviesa géneros – del western al thriller -, estilos – un formato 2:35 y 16 mm – y al contrario de lo que decía Noel Carroll a propósito de esta cultura de la alusión Lowery nunca permite que la referencia y el homenaje se apropien de la imagen.
Forrest solo es feliz atracando, y Jewel le compadece por ello. No hay armas, no hay violencia. El detective John Hunt – Casey Affleck – atraviesa la crisis de la mediana edad. Solo quiere ver a su hijo leer antes de dormir, abrir una cerveza y dormir. No hay gato ni ratón. Quizá porque John y Jewel saben que Forrest es ese ciego que no quiere ver. Ese cowboy que conduce su coche hacia el crepúsculo de la vida criminal – no hay retiro dorado -, ese actor que prepara su despedida mirando a Sundance Kid en Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969) y se permite una última galopada donde la elegía y el recuerdo llena el zurrón de las alforjas. Pese a ello, el espectador sentado detrás de Forrest y Jewel en el cine no necesita conocer las referencias. El crítico también debería ir más allá de ellas. Si Lowery constantemente se niega a apropiarse de Redford para hacer un panegírico, ¿quién puede?
Decía Pessoa que la saudade era como esas olas que chocaban contra los muros del puerto. El pasado nunca volverá, y quizá quepa una contemplación entrañable – pese a lo manido del calificativo – de la nostalgia. Lowery y Redford lo saben. Jewel y Forrest pasean por las tiendas cuando ella le obliga a devolver el obsequio robado entre risas. Suena de nuevo una campanilla pulsada esta vez por Jewel. Es en esas huellas de autor donde Lowery conecta el sustrato narrativo de una historia y el sustrato metacinematográfico de referencias que quizá conmuevan al espectador o no, pero no son necesarias ni centrando el discurso.
El ectoplasma del pasado fílmico impregna el grano de la imagen, pero la puesta en escena de Lowery no cae en el ejercicio de apropiación de estilos ajenos. Hay diversión e improvisación en secuencias elaboradas donde las transiciones oscilan entre ágiles wip pans – movimientos rápidos que emborronan la imagen y roban la elipsis -, o en desplazamientos leves que peinan el pelo del personaje para introducir flashbacks que caen del cielo en sutiles panorámicas que descienden y narran las huidas del prófugo Forrest. No hay una pistola humeante, no hay una prueba fehaciente que indique que el film sea algo más de lo que es. El arma de la nostalgia yace escondida en la guantera.
Ni siquiera a Jewel le afecta su descubrimiento, sobre todo cuando se deja embaucar y los dos parecen querer atracar el afecto del otro. Claro que hay citas cinematográficas, como cuando la mirada del Redford de La jauría humana (The Chase, Arthur Penn, 1966) guiña el ojo al espectador, para acto seguido romper la cuarta pared con un intertítulo. En esa habilidad para abrir la caja fuerte del cine y sacar solo lo justo se esconde un juego donde Lowery – al contrario que Steve McQueen en la reciente Viudas (Widows, 2018) – sabe perfectamente que los moldes del género no son tanto una imposición sino un recurso para perseguir una de las constantes de su filmografía: la sensación de intimidad.
Lowery y Redford escapan de la estética de la nostalgia. Prófugos del drama, huyendo de quienes se enjugan las lágrimas con el sudario con el que pretenden amortajar el cine.
Forrest sonríe. No es cuestión de dinero o fama. Solo sonríe en el coche. No soporta la gravedad de la vida. Solo aguanta el tic tac del reloj que le indica que un día más podrá zafarse de la rutina de casas de campo, de cuadros y cortinas de visillo. Y Jewell lo sabe. ¿A qué ladrón no le importa perder todo el dinero sustraído? El misterio de la sonrisa asomando en el gesto de Redford. La cámara flotando, captando siempre primeros planos, evocando otras épocas, otros cines, otras texturas, pero siempre remitiendo a esa sonrisa que esboza tanto Lowery como Redford como el propio espectador.
La historia de Forrest y el filme de Lowery no son menores por ser entrañables, son mayores por entrañables. Hay una puesta en escena que vivifica todo un panteón de referencias y estilos. Panorámicas que preservan la intimidad, leitmotivs musicales, transiciones de escenas – a través del movimiento de los personajes, a partir de elementos del plano o recursos como el ojo de pez -, el comentario que derriba la pared y en las citas metacinematográficas que emergen no para imponer una forma elegíaca de despedir a Forrest/Redford, sino para ser ese fantasma doméstico hecho con una simple sábana.
Y lo hizo. Forrest fue fiel a su modo de vida. Solo en el final, después de veinte minutos que han condensado 18 fugas de prisión y un homenaje al cine de evasión, una elipsis tras un corte seco conduce a una secuencia final donde desaparece la banda sonora que llevaba guiando a Forrest desde el principio. La trama romántica y la trama criminal quedan resueltas en un último punto de giro. El destello de una pantalla de cine proyecta una sonrisa en el rostro. A partir de entonces sonido ambiente. Es entonces cuando Forrest toma una decisión, esta vez sin bigote falso porque no necesita ser el espectro de Sundance Kid. Robert Redford frente al que pueda ser el último plano de 74 películas. Lowery pisa firme y deja una última huella de autor. ¿Cómo despedir a Redford? Con un travelling de aproximación, ecos de fondo y un hombre de espaldas caminando hacia cualquier destino. Simplemente reflejando la intimidad del personaje. Dejando que su destino solo le pertenezca a él.
¿Cómo entender The Old Man and the Gun? Basta imaginar a Forrest/Redford en ese restaurante. Apurando los últimos pedazos de la magdalena de Proust. Esa magdalena cuyo bocado despertaba en el escritor francés el sabor del pasado. Lowery indica a Forrest/Redford que muerda la magdalena, y en el paladar surge el recuerdo del pasado cinematográfico – donde cabe hasta Michael Mann -. Sin embargo, una vez acabada no miran con nostalgia las migas, siguen en el presente. La cámara parece mover la mirada de Forrest/Redford a través de esa panorámica hacia el resto del restaurante, sin mostrar las migas. Lowery es un narrador que preserva la intimidad. Forrest/Redford se niegan a empalagarse con la magdalena. Los tres cierran la puerta al crepúsculo, dejando pasar solo una pequeña parte de esa nostalgia.
Y al principio solamente existía la oscuridad, leía y leía fotogramas o Imágenes de Actualidad , devorando sus límites de papel pero fue cuando descubro Dirigido por… y después algunas publicaciones universitarias, y algunos autores como Vidal Estévez, profesor de guion en mi Diplomatura de Dirección Cinematográfica, cuando me dio cuenta de la «realidad». Bien, leyendo tu crítica-análisis, me he acordado de esos tiempos donde disfrutaba leyendo sobre y para cine. No nos engañemos, El sabor de las Magdalenas es un relato, uno que bucea en la intimidad, primero de su creador y después en la obra de Lowery, adentrándonos en las profundidades para descubrir nuevas Atlantidas narrativas. Otro ejemplo hermosísimo de servidumbre a la narración de un director y a la de un escritor como Javier. Como un servidor, tú también eres un escriba de las sombras. Detalles de primeros planos, descripciones de secuencias envueltas en un funambulismo narrativo que rememora el pasado con el presente, configurandolo en un magma literario lúdico. Y por lúdico, quiero decir, disfrute.