The Reagan Show
Fuera de campo (político) Por Aarón Rodríguez
En el fondo del espejo de la imagen histórica casi siempre anida una víctima. Las víctimas, ya se sabe, casi nunca están presentes en las imágenes oficiales, sino que quedan, huérfanas de mirada, en el envés anecdótico de cada catástrofe. A la contra, la imagen del vencedor siempre se declara prístina, fácilmente legible, unívoca, casi en el límite de la transparencia. De hecho, cuando muchas veces se habla de transparencia enunciativa se apunta, en efecto, a los discursos que se piensan libres de sospecha y que, por norma general, no dudan de sí mismos.
De ahí que The Reagan Show resulte interesante como una colección de imágenes expulsadas, imágenes que van configurando una especie de “fuera de campo” del poder político. Es un documental lo suficientemente educado como para no levantar suspicacias y lo suficientemente bien construido como para dejar constancia de sus intereses y sus carencias incluso al espectador más cándido. Como si se tratara de una colección de cromos desvaída por el tiempo, dejada caer descuidadamente bajo la lluvia misma de la Historia, los fragmentos de la administración Reagan son resucitados con una suerte de cándida incomodidad. No es difícil (re)conocerse en toda esa panoplia de desfiles, medias verdades, chistes de mal gusto y narraciones bélicas desvaídas que, en fin, son la versión en video de baja definición de nuestro mismo presente. Los ejes del tablero de ajedrez global al que nos asomamos (con un Trump y un Kim Jong-un que parecen dos versiones puestas de MDMA del Reagan y el Gorbachov de los tardochenta) no se han modificado ni un milímetro. Han cambiado, claro, las imágenes. Antes la emisión de una Serie B sobre la guerra nuclear generaba conversiones en masa, ataques de pánico y clones de Ned Flanders gimiendo en improvisadas liturgias de la América Profunda. Ahora, en fin, suficiente tenemos con ir borrando los videos de Estado Islámico que nos envían los colegas menos dotados a los grupos de Whatsapp para intentar gastarnos una broma de mal gusto. El cadáver de la Historia está haciéndose la permanente mientras Steve Wozniak se vende a Vodafone para convencernos de que ese futuro mejor, siempre soñado, está a las puertas.
En esta dirección el visionado de The Reagan Show se convierte en toda una celebración de la ingenuidad. Parte de una hipótesis sencilla y, por lo demás, impecable: la administración Reagan se nutrió de tres ejes directamente relacionados con la imagen: por un lado, un antiguo actor acostumbrado a garantizar el bien de la comunidad fue transplantado sin solución de continuidad a una macro-película delirante de ocho largos años que se emitió en las cadenas de televisión y que tenía, como telón de fondo, la implantación de un programa futurista de armamento espacial (bautizado, para más INRI, como Star Wars). Hubiera sido interesante que la película hubiera reflexionado también sobre las cloacas del neoliberalismo y sus inmisericordes jugadas al Monopoly de la destrucción del estado del bienestar. Se ofrece algún retazo de los chicos texanos de la patronal afilándose los dientes a costa de los recortes, pero es apenas un parpadeo. A Velez y a Pettengill les interesa, por el contrario, la gestión de la crisis nuclear con sus hiperbólicas parrafadas de amor patriótico y compromiso por la paz, la libertad y los niños blancos de ojos grandes.
En el plano visual es, curiosamente, donde uno puede darse cuenta de lo mal que ha envejecido la Historia. O, si lo prefieren, de lo absurdamente feas que eran las imágenes oficiales de los años ochenta, con esos colores chillones y esa señal de video que parece a punto de disparar la crominancia por encima de cualquier vectorscopio. Por mucho que Stranger Things (Matt Duffer, Ross Duffer, 2016 – ) y sucedáneos nos vendan la década como un hermosísismo filtro de Instagram, The Reagan Show nos pone delante con toda crudeza ese óleo chillón de nuestras infancias con sus jurásicas animaciones en 3D. La URSS a punto de desplomarse tiene un cielo azul como de fondo de pantalla y el sol que se derrama sobre la Casa Blanca es un chorro de naranja catódico que casi daña a los ojos. Y, sin embargo, de alguna manera difícil de definir, todo aquello tiene un sentido visual que tiene más que ver con nuestros recuerdos de lo que estamos dispuestos a confesar en este espacio.
La proyección es breve (poco más de una hora) pero está llena de ideas. Ideas que son siempre descartes, fragmentos, espacios vacíos en los que el Reagan actor (o el Reagan presidente, que es lo mismo) dice siempre una palabra inapropiada o imbécil, quizá pensando que la cámara no está rodando o quizá, a lo peor, indiferente a su presencia. Errores, lapsus, pura y simple estulticia que se proyecta sobre los helicópteros, las entrevistas, las cabeceras, el espectáculo televisivo. Termina la proyección y acaba dibujando un álbum de recuerdos global que, como todos los álbumes de recuerdos, tiene los márgenes bien afilados y dispuestos a cortarnos los dedos o los ojos, tanto da.