The Selfish Giant
Trespassers will be prosecuted Por Fernando Solla
“And when the children ran in that afternoon,
They found the Giant lying dead under the tree,
All covered with white blossoms.”
El Atlántida Film Fest se anticipa al posible estreno en salas comerciales de la última película de la preeminente realizadora británica Clio Barnard, que con The Selfish Giant se sitúa en una posición aventajada en el inventariado de realizadores noveles que, manteniendo su condición de promesa, cada vez están más cerca de consolidar su autoría y establecer su estilo propio, categórico y taxativo, dentro de la actualidad cinematográfica. Galardonada por la Asociación de Críticos de Londres y en el Ghent Film Festival como Mejor Película, Mejor Guión en Sevilla, Gran Premio Técnico en los British Independent Film Awards, Mejor Actor Revelación en el Festival de Londres (compartido para los dos jóvenes protagonistas Conner Chapman y Shaun Thomas), Europa Label Cinemas Award en la Quincena de Realizadores de Cannes y nominación al BAFTA a la Mejor Película del año 2013, sin duda lo que más llama la atención de este largometraje es su capacidad para entroncar estilística y conceptualmente con el anterior proyecto de Barnard, The Arbor (2010), incisivo y elaborado documental sobra la vida y legado de la extinta dramaturga Andrea Dunbar: tres obras de teatro y una hija que contaba con once años de edad en el momento de la muerte de su madre, a los veintinueve.
Ficción, documental, cine social, familia, literatura y geografía. No por diversos, conceptos menos delimitados, aunque constante y culminantemente embastados. Si The Arbor se ejecutaba a través de dos hilos narrativos diferenciados, evidenciados mediante diversas técnicas y concatenados para explicar la historia principal de un modo asombroso, The Selfish Giant seguirá una narración lineal donde todo quedará supeditado al punto de vista del joven protagonista de trece años, cuyo nombre, suspicazmente, será Arbor (Conner Chapman). Sin embargo, en ambos casos llama la atención la priorización de lo cinematográfico por encima de todo, incluso de lo real o social de los argumentos. Barnard demuestra ser plenamente consciente que por muy sobrecogedores que puedan ser (que lo son) los casos individuales convertidos en trama de sus largometrajes, por sí solos no ofrecen nada nuevo a los espectadores. De todo se ha dicho, aunque la realizadora y guionista revela que todavía no está todo dicho. Con The Arbor diluyó las fronteras narrativas del documental, reconstruyendo la historia de Dunbar y la traumática relación que mantuvo con su hija, mediante el uso de audioentrevistas, intérpretes, representaciones teatrales e imágenes del vecindario de la protagonista y desvelando cada turbio secreto del pasado familiar a través de la revelación de un nuevo elemento sintáctico. En cambio, con The Selfish Giant parece querer alejarse de cualquier tipo de realismo, frialdad o incluso crítica expresa, desmarcándose (en apariencia) de la frontal militancia socialista de Ken Loach o del manto de fealdad, tremendismo y denuncia con el que Mike Leigh tiñe sus historias, claro ejemplo Todo o nada (All or Nothing, 2002).
Hablábamos de literatura, familia y geografía, que en el caso que nos ocupa se mostrarán a partir del cuento homónimo que Oscar Wilde publicó en 1888, donde un malhumorado gigante que nunca está en casa dirigirá su furia hacia los niños que se cuelan en su jardín para jugar en tan bucólico paraje, donde, en consecuencia, los árboles dejarán de florecer y las flores de crecer, perpetuando un invierno imperecedero. Aquí los niños serán Arbor (Chapman) y Swifty (Shaun Thomas), ambos amigos, vecinos y compañeros de colegio. El primero combate el aturdimiento provocado por la medicación contra la hiperactividad que sufre con bebidas estimulantes. Vive con su madre (soltera o divorciada, quizá abandonada) y su hermano mayor, drogadicto y delincuente incipiente que robará los fármacos de su joven pariente, alterando aún más su patología. Swifty, en cambio, algo huidizo e introvertido, miembro de una familia numerosa y padres no demasiado bien avenidos, encontrará en Arbor un escape al aislamiento que le produce el temor de propagar el (ficticio) retardo mental que le imponen sus compañeros de colegio mediante contacto físico. El gigante será Kitten (Sean Gilder), chatarrero que usará su negocio para autofinanciar las carreras ilegales de caballos en las que apostará, arriesgando tanto la vida del animal como la de Swifty y los demás niños a los que obligará a montar. Finalmente, el jardín será la chatarrería, paraíso al principio donde los chicos recibirán su primer salario (por robar el cobre de los conductos eléctricos de las vías de tren y las torres de alta tensión) y espacio donde se circunscribirá su independencia, incluso libertad, al entrar en el mundo de los adultos, esclavos de una paga o remuneración, sometida a la torpe y abusiva adaptación del sistema de tasas, retenciones e impuestos que Kitten aplicará a las asignaciones en negro que reparte entre sus asalariados.
¿Dónde quedan las flores? Pues en este cuento sólo brotarán en el papel pintado de la diminuta habitación de Arbor. Otro aspecto muy destacable de The Selfish Giant es la habilidad de Barnard para mostrar el entorno donde se desarrolla la historia y cómo el paisaje influye en la configuración de la percepción de aquello que nos rodea. Propiciando el sonido ambiente y rehusando durante casi todo el largometraje de banda sonora, en esta ocasión, la guionista parece tomar prestados los exteriores de Everyday (Michael Winterbottom, 2012) y algunas de las premisas de la obra teatral Translations (Brian Friel, 1980). Adaptando lo propuesto por este último autor sobre las alteraciones en el lenguaje, la comunicación y el paisaje de la historia irlandesa, sometida al imperialismo cultural británico, Barnard, modifica las vistas de cualquiera de tantos pueblos grandes (o ciudades pequeñas) limítrofes a ninguna parte, cuya ruralidad queda subyugada por la industrialización. Winterbottom contrapuso la belleza de las localizaciones con la crudeza de la vida de sus habitantes y Barnard transforma progresivamente, secuencia a secuencia, el prado (jardín) inicial donde pastan los caballos bajo un manto de estrellas, en un recóndito espacio cada vez menos abierto cuyos árboles serán sustituidos por torres cilíndricas de cemento gris y fortificaciones eléctricas. Poco verán Arbor y Swifty esas estrellas, ocultas bajo el humo que desprende su nueva campiña.
Con la aparición del caballo que montará Swifty y que también servirá de apoyo a Arbor, la realizadora cambia las tornas del cuento hacia la fábula, que como todas tendrá su moraleja. En este caso, qué supone para un niño la entrada en el mundo adulto. Lo nuevo, lo no contado todavía, será que en esta ocasión no oiremos la voz de la realizadora a través de la boca de los protagonistas, sino que mediante la ficción que se está contando, mediante el acto cinematográfico, nos veremos sacudidos del mismo modo que Arbor. Él será nuestros ojos a lo largo de todo el largometraje. El entorno, las tragedias individuales o los personajes desgraciados tendrán la importancia que Arbor quiera, o sea capaz de interiorizar. De ahí el gran zarandeo, ya que cada espectador adulto, volverá a ser el niño que seguramente nunca fue para, en un momento determinado del largometraje, tener que matarlo o perecer en el intento, ya que lo que se nos ha contado despierta en nosotros esa incómoda sensación de sabernos culpables.
Terminamos con esa pequeña porción de culpa individual que todos nosotros tenemos. Después del visionado de The Selfish Giant e impregnados de la mirada limpia de Arbor, una vez más, somos testigos de determinados sucesos que nos emocionan en la ficción y que no dudamos en calificar de injusticias. ¿Qué pasa, pues, cuando abandonamos las salas de proyección y topamos frontalmente con esas mismas injusticias? ¿Qué nos hace girar la cabeza y mirar hacia otro lado? ¿De qué sirve todo este análisis que tanto nos ha distraído (quizá a alguno hasta complacido) al analizar este largometraje? Inconsciente o quizá plenamente consciente de ello, Clio Barnard, consigue que desde el Cine, séptimo arte, reflexionemos sobre la finalidad del mismo y su cabida en la sociedad actual. Sin afectación, pero con vehemencia y entusiasmo y, especialmente, tensando las riendas lo suficiente para dirigir nuestra mirada donde ella quiere, pero sin que nos sintamos forzados u obligados, apostando por la verosimilitud antes que por la verdad y proponiendo preguntas sin imponer sentencias lapidarias como respuestas.