The Student
Incomodar a medias Por Yago Paris
La defensa de personajes marginados es uno de los lugares comunes de un espectro de la cinematografía, esa que se interesa en señalar causas injustas y que aboga por una sociedad inclusiva. Sin embargo, este tipo de discursos suelen armarse alrededor de los más desfavorecidos, esos personajes con los que tan fácil es empatizar. Pobres, emigrantes, minorías étnicas, lo normal es entender por lo que están pasando y lo indignante que resulta saber que nada de eso va a cambiar. Cuando el cine apuesta por lo social, corre el grave riesgo de descarriarse, pues una causa reivindicable no convierte al producto audiovisual en bueno. Un claro ejemplo de este tipo de cine es Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016), la última cinta de Ken Loach, que diseccionaba los entresijos de una sociedad burocratizada hasta lo enfermizo para reivindicar que, ante todo, sus personajes son personas desfavorecidas a las que hay que ayudar. Tan justo es reconocer las nobles intenciones de Loach como necesario es señalar que su cine viene cortado por el trazo grueso, el maniqueísmo y la manipulación emocional, características que suelen condenar al ostracismo a toda película, excepto cuando se trata de aquel que se abandera en la lucha por los derechos sociales; en estos casos, el público y buena parte de la crítica especializada responde con vítores. Quizás sea el momento de plantear que lo más adecuado para la valoración cinematográfica, y especialmente para la comunidad crítica, es excluir la ideología política del análisis de una película.
La mayor virtud de The Student está en su capacidad para trascender este lugar común. La cinta rusa propone una controvertida defensa de un personaje antipático, de los que no pertenecen a lo socialmente aceptado. Se trata de un fundamentalista del catolicismo ortodoxo, que juzga todo lo que ve y se parapeta en innumerables citas bíblicas para exponer cada uno de sus razonamientos. Si actualmente lo religioso no está bien visto, mucho menos lo están semejantes extremos. Por lo tanto, este film es estimulante por su enfoque y por atreverse a construir el relato alrededor de un ser incómodo para el público. Una idea nada casual, a la que el director le saca buen provecho en la primera mitad de la cinta, no así en la segunda.
En la primera hora de metraje, Serebrennikov no se casa con nadie, ni con su propio personaje. Si bien construye la narración en formato de defensa de un marginado, tampoco es esta una película que encumbre a su protagonista. Con un humor sosegado, el realizador se muestra talentoso en el retrato de situaciones y capta la espontaneidad de sus actores, excelentes en esos largos planos –muchos de ellos, planos secuencia– que comandan la puesta en escena. Lo más valioso de esta propuesta es, por tanto, no sólo el enfoque relativamente positivo de un personaje molesto, sino que la defensa no sea a ultranza. De esta manera, lo que consigue el autor es ponerle las cosas difíciles a su público. Lo más habitual en el (mal) cine social es que la audiencia sepa en cada escena, casi en cada plano, qué es lo que debe pensar sobre lo que se le está narrando. El trazo grueso caracteriza a la mayoría de producciones de este estilo, por lo que la sutileza no es un bien abundante. En The Student, al contrario, no hay atajos, no hay líneas rectas entre el punto A y el B; todo es complejo y el director no subraya su opinión, que queda voluntariamente difuminada en un conjunto de ideas complejas que obligan a plantearse el significado de las imágenes a cada instante.
Pero esto sólo es así en la primera mitad. A medida que progresa la trama, esta se transforma en un ente cada vez más claro, más predecible, más convencional. Resulta imprescindible destacar que esta cinta jamás llega a los extremos de maniqueísmo presentes en la citada Yo, Daniel Blake, pero cada minuto que pasa va en su contra. Si bien la premisa destacaba por lo transgresora que resultaba, el desarrollo evoluciona hacia los parajes de lo socialmente aceptado. Es decir, la crítica a la religión, a los extremismos y a la manera en que estos tienen de pasar de lo teórico a lo práctico. A su vez, la comedia aumenta de nivel, decisión que va en paralelo a esta domesticación de la trama. Al estar la comedia cada vez más presente, lo propuesto es cada vez más simple. Por tanto, los iniciales planteamientos complejos se transforman en propuestas evidentes, y esto provoca que cada vez esté más claro lo que hay que entender acerca de las imágenes mostradas.
En el último tercio de la película, el protagonista se aproxima peligrosamente a la caricatura: su conducta, sus intentos de realizar actos divinos y su ego desbordado juegan en contra de una propuesta jugosa en matices. El director y guionista saca los pies del fango y se arrima al sol que más calienta, pues atacar a los extremismos religiosos está a la orden del día, especialmente desde el auge de grupos como el Estado Islámico. Tras una propuesta tan atractiva como la que se ha expuesto al principio de este texto, la cinta desemboca en un final que es reaccionario en comparación. Serebrennikov viste a la religión con sus galas más oscuras para hablar de los problemas asociados a ser indulgente con los extremismos. En última instancia, el autor se alinea con el orden establecido y convierte su narración en una lucha de opuestos entre fe y ciencia, que, si por algo destaca, es por evidente. ¿Es moralmente cuestionable esta visión? En absoluto, pero, de hecho, es un debate en el que este crítico no entrará. Como reivindicó varios párrafos antes, la moral y la ideología que se traen de casa deberían dejarse a la entrada de la sala de cine. Un servidor lo ha hecho, y, si no le ha convencido lo que ha visto en la pantalla no se debe precisamente a los valores morales de sus imágenes, sino a la gradual pobreza cinematográfica que invade al relato. Sin convertirse en intrascendente, The Student podría haber sido algo mucho más grande de lo que acaba siendo.