The Tribe y Chrieg
Adolescencia atribulada Por Manu Argüelles
The Tribe (Plemya). Director: Miroslav Slaboshpitsky. Ucrania, 2014. Perlas
En los pases que acudimos para prensa y acreditados puedes encontrarte con una explosión de júbilo. Te haces testigo de ese gesto heredado del teatro al finalizar la película: la platea se levanta de su asiento y aplaude con entusiasmo. Una liturgia que al no formar parte del ritual en la experiencia cinematográfica certifica que ese largometraje ha despertado algo. Hablamos entonces de un entusiasmo superlativo. Sucedió con The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) y con Gravity (Alfonso Cuarón, 2013). Tiempo después ambas películas demostraron ser todo un éxito. Aquí lo vi nacer.
También, con más frecuencia de la que debieras, te encuentras con la reacción opuesta, su némesis. El abandono de la sala antes de la finalización suele ser el gesto más extendido como repulsa. Los abucheos aquí en San Sebastián no son uso de moneda corriente. He visto no marcharse ni un alma de bodrios infumables. Cuando esto sucede es porque la película incomoda, resulta insoportable. Ha vuelto a suceder con The Tribe.
Rigurosa, contundente, directa y cruda: The Tribe es ejemplo claro de cine-impacto. Intuyo sus reacciones polarizadas. Y como ya hemos sido testigos con Mommy (Xavier Dolan, 2014), este es el cine que más nos dice del panorama, el cine que hay que atender y al que le damos prioridad, nos situemos en un bando o en otro. Películas como Boyhood (Richard Linklater, 2014) con amplio consenso sólo enuncian las tendencias mayoritarias de la crítica, la uniformización del pensamiento. The Tribe resulta mucho más estimulante en cuanto es zona de conflicto, captura las grietas y disensiones, pone sobre el tapete las fuerzas dinámicas que colisionan y el debate recupera su capacidad de estímulo. Necesitamos cine que nos haga reaccionar, que movilice, que genere estados de pasión. En tres días ya llevamos dos. No podemos quejarnos.
The Tribe
The Tribe es subversiva y exigente. Rabiosamente y felizmente, apostillo. Como cine de la diferencia acota su foco entomológico en una comunidad cerrada de adolescentes sordomudos. Una residencia estudiantil. De ese microcosmos situado en los márgenes cierra más el objetivo porque se centra en un grupúsculo con prácticas delictivas. El imperativo del film: no utilizar el lenguaje ni ningún soporte que le acompañe. El espectador debe entrar como si fuera uno de ellos. Una introducción con requisitos, algo inusual y a lo que no estamos acostumbrados. Eso genera un automático proceso de empatía con los personajes como el que busca la formación de los lazarillos, a los que se les incorporan prácticas en las que se carezca de la visión para que el futuro ayudante pueda comprender mejor a aquel invidente que tendrá que asistir. Eso, a priori, sitúa el film en el umbral de dramas sociales que buscan la concienciación, mediante la visibilización de grupos invisibles para el cine mayoritario. Pero, lo sabemos, este tipo de películas están muy viciadas. Desembocan en actitudes paternalistas y lo que es un acto de denuncia acaba resultando un ejercicio lastimero y deplorable de pornografía sentimental. The Tribe le da una patada en el culo a todas ellas, porque lo suyo no es un retrato complaciente o idealizado. Justamente su prisma revuelve lo políticamente correcto cuando detiene su mirada en protocriminales masculinos desalmados que extorsionan, roban y ejercen de proxenetas. Las protagonistas femeninas se prostituyen sin ningún conflicto moral. De hecho, el conflicto estalla cuando el protagonista trata de romper esa situación de explotación y se encuentra con el rechazo frontal tanto de los que abusan como de las abusadas. Para arreglar las cosas el protagonista no lo hace como un gesto de buena acción. Sencillamente, se ha enamorado compulsivamente de una de ellas. Y lo que le gobierna es un desmesurado y patológico sentimiento de posesión que tendrá consecuencias fatales.
The Tribe
Hablábamos de empatía y visibilidad. Pero eso también se escribe de forma muy maquiavélica y perversa por parte del enfoque austero y severo que adopta el director. Su rigor visual se articula a partir del sintagma del plano-secuencia y lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Transmite siempre la sensación de que se ha visualizado la acción completa, por lo que no se ha intervenido en la exposición y ésta adquiere un doble juego siniestro. Se trata ya de un lenguaje de disidencia frente a la tendencia generalizada de la fragmentación y la breve duración de los planos. The Tribe pone a prueba la capacidad de resistencia del espectador en momentos donde el nivel narrativo se encuentra en un grado cero, pero aún así se omite cualquier estrategia que permita aligerar su visionado. Tomemos como ejemplo el momento en el que las dos chicas realizan los trámites para obtener el pasaporte. Estructurada a partir de líneas cuadriculadas visibles en el espacio se enfatiza la distancia, dado que la arquitectura efectúa un elemento de distanciamiento poderoso. Un motivo destinado a la elipsis dentro del relato se mantiene en su total desarrollo, con una clara voluntad provocadora. Porque la empatía queda en entredicho cuando el sistema del fim se gestiona mediante planos generales, porque a lo que se le da importancia es al grupo y al movimiento de los cuerpos (frente a los rostros que subjetivizan y singularizan), dado que ante el no-lenguaje el gesto adquiere supremacía en el área física.
La casi ausencia de planos medios y cortos destinados habitualmente a registrar los cambios emocionales son prácticamente eludidos, salvo momentos muy puntuales en los que se utiliza para remarcar la violencia. Un clima negativo que plasmado con la locuacidad de los gestos hiperactivos de brazos y manos adquiere tintes excéntricos. Se gestiona en el interior de plano una energía rebosante que además queda reforzada cuando ésta se encuadra de forma tan notoria. Por lo que la inmersión buscada en el espectador es psicológica, dado que la puesta en escena es muy fría, en un campo de visión muy amplio que escruta las relaciones de poder entre los personajes y ellos siempre en relación al espacio que habitan. Con esta composición, el director nunca se hace cómplice de sus personajes. Porque lo que realmente se hace visible en The Tribe es la distancia apuntada en dos direcciones: la que mantenemos nosotros con las personas sordomudas y la que fija el director desde lo moral cuando nos adentra en un radio de acción criminal. No con una crisis de valores (ella implica una búsqueda de solución), sino con algo mucho más desestabilizador: la ausencia de ellos. Porque haciéndose partícipe de los usos cuestionables de lo híper-visible se aprovecha de ello para martillear constantemente mediante el shock, aunque respeta las zonas límites del tabú. Que la secuencia de sexo se mantenga íntegra y se exponga con transparencia no implica que no se respete la omisión del pene erecto, límite de lo erótico en la ficción. Esas mismas secuencias se completan con una prolongada y escalofriante secuencia de un aborto (la líbido y su consecuencia cuando ésta se distrofia; la mostración de la práctica de riesgo con visibilidad virulenta). De contenido fuerte de por sí, evita por ejemplo el efectismo fácil de una película como 4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile, Cristian Mungiu, 2007), donde Mungiu en la crónica de la intervención quirúrgica rudimentaria no se resistía a mostrarnos un detalle del feto extraído. Es decir, en su carácter agrio, en su capacidad revulsiva y en su búsqueda del desasosiego, The Tribe siempre mantiene fronteras que no se traspasan, tanto en lo violento como en lo erótico. De esta manera, trata de perservar la integridad de la alarma. Además, siempre nos mantiene en los confines de lo impenetrable porque la tribu con sus códigos y estrictas reglas se trata de un grupo hermético y borderline. No pensemos en el término médico, aunque la psicopatía siempre se canaliza como corriente subterránea en estos comportamientos de lo anómalo.
Ante todas estas variables el film ucraniano recuerda mucho a Harmony Lessons (Emir Baigazin, 2013), aunque The Tribe está mucho más ajustada, tanto en lo que se refiere a lo bello de lo estético para no comprometer el realismo, como en el tratamiento de lo sórdido, allí más explotado. Películas de dos países de la ex-Unión Soviética: Ucrania y Kazajstán que advierten sobre las patologías de la generación del porvenir, advirtiendo el peligroso rumbo que están tomando las nuevas sociedades, nacidas desde una reconstrucción política.
The Tribe
Chrieg. Director: Simon Jaquemet. Suiza, 2014. Nuevos directores
Si The Tribe pone a raya el sensacionalismo o, por lo menos, se sitúa en una zona limítrofe que le permite mantener el respeto por mucho que se disfrace de controvertida y polémica, la suiza Chrieg se pierde tratando siempre de avanzarse al espectador, de tomar rumbos inesperados y de romper las expectativas que éste se genere. Si no se hubiese obsesionado con ello quizás nos habríamos tomado en serio una propuesta bastante difícil de digerir (no por la dureza de sus contenidos) y que obliga al espectador a mantener un pacto con ella bastante desmesurado. También aquí hablamos de adolescentes conflictivos, que entran en contacto con lo criminal y que sufren un claro proceso de marginación. En The Tribe era una mini-sociedad paralela. Aquí es una inadaptación y también un deseo de vivir lejos de la sociedad. La fuerza que encuentran los sordomudos en el grupo de iguales también la encuentra nuestro protagonista cuando conoce a unos jóvenes adolescentes totalmente desorientados y erráticos, como la película misma. Se comportan como neonazis pero sin el soporte de la ideología. Nuestro atribulado adolescente, después de que sus padres lo dan como irrecuperable, lo destinan a un campamento con severa disciplina para que se enderece. La película busca la analogía con las ficciones bélicas ambientadas en una academia de instrucción militar, que cuestionan la rigidez disciplinaria como área formativa, la deshumanización del estamento militar, etc. Ya existe una película así, que se vio en Sitges el año pasado: Coldwater (Vincent Grashaw, 2013). Pero no, a Chrieg no le interesa esa exploración, aparte de recrearse en la vejación a la que someten al protagonista nada más llegar. Porque cuando llega a una remota cabaña en su lugar se encuentra a tres adolescentes y allí no hay instructores, sólo eso, jóvenes que quieren dejar fluir toda su rabia y negatividad frente a una sociedad de la que no se sienten partícipes. Y entonces la película busca encontrarse con el nihilismo de Dollhouse (Kirsten Sheridan, 2012), incluso calcan una secuencia en la que destruyen el interior de una mansión. Mientras que la irlandesa sí que era muy interesante en su retrato de una adolescencia extrema y a la deriva, la suiza de Nuevos Directores se carga de muchas alforjas para no ser mas que una caricaturesca El club de la lucha (Fight Club, 1999) mal digerida.