The Vast of Night

Crede ut intelligas Por Raúl Álvarez

En la que quizá sea la escena más sobresaliente del Indiana Jones y reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, Steven Spielberg, 2008), Indy llega hasta la que parece ser una pequeña localidad del medio oeste norteamericano, huyendo de sus perseguidores soviéticos. La inicial sensación de alivio es pronto sustituida por el estupor que le produce saber que, en realidad, se encuentra en un escenario instalado en un campo de pruebas nucleares. Las casas, los jardines y los habitantes –muñecos sonrientes de raza blanca– son elementos de un decorado que será destruido al cabo de pocos minutos, cuando una bomba atómica destruya todo lo que hay en ese lugar. Spielberg, que fue un niño en los cincuenta, se recrea de manera gozosa en la aniquilación del pueblo, mostrando la reducción a cenizas de algunos objetos típicos de la época; el filme está ambientado en 1957. Una televisión, una radio, un sofá, una barbacoa, una familia “perfecta” de cuatro miembros… Nada sobrevive al poder de la bomba, que, antes de la deflagración definitiva, decapa la superficie de dichos elementos, despojándolos de su apariencia incólume.

La misma intención desmitificadora se encuentra en el magnífico prólogo de The Vast of Night, ópera primea de Andrew Patterson para Amazon Studios. Con un suave movimiento, la cámara, a la altura de un niño –u otra presencia inquietante–, transita por el típico salón de un hogar norteamericano de clase media de los años cincuenta. El mobiliario es nuevo y reluciente, no hay el menor indicio de desorden y, tras los cristales, se intuye un día de dulce y eterno verano, como en los relatos de Bradbury. No hay nadie, ni falta que hace, en ese monumento muerto a la comodidad y la prosperidad que procura el capitalismo. Entonces, la cámara se dirige hacia un futurista aparato de televisión justo a tiempo para que el espectador vea el comienzo de un nuevo episodio de Paradox Theatre Hour, una versión ficticia de los clásicos programas de aventuras y ciencia ficción que se emitían en esos años. La cámara se introduce en el televisor y empieza, por segunda vez, la película. Esta vez, sí, con seres humanos moviéndose y hablando en escenarios de engañosa calidez. Si lo que sigue a continuación hubiera sido una mera suma de referencias a la ciencia ficción, literaria y televisiva, de la década de los cincuenta, The Vast of Night habría merecido igualmente la pena solo por ese minuto de envenenada malicia. En una sociedad simulada, de cartón piedra y gélida preciosidad formal, la ficción es el único terreno en el que cabe buscar una pizca de verdad. De esa savia se nutrían los relatos de Hugo Gernsback.

The Vast of Night

Por fortuna, la película de Patterson va a más, y, alrededor de esa metáfora, construye una obra en la que los platillos volantes y los hombrecillos verdes constituyen una presencia más seductora, por imprevista, que la de esa pareja de protagonistas anestesiados que deambulan por un pueblo de Nuevo México. En efecto, las vidas de Fay (Sierra McCormick) y Everett (Jake Horowitz) invocan el bostezo y la indiferencia hasta que una extraña transmisión de radio les coloca tras la pista de unos sucesos extraordinarios que llevan años produciéndose en la zona. Solo en ese momento empiezan a respirar, a sentir, a pensar; a ver el mundo como algo más que un producto colmado de otros productos: grandes coches, grandes casas, grandes refrescos, grandes pabellones deportivos, grandes lo que sea. Esa rara señal, los sonidos de la noche a los que se refiere el título de la película, es la nota discordante que desestabiliza el devenir cotidiano de una comunidad ensimismada en un orden precario, y que prefiere taparse los ojos con una venda a dejarse deslumbrar por la maravilla, aunque esta sea terrible. Si en Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the third kind, Steven Spielberg, 1978), la gran sombra que se proyecta sobre la película de Patterson, la llamada a la revolución individual se efectúa a través de luces que relampaguean en el cielo, aquí son sonidos –y, ojo, palabras cargadas de significado– los recursos que cumplen análoga función. Esa diferencia evita las odiosas comparaciones entre ambas películas, al menos, hasta el tercio final.

El pulso sostenido que escucha primero Fay, telefonista, y luego Everett, locutor de radio, se basta para conducir el misterio y sugerir el elemento extraterrestre. Falta la conmoción, una Torre del Diablo en la distancia, y esta llega en dos escenas que demuestran la pericia de Patterson como subversor de códigos. La llamada de Billy (Bruce Davis), un exmilitar negro que participó en operaciones secretas relacionadas con ovnis, y la conversación con la anciana señora Blanche (Gail Cronauer), cuyo hijo fue abducido años atrás, deslizan la película hacia senderos más propios del terror que de la ciencia ficción. Con la imagen, sí, porque son escenas que juegan muy bien con el claroscuro. Pero también, y de manera especial, con la palabra. “Porque soy negro”, dice Billy. “Desde que soy niña, les gusta este lugar”, dice la señora Blanche. Con solo dos frases, pronunciadas en el momento adecuado y con la entonación precisa, Patterson atemoriza al público al mismo tiempo que le enseña el reverso del sueño americano: una postal en la que no caben ni negros ni viejos, pero tampoco gordos (el amigo de Everett en la cancha de baloncesto) y feos (Fay y Everett se lamentan de su escaso éxito amoroso, que contrasta con su relativa popularidad).

No es extraño, por tanto, que los personajes que se sienten desplazados o fuera de lugar en ese pueblo diseñado con tiralíneas, a la manera de un microcosmos social, quieran huir corriendo al encuentro de los ovnis. Los demás evitan la revelación, temerosos de que esa excepcionalidad rompa sus reglas. Fay y Everett siguen el sonido de baldosas amarillas hasta sus últimas consecuencias, en un fantástico tramo final en el que Patterson, como el Spielberg de la Indiana Jones y reino de la calavera de cristal, despoja un mundo de su falso lustre mediante fuego y cenizas. A San Agustín se le atribuye la profesión de fe “Credo ut intelligas” (Creo para entender); es la opción de Fay y Everett. Sus vecinos prefieren el “Credo quia absurdum” (Creo porque es absurdo) de Tertuliano. Quemar o quemarse. Para eso sirve la buena ciencia ficción.

The Vast of Night
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