The We and the I
Welcome to the Bronx Por Fernando Solla
“¡Mediocres del mundo!, yo os absuelvo…”
Inauguramos la tercera edición del D’A (Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona), que también se pudo ver en la Sección Atlas del Atlántida Film Fest 2013, con el último experimento de Michel Gondry, largometraje que ya pasó por las secciones oficiales de la última edición del Festival de Cannes (Quincena de Realizadores) y Toronto. Y en esta ocasión parece que Gondry empieza a superar (por fin) la ausencia en sus largometrajes del excelente guionista Charlie Kaufman, cuya aportación al resultado final de Human Nature (2001) y, sobretodo, al de la mágica e inigualable ¡Olvídate de mí! (telúrica en exceso traducción de Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), resultó indispensable e indisociable para su éxito. De este modo, y a pesar de sus altibajos e irregularidades (marca de la casa), The We and the I consigue mantener nuestro interés tras la magnífica media hora inicial y, por momentos, emocionarnos ahondando en el tópico, despertando algunos estados de ánimo que creíamos dormidos y superados, incluso olvidados. Y todo esto sin bajarnos de un autobús (o casi).
No se me ocurre mejor manera para resumir la involución cinematográfica del realizador que nos ocupa que utilizando los títulos de sus películas, principalmente el de Rebobine, por favor (Be Kind Rewind, 2008). Ideas brillantes, adecuación y soluciones visuales deslumbrantes, secuencias iniciales prometedoras y generadoras de la máxima expectación por parte del espectador y, de repente, estancamiento, excesiva caricaturización y, sacrificio de un guión mínimamente cohesionado para, finalmente, perder el norte de la historia que se quiere explicar, consiguiendo que cuando nuestra curiosidad inicial debiera tornarse en empatía, el resultado final lo defina más bien la apatía. Y a pesar de todo, cada nuevo título del realizador consigue vencer nuestra acumulación de reticencias y que, amablemente, rebobinemos nuestra memoria cinematográfica hasta someternos voluntariamente al mismo experimento que los protagonistas de la celebrada ¡Olvídate de mí! y borrar de nuestra memoria (en este caso no a la persona) todas las situaciones (películas) posteriores a ese primer, único, definitivo, feliz e inolvidable segundo (el primero fue Human Nature) encuentro cinematográfico, ya que desde ese momento todo lo que vino después fue no malo, pero sí peor.
Con The We and the I parecemos encontrar un punto intermedio y consensuado. Sin conseguir una película redonda, Gondry parece contestar a nuestro reproche anterior para hacernos caer en la cuenta que en los tiempos que corren, el verbo rebobinar debería sustituirse por descargar, pausar, repetir, compartir o quizá, reenviar y que, quizá en lugar de intentar revivir un pasado que puede que fuera mejor (o puede que simplemente lo hayamos idealizado en nuestra imperfecta y fallida memoria por ser eso, pasado), miremos hacia el futuro. El nuestro (el We del título) y el del realizador (el I) y viceversa. El I como cada espectador individual que vive experiencias, sentimientos y sensaciones a través del cine y el We como ese grupo o tribu (entre los que se encuentra también el realizador) que se adscribe a un movimiento concreto o abstracto formado por todas y cada una de las películas que conforman una filmografía ideal y a esos títulos que por sí solos parecen definir una generación o época cinematográfica. Personas que creemos ver plasmada en la gran pantalla (mediante imágenes y palabras creadas y combinadas por otro) una idea o un sentimiento que hasta el momento creíamos intrínsecamente nuestro y, que en ese instante fugaz de conexión, supone la caricia más afectiva y efectiva. Y en eso Gondry es un maestro, en mostrar y reflejar su (y nuestro) amor por el cine.
Para la ocasión, el realizador ha conseguido (con la ayuda de Jeffrey Grimshaw y Paul Proch) un guión perfectamente adecuado a lo que quiere mostrar y trasmitir con esta historia que transcurre durante las pocas horas que enmarcan el sonido del timbre con el que termina la última clase del año final de instituto de un grupo de adolescentes y el trayecto de autobús que los llevará a sus casas, con sus consecuentes paradas, atascos de hora punta, etc. Con esta simple (y complicadísima de ejecutar) premisa, Gondry consigue un vívido retrato de un grupo en el que cabemos todos nosotros. Aquí la marginalidad no la aporta nuestro estatus social, si no la incapacidad que mostramos muchos de nosotros en momentos clave y definitorios de nuestra vida para diferenciarnos del grupo y actuar rigiéndonos por parámetros y directrices propias, según nuestras capacidades, aptitudes y, sobretodo, motivaciones (ignorando que carecemos de todas ellas). ¿Cuál será nuestra parada? Como muchos de los jóvenes de la película, ¿por qué y en qué momento decidimos bajarnos del autobús en paradas que no son la nuestra por acompañar a otro cuando lo que hacemos es no enfrentarnos a lo que nos espera? ¿Por qué damos vueltas alrededor, matando el tiempo que creemos compartir para no estar solos? ¿De qué nos sirve a muchos de nosotros destacar, ya sea por nuestros cada vez más relativos éxitos profesionales, por ocupar un lugar privilegiado dentro de nuestro círculo de amistades (del que muchos momentos nos creemos líderes de opinión) si cuando llegamos a casa lo único que nos espera es el golpe de puerta que prosigue a nuestra entrada en ella? ¿No es mucho mejor echar y correr y volver a subir a ese autobús sea como sea, como hace alguno de los personajes? ¿O es precisamente ése nuestro mayor fracaso?
The We and the I consigue su mayor logro, precisamente, en todo aquello que no muestra pero que evoca y sugiere. Lo más (lo único) importante es precisamente lo que no vemos, lo que pasará después (o lo que todos sabemos que no pasará) y el drama, magistralmente alegorizado a través de ese radiocasete con ruedas que abre la película y que es aplastado contra el asfalto justo después de los títulos de crédito iniciales, cuya música deja de sonar no tardará en apoderarse de nosotros. El vehículo pequeño no puede luchar contra el autobús escolar. La individualidad no puede contra el colectivo y acaba sucumbiendo ante el mismo. Del mismo modo, la comedia (espectacular media hora inicial) no puede contra el drama. Los pasajeros lo saben, por eso lo dan todo durante el trayecto, conscientes que una vez se bajen en su parada (o en cualquier otra) dejarán de existir para el resto, y si no somos percibidos por nadie y nos convertimos en seres invisibles, ¿qué somos? Un aviso: la segunda mitad de la película provoca rechazo y no por la falta de calidad, sino por el desasosiego que se apodera de nosotros.
Finalmente, recomendamos el visionado de la nueva película de Michael Gondry, a la vez que esperamos ansiosos el descubrimiento de la trayectoria que seguirá a partir de ahora su filmografía y, de paso, celebramos que a pesar del terreno irregular por el que transitaban últimamente sus películas, su parada cinematográfica todavía no haya llegado. A destacar, la elección de actores noveles y/o amateurs que se interpretan a sí mismos o, la ilusión de lo que creen ser o les gustaría no ser, ya que usan sus mismos nombres y esa excelente convergencia del lenguaje cinematográfico de Gondry (cercano al documental y al videoclip, terrenos ambos que domina a la perfección) y, esta vez sí, un guión que, a pesar de sus dificultades (la más grande la predisposición del espectador a luchar con el estado anímico que provoca) consigue mantener nuestro interés hasta el final.