The Young Pope

Maneras de estar (y no pertenecer) a este mundo Por Gonzalo GG

PREFACIO
del maestro Mimmo Repetto
(escrito al amanecer del día en que cumplió cien años)

No soporto nada ni a nadie.
Ni siquiera a mí mismo. Sobre todo a mí mismo.
Solo soporto una cosa.
El matiz.Todos tienen razón, Paolo Sorrentino

Han pasado ya bastantes años así que no es tan raro que de todo un curso de ya ni recuerdo qué asignatura de la Licenciatura de Imagen (Visual y Auditiva) –así nos las gastaban– solo me hayan quedado una frase, tres o cuatro nombres y el recuerdo de unas tarjetas amarillentas que guiaban el discurso de un profesor que ahora Internet me revela, tras cierto esfuerzo de cotilleo, como creador desatado de cánones, ácrata, director de cine con seudónimo y escultor tardío. Calma, que no me lanzo a esas borrosas ramas sino que ya vuelvo al concepto con el que pretendo justificar, no empezar el texto diciendo Jude Law, diciendo, sobre todo, Paolo Sorrentino: “La diferencia principal entre clasicismo y modernidad es que el clasicismo es la representación de una cosa bella, mientras que la modernidad quiere alcanzar la bella representación de una cosa” 1. Recordaba esta frase de aquél curso viendo The Young Pope e imaginaba a Sorrentino, tope napolitano, que me decía que él jamás elegiría entre tales cosas mientras pudiera –porque puede– tenerlo todo.

The Young Pope Lenny

Un papa americano

Lo divino y lo humano: ausencia y presencia.

Lenny Belardo (Jude Law) era un cardenal bello, discreto y norteamericano. Un pelele fotogénico al estilo del mundo diseñado para conciliar contrarios. Optar por Lenny era hacerlo por la permanencia: una visión papal con la que la Iglesia vive y sobrevive en el mundo. O eso parecía porque ya sea el errado dedo del purpurado jefe en intrigas Voiello (Silvio Orlando), o una paloma aterrizando –a la que supondremos acierto– quien señala a Lenny y ve surgir en Pío XIII a un tipo irritable y propenso al cansancio, un intolerante convencido del poder del miedo para concitar los viejos esplendores eclesiales. Jude Law, ese Papa guapo que resopla y fuma.

En Lenny nace Pío XIII, un papa a contraluz. Un sumo pontífice que quiere serlo como los de antes: omnipotente, apabullante, de espaldas al mundo. “¿Qué hemos hecho mal?”, preguntará luego Pío, porque si a los proyectos de Dios, a la Iglesia y al propio mundo les sigue el fracaso, por supuesto también al joven papa, cuya apuesta es pese a todo –y con paradoja– brillante: un papado oscuro, sin rostro, para donar al mundo el misterio; para salvar a la Iglesia de la ordinariez que resulta devenir por ejemplo en ONG. Dios se oculta y el silencio que deja tras de sí es aterrador. En consecuencia, cada uno es responsable de su búsqueda, sin refugios ni prójimos. Solo el sufrimiento nos llevará a un Dios encontradizo en la puesta de sol pero lejano en el frío. Tal es la apuesta de Lenny, un papa colérico que ansía la trascendencia y odia a los turistas, siempre de paso. La “ausencia es presencia”: el desesperado intento de un papa enrabietado con la modernidad, sí, con el progresismo y la vacuidad, también, pero quizá más, o especialmente, con la agonía de asumirse representación de un Dios en el que (ya) no consigue creer –acaso el papado de Lenny sea su oportunidad para no estar solo e inocular su culpa al mundo, ansioso de lo absoluto y decepcionante en la imagen y semejanza–. En definitiva, The Young Pope es la revolución de un papa ateo. Un papa que, sobre todo, y por encima de todas las demás cosas, tiene una madre que lo abandona.

The Young Pope - Lenny

Lenny Belardo (Jude Law), mira sus fantasmas hippies

Mirarse el ombligo

Hay una forma de estar en el mundo que a Lenny le fue arrebatada para siempre cuando sus padres hippies lo dejaron en un convento. “Las raíces son importantes”, decía la santa en La gran belleza (La grande bellezza, 2013). Esas raíces, ese apego seguro, ese elemento tierra desde el que proyectarse hacia el infinito, son la gran X del protagonista de Sorrentino, inclinado a concebir personajes con una tan problemática como fluida relación con su memoria. La ausencia de ese saber/poder estar en el mundo será, necesariamente, mucho más dolorosa para Lenny al alcanzar el papado. Si yo soy el pastor, ¿por qué ando perdido?

Pero no hace falta hacer un curso de psicoanálisis y cine para desentrañar lo que en The Young Pope se manifiesta de manera explícita. A lo largo de la serie, las referencias al extraño abandono de Lenny, sus sueños con sus padres o su relación con Sor Mary (Diane Keaton) como madre sustituta son recurrentes. Probablemente su vida sacerdotal no sea más que otra manera de buscar lo que no se encuentra allí ni en ningún otro lado. La herida de Lenny. Nuestro ombligo. “Al final solo queda la madre”, dice Pío XIII mientras contempla La Piedad de Miguel Ángel junto a Monseñor Gutiérrez (Javier Cámara).

The Young Pope Sister-Mary

Diane Keaton, marcando tendencias desde 1977

La gran belleza de la melancolía

Hay escritores para los que la trama es sobre todo una cuerda que sirve para colgar cosas. Sorrentino es uno de ellos. Visible en su cine, la subordinación del desarrollo de una trama a los temas, ideas e incluso las ocurrencias es más evidente en una narrativa de diez horas. Por supuesto, la serie cuenta con sus recursos, sorpresas y hasta con sus tímidos cliffhangers, pero no está en ellos su fortaleza. Establecido el marco, en The Young Pope podría Sorrentino, si le hubiera dado la gana y HBO se lo hubiera permitido, dedicar todos los episodios al desarrollo de escenas descriptivas y muchos no nos habríamos dado ni cuenta, como niños fascinados por las partes del relato más que por la unidad intencional en sí.

Alguien tenía talento, afirma Tony Pagoda de sí mismo en la primera línea de Todos tienen razón (Anagrama, Paolo Sorrentino). Me asombra en The Young Pope que cada plano, cada detalle, estén tan poblados de ideas. Flota en la serie, como en otras obras del napolitano, la sensación de que lo aprovecha todo, de que dedica tiempo a escribir, pero también a caminar y pensar por la localización en busca de significados, ironías, humor, distanciamientos: el matiz. Sorrentino busca y sabe provocar estados de ánimo que transitan entre el asombro por la belleza, la melancolía de haberse aproximado a ella y el extrañamiento de mirar las cosas adoptando un punto de vista, siempre intencionado. En The Young Pope conviven planos aberrantes con angulares forzados en busca de metros con cámaras al vuelo y música clásica. Sorrentino es pura enunciación y modernidad, como también jardines, pinturas, animales, o seres humanos bellos. Simetrías y puntos áureos: los cánones; lo que en The Young Pope o en La gran belleza se escribe en piedra al tomar como referentes las expresiones mismas de ese clasicismo. Su cine es emoción (belleza) y matiz (inteligencia), lo único soportable para Mimmo Repetto, también de su Todos tienen razón, que “nunca se durmió en los laureles de su extraordinaria belleza y desarrolló con plenitud encanto y seducción, ingeniosas máximas y fantásticas canciones”.

Mención que nos introduce en otra de las virtudes del universo Sorrentino: el uso de la palabra. No hace falta leer sus novelas para sospechar lo que es evidente en los diálogos de sus personajes: Sorrentino se maneja en la ironía, la exageración, y el humor faltón, pero nunca queda demasiado tiempo para disfrutar de uno de sus latigazos de poeta. Y junto a las palabras, las imágenes. Creo haber visto más de la mitad de la serie con una sonrisa boba ante tan divertidas sugerencias –el humor es sorpresa, ¿no?–, como la visión de un papa cambiando el pañal a un bebé (una magna caca), o la de un cardenal borracho teniendo que meterse en una piscina para recuperar su cruz pectoral en una fiesta de la alta sociedad romana.

The Young Pope Voiello

El Cardenal Voiello (Silvio Orlando), todavía ignora que el Pipita Higuaín se irá a la Juve.

Y al finalizar os quiero

Hay un Sorrentino mundano y otro que busca a Dios. El mundano es el Sorrentino Martini, que se gusta y que sabe que nos gusta. Un Sorrentino talentoso y demagógico al que se le va la mano con las representaciones oníricas, –también en La juventud, sobre todo en La juventud– cuando no las necesita en absoluto. Tira de estas cosas de cuando en cuando, quizá porque es más fácil y necesita tapar un hueco; seguramente porque sabe que nos las tragamos: al fin y al cabo, el paquete es bonito y estábamos deseando la golosina. Esa representación tan directa de los niveles inconscientes encuentran como tabla de salvación su excelso lirismo, pero es reiterativa y sobre todo queda muy por debajo de la capacidad evocadora de esos otros montajes inexplicables, epifanías que bombardean nuestra psique, o de la de sus personajes, tan expresivos incluso en sus ocultamientos… El mundano Sorrentino se manifiesta en detalles groseros en la trama –pocos– como el castigo al obispo pedófilo de tembloroso pulso en un golpe de efecto más televisivo y cuentista de lo que merecería. Son esos momentos en los que sentimos una enunciación tan nuestra que, gustándonos, nos da como vergüencita. Cosas así hay incluso en La gran belleza, pero hablemos de otro tema porque empiezo a sentirme mezquino si me dedico como un ninguno a criticar cosas de la gran obra fílmica de nuestros tiempos.

Hay un Sorrentino que busca la gran belleza. La busca y sabe que no puede encontrarla –porque si se pudiera probablemente no existiría–. Es Sorrentino uno de esos contados artistas a los que a un grandísimo talento se les unen las aspiraciones, porque lo que busca vuela mucho más allá de los éxitos, las alfombras rojas o las críticas cinematográficas. En Sorrentino, como en Tarkovski, como en Kurosawa, el arte es un camino espiritual, un anhelo de tocar lo que en esta vida pueda haber de Dios. La belleza, la grande, también en The Young Pope, es siempre el reflejo de un paraíso perdido, algo que pudo ser y no fue. Ya solo queda el reflejo –con el truco del arte, con el truco de la vida–. Porque la verdadera belleza, si existe, lo es fuera de la conciencia. ¿Para qué darse cuenta de la belleza si cuando sucede lo menos necesario es estar dándose cuenta? Cuando la nombras escapa; sin perseguirla no existe. Aproximarse a las únicas verdades de nuestras vidas –el recuerdo de un amor que se quita por primera vez la camisa de noche cerca de un faro marítimo; la imagen de una lenta y magnífica tarde en un río junto a los padres que ya faltan– es un camino a recorrer con todo el poder de nuestra melancolía. Es el corazón que ofrece Sorrentino. Y por eso lo amamos.

  1. La frase es una versión tergiversada de una cita de Kant aparentemente sacada de su Crítica del Juicio. Internet es un cabrón.
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