Thor: Love and Thunder

Terrenalizar la mitología, temer al amor Por Yago Paris

I. La destrucción del mito

Uno de los aspectos más cuestionables de las las ficciones cinematográficas de Marvel es su constante apuesta por un modelo superheroico que parece querer eliminar de manera concienzuda todo ápice de posibilidad sobrehumana. Si lo superheroico puede ser una plataforma ideal para trascender lo humano, desde luego esto no es lo que sucede en el Universo Cinematográfico de Marvel (UCM). Así, en las diferentes historias encontramos una terrenalización de los relatos, lo cual no tiene tanto que ver con acercar la visión de estos personajes con habilidades extraordinarias a lo cotidiano, o con hacerlos convivir con personas de a pie, sino con eliminar todo poso de grandeza. Los superhéroes de la Marvel fílmica no son, por tanto, otra cosa que las personas con los trabajos más cool del universo.1 Esta aproximación al relato, legítima pero que, tal y como se desarrolla en el citado estudio cinematográfico, conduce a una endeblez subtextual, adquiere cierto interés reflexivo en el caso de la saga Thor (2011-2022), pues, en última instancia, la eliminación del aura celestial del personaje y los relatos mitológicos asociados a este permiten una aproximación cuestionadora de la idea de la deidad todopoderosa y su virtud.

Si atendemos a la evolución del personaje interpretado por Chris Hemsworth a lo largo de las cuatro entregas que ha protagonizado hasta la fecha, se observa su imparable caída de los cielos, que en el caso de Thor (kenneth Branagh, 2011), la primera entrega, se produce de manera literal, cuando, desterrado por no ser digno de su posición de heredero del reino de Asgard, se ve forzado a experimentar una especie de travesía por el desierto en la Tierra. El Thor que comienza su relato en solitario es un personaje fanfarrón, seductor, bruto e ingenuo, con un ego colosal que lo hace pensar exclusivamente en su gloria, aunque sea a costa de la población que debe gobernar, y por tanto proteger. El príncipe heredero ansía ser rey, y lo hace por las promesas de esplendor que viven en su mente, alimentadas por los relatos míticos de su cultura, que celebran la guerra como un acto sublime. El golpe de realidad que le propina su padre, Odin (Anthony Hopkins), el rey de Asgard, tiene como objetivo que se produzca todo un arco de transformación, que se extiende a lo largo de las cuatro entregas. De esta manera, el héroe finaliza la primera narración cuestionando su adecuación al rol de rey, lo que, en realidad, es el primer paso hacia su preparación como monarca. Esta circunstancia se termina de formar a final de la segunda entrega, Thor: El mundo oscuro (Thor: The Dark World, Alan Taylor, 2013), cuando, tras todo un relato de cuestionamiento y desinterés, reforzado por las estratagemas y perversiones éticas de su hermano Loki (Tom Hiddleston), renuncia abiertamente al trono. Esto se acrecienta por el hecho de que llega a observar a su padre, figura de ética incuestionable hasta el momento, corrompido por el odio tras la muerte de su esposa, Frigga (Rene Russo), hasta el punto de tomar decisiones necias. Es decir, Thor ve su antiguo yo reflejado en la persona que hasta entonces había ejercido como su brújula moral. Su renuncia al trono es, por tanto, el resultado de su desilusión ante la realidad de lo que supone gobernar, lo que lo lleva a comenzar una búsqueda de un lugar en el mundo que sienta adecuado para él.

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Esta decisión cierra las dos primeras entregas, que funcionan como el primer bloque narrativo del personaje, como así sucede con la tercera y cuarta entregas, respectivamente Thor: Ragnarok (Taika Waititi, 2017) y Thor: Love and Thunder (Taika Waititi, 2022), que también funcionan como dupla que explora temas similares en tonalidades narrativas afines. El drama shakespeareano de las dos primeras da paso a la comedia de las dos segundas, y es aquí donde se produce la gran revolución del personaje, que, más allá de lo evidente —se convierte en un personaje enteramente cómico—, pierde toda aura celestial al protagonizar una parodia en Thor: Ragnarok, lo que permite que sufra todo tipo de fechorías y chapotee en toda clase de fangos. Este nivel de cuestionamiento del mito de Thor lleva asociado, curiosamente, su resugir como rey, a su pesar y por la urgente necesidad de la población a su cargo. Es el haberse desprendido, no ya de sus ansias de reinado, sino de su ego e incluso su dignidad —o, mejor dicho, haber pulido su dignidad al eliminarla de elementos accesorios, permitiendo que reluzca con especial fulgor—, lo que lo convierte en el mejor líder posible.

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Pero, ¿qué ocurre cuando el mal ha sido vencido? ¿En qué posición queda un personaje que ha descubierto que, antes que rey, busca ser héroe? Esta es la idea central de Thor: Love and Thunder, un relato sobre el vacío de un personaje que ha alcanzado la asunción de que ya no existe un lugar en el mundo para un ser celestial, al menos no en los términos en los que se ha criado, es decir, no en un escenario mitológico. Por si esto no fuera suficiente, la aparición de otro Thor, encarnado por Jane Foster (Natalie Portman), refuerza de manera paródica su desnortamiento y sensación de inadecuación para la realidad que le ha tocado vivir —este conflicto es de lo poco verdaderamente paródico que prevalece en la cuarta entrega de la saga—, hasta el punto de que el destino lo coloca en una situación en la que debe actuar como revulsivo para recuperar las esencias de la grandeza celestial, actualmente ausente en el universo. Esto se refleja en la secuencia de la visita a Ciudad Omnipotencia para advertir a los demás dioses de la existencia de Gorr, El Carnicero de Dioses (Christian Bale). El conflicto que experimenta con el propio Zeus (Russell Crowe) pone de manifiesto la necesidad de recuperar la virtud de los dioses, entregados a la vida dionisiaca y desaparecidos en su rol como regidores del orden de los mortales. Esta evolución culmina en su derrota frente a Gorr, que en realidad es una victoria moral. El amor vence a la supremacía, y se manifiesta como la virtud última de la deidad, que sus homólogos parecen haber perdido, o quizás nunca haber tenido. La evolución del personaje de Thor a lo largo de las cuatro películas abarca, por tanto, un estado inicial que se podría entender como plenamente integrado en las actitudes mostradas por otros dioses en Ciudad Omnipotencia —frivolidad, carencia de ética—, que da paso a un cuestionamiento de los supuestos deseos de un dios, en un proceso de búsqueda interior que tiene como consecuencia el desprendimiento de ideas y creencias falsas, hasta el punto de que, cuando menos útil se siente y cuando menos ambiciones propias de una deidad posee, es cuando es capaz de revolucionar la idea de la deidad superheroica.

Todo lo expresado hasta aquí se ha referido a la evolución del personaje de Thor. Sin embargo, esta construcción narrativa desmitificadora se expande a la hora de exponer la función del imaginario mitológico de la saga. Este elemento, tan presente a lo largo de las cuatro obras, da inicio a cada una de las partes, con sendos prólogos explicativos de historias del pasado como introducciones a lo que la película en cuestión va a narrar. Esto se observa de manera explícita en las dos primeras entregas, las cuales arrancan con prólogos que se trasladan a un pretérito tan antiguo que directamente ha alcanzado el estatus de mítico, y funcionan como secuencias temáticamente relacionadas con el resto del filme, pero narrativamente aisladas del resto, como apéndices necesarios para el desarrollo de la historia pero realmente pertenecientes a otros (posibles) relatos. En el caso de las películas tercera y cuarta, estos epílogos los protagoniza el propio Thor, por lo que ya no se remontan a un pasado antiguo, sino que se sitúan en el presente, pero todavía en la tercera existe una conexión directa con el mito, pues este presenta a Surtur, el responsable del evento que da títul al filme, y que consiste en la inevitable (por su carácter mítico) destrucción de Asgard. Por su parte, Thor: Love and Thunder culmina el ejercicio cuestionador de los mitos y las deidades con un prólogo donde nace el villano conocido como el Asesino de Dioses, que viene a rendir cuentas y adquiere un cariz ético similar al de Thanos: tiene razón, pero sus métodos son despiadados.

Thor Love and Thunder

De esta manera, hasta la fecha la saga ha propuesto no solo una deconstrucción del personaje mítico de Thor, sino del universo de leyenda que habita. En la primera película se desautoriza el valor legendario de estos relatos, al proponer que historias reales se han convertido en mitos simplemente porque sucedieron hace mucho tiempo. Al mismo tiempo, y a través de los ojos de Thor, se asiste a la deslegitimación de la gloria del mito, que, como tal, es una historia cruenta suavizada por el paso del tiempo y por la reescritura de los vencedores, quienes han convertido la barbarie en gestas épicas a mayor gloria de sí mismos. Thor, que se ha criado creyendo ingenuamente en estas historias, sufre un encuentro con lo Real que lo lleva a cuestionarse todo aquello en lo que cree, comenzando por el trono, hasta entonces su mayor objeto de deseo. En esta primera entrega, el personaje de Odin todavía porta una aura de incorruptible ética, pero la evolución de la saga utiliza con interés a este personaje, quien, de un modo similar a lo que sucede con Albus Dumbledore en las narraciones tanto literarias como audiovisuales del Wizarding World, cada vez se muestra como un personaje moralmente más cuestionable, de actitudes inciertas y sospechosas intenciones. En Thor: El mundo oscuro, se expone su pérdida total del norte moral al apostar por la venganza, algo que lo desciende a la mediocridad de los mortales, y es en Thor: Ragnarok donde se expone la visión más problemática del padre del protagonista. Por un lado, su aparente despreocupación frente a lo que se avecina es del todo notoria, a pesar de que esto no cause impacto sobre sus dos hijos. Por otro, y especialmente, la clave de esta entrega consiste en el profundo ejercicio de reescritura del pasado que ha llevado a cabo, hasta el punto de que ha logrado ocultar la existencia de una hija previa a los dos protagonistas, la despiadada Hela (Cate Blanchett), que regresa en esta tercera parte para reclamar su derecho al trono, una vez muerto el patriarca. Pero lo que es más importante a este respecto es el hecho de que, por bondadoso y ético que se haya mostrado Odin hasta entonces, lo cierto es que en el pasado luchó mano a mano con su hija, de manera idénticamente despótica y cruenta, conquistando reinos. La historia oficial de cordialidad y paz entre los distintos reinos es en realidad una fachada que esconde la verdadera historia, como así se muestra en la simbólica escena donde Hela destruye una cúpula del castillo de Asgard, donde se narra pictóricamente la historia oficial, y deja al descubierto un segundo fresco que, esta vez sí, cuenta la verdadera historia, aquella que Odin se ha esforzado por esconder.

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Esta construcción narrativa expone las imperfecciones de los dioses y sus actitudes profundamente problemáticas, permitiendo que el aura celestial se vaya perdiendo a medida que la historia avanza. Esta situación alcanza un culmen en Thor: Love and Thunder, en la citada secuencia en Ciudad Omnipotencia, donde se muestra a los dioses viviendo en una especie de bacanal constante, despreocupados de sus deberes para con los mortales, a quienes tratan de manera displicente. De esta forma, el rol de Thor es equivalente al del Carnicero de Dioses: ambos buscan rendir cuentas con los dioses, darles una lección que provoque un cambio, aunque, evidentemente, los dos personajes actúan por vías bien diferentes, buscando un resultado distinto; mientras Thor busca el cambio, Gorr ansía la destrucción. Al mismo tiempo, en esta cuarta entrega ya no existe un relato mítico al que la película se ancle. La destrucción de Asgard en el final de la tercera entrega termina de romper la conexión con el pasado, y el único relato que se cuenta es el de la propia vida de Thor, es decir, una historia contemporánea. Los mitos, por tanto, ya no sirven para explicar la realidad, lo que, en última instancia, es el último gesto deslegitimador y cuestionador de la función mitológica, sobrehumana, del universo Marvel, por lo que, en el caso de la saga Thor, el estudio parecer haberle sacado partido a esa constante voluntad de poner a los superhéroes a ras de suelo.

II. La evolución cinematográfica de la saga

Uno de los principales valores de una saga como la de Thor es que permite percibir la evolución creativa de Marvel Studios a lo largo de más de una década. De este análisis se pueden extraer cuantiosas y significativas conclusiones, relacionadas con la puesta en escena, el uso de los efectos visuales y la aproximación narrativa. En líneas generales, permite certificar la manera en que la maquinaria de la productora se ha engrasado y optimizado, lo que ha provocado, en buena medida, una notoria pérdida de personalidad en la aproximación a cada proyecto individual. Solo hace falta estudiar el tratamiento fotográfico de las dos primeras entregas con el de las dos segundas para ser consciente de lo que se ha perdido por el camino. Siendo defectuosas, irregulares, o incluso hay quien diría que carentes de interés, las dos primeras partes de la saga se encuentran embebidas en una etapa de Marvel Studios donde existía mayor libertad creativa, o, simplemente, menor control desde el apartado de producción, pues la productora todavía se encontraba en un estado de ensayo y error. Vista en retrospectiva, es decir, teniendo en cuenta lo que es actualmente la imagen Marvel, Thor resulta asombrosamente llamativa por la rugosidad de su propuesta visual. Como ocurre a lo largo de toda la saga, la película se divide en dos mundos: por un lado, la celestial Asgard, reminiscente de iconografías cercanas a la saga El Señor de los Anillos (2001-2003); por otro, la Tierra, que podría pasar por una heredera del estilo cinematográfico-publicitario despampanante de Michael Bay. Es este segundo apartado el que más llama la atención, precisamente por lo agresivo que resulta. El abuso narrativamente injustificable de planos holandeses, la profusión de teleobjetivos y una fotografía contrastadísima, de colores vibrantes, dialogan con uno de los temas narrativos fundamentales del relato, que consiste en crear fascinación hacia un ser todopoderoso caído de los cielos, que se ve forzado a caminar entre humanos. Las texturas seductoras de la imagen, que recuerdan a las desarrolladas por Bay en la saga Transformers, —desarrollada por Paramount, un estudio involucrado en Thor, aunque en este caso solo en labores de distribución—, por ejemplo, en relación con el personaje de Mikaela Banes (Megan Fox), permiten crear una fascinación sobre el personaje de Thor, como así se enfatiza numerosas veces en los primeros planos de la mirada fascinada y deseosa de Jane Foster. Se trata, por tanto, de una propuesta visual con cierta personalidad, si se compara con la planicie que actualmente ofrece la media de las producciones Marvel, y por tanto, a pesar de sus evidentes limitaciones, resulta especialmente llamativa y la impresión final es de pérdida en la evolución de la saga.

Esta sensación se enfatiza cuando se añade Thor: El mundo oscuro a la ecuación. Entendida de manera casi unánime como una de las peores cintas del UCM, la obra de Alan Taylor contiene, en realidad, un tratamiento fotográfico todavía más elaborado, esta vez más volcado en los elementos de postproducción —los cambios tecnológicos producidos en el paso de unos años se pueden palpar con claridad en el estudio de esta saga—, que permite un juego narrativo en base a las tonalidades asociadas a los diferentes escenarios. Destaca la profusa utilización del color verde y el rojo, así como construcciones de puesta en escena que se anclan en un profundo conocimiento de la historia del arte pictórico. 2 Al mismo tiempo, todavía se mantiene un interés por el uso de los escenarios reales. Esto era especialmente notorio en la anterior, donde el diseño de producción de los diferentes espacios de Asgard resultaba remarcable. La presencia de lo tecnológico limita las posibilidades de esta segunda entrega a este respecto, pero todavía resultan destacables. El gran valor del filme, al menos a ojos de quien esto escribe, reside en su efectiva aproximación al cine de catástrofes, ofreciendo un par de planos generales de destrucción efectiva o inminente que consigue causar impacto.

Quizás el mayor problema de este primer díptico sea el mediocre uso de la puesta en escena de batalla. Filmadas en buena medida mediante el uso de teleobjetivos, con la cámara relativamente cerca de los actores, el resultado es el habitual caos que, intensivo uso del montaje mediante, trata de hacer pasar una mala planificación por intensidad narrativa. Este es el punto que permite adentrarse en la segunda mitad de la tetralogía, pues, desde el citado prólogo de Thor: Ragnarok, que enfrenta a Thor con Surtur, se observa con claridad que la tecnología ha llegado para quedarse —la escena está rodada con una intensiva utilización de elementos de postproducción, y la idea de batalla rodada en set desaparece—, y que, al mismo tiempo, también hay que entender las posibilidades que ofrece este nuevo modelo cinematográfico. Uno de los mayores pecados de la Marvel actual consiste en no comprender que el croma y la postproducción no salvan las escenas de acción si estas se desarrollan con descuido; en otras palabras, resulta fundamental empezar a tomarse en serio la puesta en escena y la planificación en escenarios virtuales, si se pretende crear imágenes que seduzcan al público. Cineastas como Zack Snyder han tenido muy claro que el croma no es un atajo informático para eludir sus funciones como directores en el set, sino la apertura a un mundo de posibilidades estético-narrativas tan válido y valioso como la más clásica de las planificaciones en escenarios reales. En este sentido, y más allá de que las escenas de batalla acostumbran a ser rodadas en Marvel por directores de segunda unidad, resulta evidente que en las dos películas de Thor rodadas por Taika Waititi existe un entendimiento diferencial de la planificación virtual, que en el caso concreto de este director se convierte en una apuesta clara por el lenguaje del videojuego. El prólogo de Thor: Ragnarok es, probablemente, la escena más lograda en este sentido. Llama la atención la profusión de planos generales, donde se incluyen elaboradas coreografías de batalla que permiten un notable aprovechamiento del espacio escénico, lo que provoca que las imágenes vuelvan a apelar a la audiencia. Otras batallas, como la que se produce entre el protagonista y Hulk (Mark Ruffalo) en el coliseo, o el clímax en Asgard, refuerzan la idea de que se ha llevado a cabo, no solo un trabajo loable, sino diferente a lo que Marvel acostumbra a ofrecer.

Estas virtudes ofrecidas en la tercera entrega de la saga permiten comprender, mediante el estudio comparativo, las flaquezas de Thor: Love and Thunder. Aunque parece existir un cierto afán de replicar las formas descritas, lo cierto es que estas se manifiestan exclusivamente en la batalla en blanco y negro —una de las decisiones estético-narrativas más logradas del filme— que transcurre en el Reino de las Sombras, y solo por momentos. La sensación general en la filmación de batallas es de cierto desdén y desequilibrio, como se observa en la excesiva utilización de la solución del montaje acelerado para paliar la flaqueza de las imágenes. Otros aspectos visuales resultan más significativos, como el cierto interés por lograr que las escenas de diálogo tengan cierto valor —destacando algunos sugerentes primeros planos—. Al mismo tiempo, la aproximación al cine de terror, una de las señas de identidad de la fase cuatro de Marvel, funciona, aunque lo haga más a nivel narrativo que estético —no obstante, la conversión de Gorr en una especie de Lord Voldemort ofrece varios planos que la mente del espectador no despacha inmediatamente—.

Por último, cabría destacar el intento, tan limitado como valioso, dado el nivel general de Marvel, por crear un clímax que no pase por la acumulación indiscriminada de planos de batalla, hasta el extremo de que el punto álgido es, en realidad, una anticlimática renuncia a la batalla. Dicha escena, que transcurre en el reino de Eternidad, aspira a crear una especie de trascendencia mística del estilo del Darren Aronofsky de La fuente de la vida (The Fountain, 2006), y supone el ejemplo final de los intentos del director por otorgar algo de personalidad a sus filmes, los cuales consiguen desmarcarse del grueso de la producción Marvel, aunque solo para poner todavía más de manifiesto las profundas limitaciones creativas de este universo. En última instancia, a lo que no pueden sobrevivir ninguna de las dos obras de Waititi es a la insoportable sensación de estandarización, que lleva ya años asolando la producción de Marvel. Si se compara este segundo díptico con lo comentado en relación al primero, se puede concluir con facilidad que aquellas dos primeras intentonas, en realidad tan simples y limitadas, hoy en día son consideradas propuestas demasiado radicales como para ser viables, imposibles de encajar en la demoledora maquinaria de optimización de resultados en que se ha convertido Marvel Studios.

El último aspecto que merece ser analizado con detenimiento tiene que ver con el fluctuante tono que ha recorrido la saga. Con dos primeras entregas eminentemente dramáticas, incluso especialmente oscuras, habida cuenta del peso de lo mitológicos en sus relatos e imágenes, la tercera entrega de la saga ha sido ampliamente celebrada por el público por haber convertido un personaje que no terminaba de enganchar en un titán del carisma. Debe reconocerse el buen acierto de los responsables creativos de la saga al entender que Thor quizás funcionaría mejor como personaje enteramente cómico que en su faceta solemne, algo para lo que ha resultado absolutamente imprescindible la extraordinaria vis cómica de Chris Hemsworth, cuya montaña de músculos lo ha condenado a ser sistemáticamente desdeñado en sus labores actorales. El culmen de la saga se alcanza en Thor: Ragnarok, que a nivel tonal funciona con soltura y sin fisuras a lo largo de todo el metraje, pues en este proyecto existe una idea clara de lo que se pretende hacer: una parodia del superhéroe celestial. Cada una de las fases que debe experimientar el protagonista, cada uno de los mazazos, literales y figurados, que recibe, suman a la construcción de una visión desmitificadora del personaje, lo que acaba redundando, como ya se ha explicado, en el desarrollo de su arco narrativo y de la deconstrucción del universo mitológico.

El rotundo éxito de esta propuesta es, probablemente, uno de los principales motivos que explican el profundo debarajuste que sufre Thor: Love and Thunder. Este cuarto filme supone una forzada continuación de lo ofrecido en la entrega anterior, sin que los responables de tomar las decisiones hayan sido capaces de entender hasta qué punto un proyecto distinto requiere de un tono acorde a las necesidades del mismo. Resulta evidente que esta película ya no es una parodia, y que, por tanto, tratar de rodarla como tal implica un problema de base. Para ahondar en el problemático enfoque que se le ha dado al proyecto, la brillantez humorística se pierde por el camino, o, incluso, se demuestra no haberse entendido qué hacía que Thor: Ragnarok funcionara. Aquella es una parodia, lo que implica que existe un orden superior que rige la organización de los gags. Yendo todavía más lejos, la parodia no se limita a los gags, sino que, todo en su conjunto, de lo cómico a lo simplemente simpático, es siempre paródico. Lo que uno se encuentra en esta cuarta entrega es una historia eminentemente dramática, que ha sido forzada a ser también una comedia. Esto no es solo un problema porque, al no comprenderse las necesidades del relato, la película avanza desnortada, sino también porque trata de ser dos películas al mismo tiempo, lo que aborta cualquier posibilidad de éxito narrativo —o se trata de un ejercicio demasiado complicado para las capacidades de Waititi y las voluntades de los productores de Marvel—. Esto se manifiesta de manera especialmente flagrante en la primera hora de metraje, donde se confunde la construcción cómica con la acumulación de sketches, y se pretende solventar las inconsistencias narrativas a golpe de gag. Es, precisamente, a partir de la escena de transición que tiene lugar en el barco, con el grupo de héroes dirigiéndose al Reino de las Sombras, cuando la película cambia y, al desembarazarse de buena parte del peso cómico autoimpuesto, comienza a explorar sus mayores virtudes. Lo cierto es que Thor: Love and Thunder es, en última instancia, una película rotundamente romántica y trágica, y cuenta con uno de los desenlaces más emotivos de todo el UCM, pero quizás, en una época profundamente cínica como la que vivimos, existía el miedo de hablar abiertamente de amor —lo cual resulta especialmente bochornoso, si se tiene en cuenta que esa palabra aparece en el título de la cinta—. Thor: Love and Thunder es, en resumen, un buen material de partida desbaratado por innumerables decisiones tomadas por personas pacatas y/o incompetentes. 3

  1. Esta idea la tomo prestada del crítico Ignacio Pablo Rico.
  2. Como así defiende el crítico Ignacio Pablo Rico.
  3. Las conclusiones de este párrafo se inspiran en las reflexiones del crítico Álvaro Peña
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