Tierra de leche y miel
La extraña cotidianeidad Por Carlos Tejeda
Robert Walser pasó sus últimos veinte años de vida en el sanatorio mental suizo de Herisau, abandonó la escritura y se dedicó a dar paseos. Durante este período recibió las frecuentes visitas del editor y mecenas Carl Seeling, quien recogió sus conversaciones en el libro Paseos con Robert Walser. En la entrada fechada el 3 de enero de 1937, Walser apunta: «Cuanta menos acción hay y más pequeño es el entorno que precisa un poeta, tanto mayor suele ser su talento. Desconfío de antemano de los escritores que se exceden en la acción y necesitan el mundo entero para sus personajes. Las cosas cotidianas son lo bastante bellas y ricas como para poder sacar de ellas chispazos poéticos» 1. Y de esos «chispazos poéticos» está salpicado el documental Tierra de leche y miel, dirigido por Héctor Domínguez-Viguera, Carlos Mora Fuentes y Gonzalo Recio, y producido por Andrés Díaz (Zerkalo Films).
Ya el primer intertítulo, a modo de prólogo, reza: «La distancia entre tres puntos». Tres puntos geográficos separados por la distancia geográfica, Polykastro (Grecia), Hrasnica, Sarajevo (Bosnia-Herzegovina) y Tbilisi (Georgia), pero con el denominador común de que son los escenarios de una espera provocada por una misma herida, aunque en distintos lugares y generada por un conflicto bélico diferente, la que sufren los refugiados que han tenido que abandonar su país o los desplazados internos que, tras décadas de espera, aún mantienen la esperanza de obtener la vivienda prometida por el gobierno. En la calurosa localidad de Polykastro vive atrapado el matrimonio sirio formado por Alia y Hussein, que espera a que se cumpla la reunificación familiar y así poder reunirse con los suyos, como su hija Zozan, que los visitará durante unos días procedente de Alemania, donde reside. Sin embargo, en Tbilisi, tres preadolescentes viven sus últimos días juntos antes de separarse, ya que van a ser realojados en diferentes viviendas gubernamentales para desplazados, mientras recuerdan sus vivencias en sus antiguos hogares; o la septuagenaria Bela, que desde su asociación sigue buscando los cuerpos de los desaparecidos en el conflicto de Abjasia. Y en Hrasnica, después de dos décadas, Mirsada y su hija Vanesa, que sueña con dedicarse al diseño de moda, aún sigue sufriendo la demora en la obtención de la vivienda prometida por los planes estatales que nunca llega, mientras su vida continúa en precarias condiciones en un edificio comunal.
Tierra de leche y miel es un fresco coral que retrata la extraña cotidianeidad de este grupo de seres, marcada por el tiempo de una espera interminable y, además, en el caso del matrimonio, por el hecho de estar en un país que no es el suyo. Como le dice Alia a su hija Zozan durante una llamada telefónica: «Nosotros llevamos aquí mucho tiempo y todavía no podemos hablar ni griego, ni inglés, ni alemán… ¡Nada!». El discurrir de unas vidas que los cineastas muestran por medio de un montaje en paralelo, y en el que los lugares geográficos se diluyen para mostrar una suerte de no lugar, porque, aunque los paisajes son distintos, las heridas que arrastran unos y otros son las mismas. La cámara registra el día a día de los diferentes protagonistas, que se desenvuelven con gran naturalidad delante del objetivo, aproximándose a ellos con la suficiente distancia para no interrumpir su cotidianidad, al mismo tiempo que, con una mirada casi de entomólogo, capta pequeños detalles como sus gestos, sus ademanes o los elementos de su entorno; un entorno con escasas condiciones en el que aparentemente no sucede nada, salvo las labores del día a día o las conversaciones sencillas, incluso hasta banales, mientras unos y otros esperan la solución definitiva a su situación. Las comidas en silencio de Hussein y Alia en el piso de acogida o sus tardes sentados a la orilla de un río que les recuerda su país. Una monotonía que cambia cuando los visita su hija Zozan durante unos días, y durante la cual esta le enseña a su madre el carné de identidad alemán o las fotos de sus redes sociales; encuentro en el que se ponen de manifiesto no solo las diferencias generacionales, sino el cambio de costumbres, porque la hija conversa durante la comida con sus padres y la madre comenta que ellos nunca hablan mientras comen, a lo que la joven responde que charlar durante la misma es una práctica habitual en Alemania. Pero también Mirsada que, al igual que Hussein, enciende un cigarrillo tras otro, charla con sus vecinos del edificio comunal en el que viven, mientras su hija Vanesa se entrega a confeccionar sus patrones. O Bela, en sus entrevistas con familiares de los desaparecidos. O los niños cuando hablan de cómo era la vida en sus antiguos hogares antes de ser realojados. O su participación en la representación teatral de una obra que han escrito con otros compañeros suyos a partir de los relatos que les han contado sus mayores sobre el conflicto de Abjasia.
Y ahí reside otra de las virtudes del film: que Domínguez-Viguera, Mora y Recio eluden las estrategias del documental tradicional en cuanto a que no ofrecen el clásico relato en torno a los diferentes acontecimientos, sino que lo sugieren a través de las propias vivencias de los protagonistas, con sus silencios, su contención, o con algunos diálogos donde se apunta algún dato. Por ejemplo, la secuencia en la que Bela atiende en su oficina al familiar de una de las víctimas desaparecidas, o la conversación en el umbral de una iglesia ortodoxa entre un sacerdote y una anciana, dentro de una normalidad que, aunque incómoda y con sus limitaciones, se ha impuesto en su vida diaria mientras dura su larga espera. Una espera que los tres cineastas acentúan con el uso del tempo del filme, articulado en su mayoría con planos fijos cuya duración mantienen lo suficiente, mientras dentro del encuadre suceden múltiples cosas; tempo que, al mismo tiempo, ayuda a enfatizar esa sensación de lenta espera a la que están sometidos los protagonistas y que, de alguna manera, acaba implicando al propio espectador, lo que provoca a su vez una mayor proximidad a la situación de los protagonistas.
Y después, esos «chispazos poéticos» que decía Walser, y que a veces proporciona el azar, como ese momento en el que Bela y una mujer, familiar de un desaparecido, conversan en la casa de esta última y oyen en la calle la canción que un chico le dedica a una joven, hasta los propios sonidos ambientales, desde los rumores de la ciudad con los cantos de los pájaros o el ruido de los coches hasta el zumbido de los ventiladores, y todo ello magníficamente fotografiado, lo que convierte a Tierra de leche y miel en una experiencia visual y sonora. O esos otros pequeños detalles, como la despedida en el aeropuerto de la hija, en la que un plano enfoca a la madre de perfil y, en el fondo, hay una vitrina con productos de una marca de lujo, enfatizando de una manera sutil el contrasentido de la situación. Y aun así, nunca se pierde la esperanza, como pone de manifiesto de forma metafórica la secuencia del vuelo de los globos aerostáticos que, instantes antes, la pequeña televisión del anciano Sr. Baju había mostrado cómo se hinchaban, mientras aquel, sentado en una silla, comenzaba a dejarse llevar por el sueño.
- SEELIG, Carl (2000), Paseos con Robert Walser, Madrid: Siruela, p. 17. ↩