Todos están muertos

Por María Caballero

Como insulto de los años el presente se vuelve hostil.
Han cambiado los recuerdos deformados por la razón.
Lo que queda en la memoria tiene un aire melancólico.
Hay envidia en la nostalgia, tantas cosas no volverán.
Han caído en el olvido invisibles al mirar atrás.
Lo que queda en la memoria tiene un aire melancólico.
Décima Víctima. Un lugar en el pasado

Hay momentos que no se superan. Creemos que sí, nos convencemos de que así debe ser y que debido a la inercia, todo muere. La cultura española vive un poco eso con los 80, aquellos maravillosos años, ya dejados atrás, que son rescatados una y otra vez, aunque a la mayoría de sus protagonistas actualmente prefieran estar en las sombras. Los 80 eran flamantes, el transporte público mugriento, kit el coche, Alf, las hombreras, lo moderno y lo rancio cogidos de la mano, el gris y el fucsia protagonistas tras la Transición, bramando al viento actitud y calle.

Esa España, en la que todo se debatía entre el aquí y ahora, en la que, como decía Francisco Umbral en un artículo de El País en 1980, “Ser o no ser, aquí y ahora, para el que tiene veinte años, es ser o no ser pegamoide”.
Beatriz Sanchís impregna toda esa nostalgia ochentera en Todos están muertos, aunque también reconoce que el filme tiene un punto autobiográfico por la agorafobia que sufrió tras la pérdida de su mejor amigo.
Un poco más grave es lo de Lupe (Elena Anaya) tras sesgar la vida de su hermano Diego (Nahual Pérez Biscayent) en un accidente de tráfico. Un paralelismo evidente con la historia entre Ana Curra, que pasó a ser conocida como la viuda de Madrid, y Eduardo Benavente, el legendario líder de Parálisis Permanente.

Volviendo a ese concepto de lo pegamoide según Umbral, la juventud perpetua, la prolongación de una infancia pícara e inocente, los recortables, el romanticismo anárquico y los Goonies quedaron en la retina de todos aquellos jóvenes.

Los dos primeros cortos de Beatriz Sanchís, La clase, un corto documental que cuenta la incursión en el teatro de unos niños de primaria, fue nominado en la XXIII edición de los Goya, y Mi otra mitad, que fue directo a la Berlinale, una impecable historia de amor y dioptrías con un tono sombrío que recuerda a Lanthimos en Canino, a Medem en Los amantes del círculo polar, incluso a un Truffaut indie en el ritmo modernista, y como siempre, en todo cine posmoderno y sensorial, a Wes Anderson.

Todos están muertos

Todos están muertos comienza con la voz en off del adolescente protagonista, Pancho (Christian Bernal), que nos presenta a su Lupe, su madre Lupe, estrella del rock ya olvidada que ha caído en un decadentismo aburrido y manido. Su abuela Paquita (Angélica Aragón), quién la que realmente se hace cargo de él, y un amigo melómano compañero de clase, Víctor (Patrick Criado), para quién Lupe supone el amor mitómano incondicional.

La película no solo homenajea la década musical de los 80, también parece experimentar con el tono de los primeros malditos, como Iván Zulueta o Bigas Luna. La lucha eterna entre luz y oscuridad, Jeckyll y Hyde, la visualización turbia y oscura de algunos ritos ancestrales, el vampirismo proyectado en el personaje del hermano fallecido, un Leo es Pardo mal avenido.

Elena Anaya, lejos de ofrecer una magistral interpretación, se limita a mantener una mirada perdida y un hilillo de voz tembloroso, y por mucho que pretenda ser una lóbrega Ana Curra se queda en una versión mala de Helena Bonham Carter mimetizada un Robert Smith arrepentido por los excesos.

Beatriz Sanchís parte de una idea muy interesante y una puesta original atractiva tratando los trending topic del cine, el pasado inamovible, el presente escurridizo y un futuro que no existe, pero el esnobismo se le va de las manos y los matices resultan muy forzados en no parecerse a tal autor o película. Pese a simular que el objetivo no es conmover, en el desarrollo lo acaba pretendiendo, y aún así, no funciona. O conmueves o inquietas, pero para ansiar ambas primero asegúrate de ser un digno heredero de Bergman o Haneke. Pese a todo, nada de esto invalida la valentía de Sanchís al introducir un factor sobrenatural, no solo en la trama, sino en los personajes. A veces Anaya, al igual que en La piel que habito, parece insinuarse como una fantasmagoría de los relatos mórbidos líricos de George Franju.

Hay mucho esmero pero Todos están muertos se estanca en lo imperiosamente anodino, es impotente, sin cohesión interna y sin el idóneo homenaje al que compromete la referencia. No se queda en la magia etérea de la fábula, ni tiene el brío de un realismo surrealista, ni de lejos, humor alguno. Llamémosle, drama fantástico, pese al intento de Beatriz Sanchís de alejarse de cualquier concepto de género, rápidamente cae en todos los clichés. Se trata de un Realismo Mágico atrofiado por la ambición. Ni tragicomedia, ni tragedia, ni comedia. El estilo de Sanchís rápidamente decepciona y cae en todos los clichés. El inconveniente de no definir un género es que el chasco deviene fácilmente y la directora no consigue eludir con habilidad los cauces del cine convencional. Todo desemboca en un devaneo de tópicos que coquetea con los universos infranqueables de Buñuel, Lynch y sobre todo el ya mencionado Zulueta.

En sus altibajos hay un elemento que reluce espléndidamente y gracias al cual lo torpemente visualizado se diluye, hablamos de la recreación musical llevada a cabo por Akrobats, grupo que ha sido realmente el grueso de todo el atrezzo del filme que bebe de toda la oscuridad ochentera como Joy Division y The Cure o el grupo actual El último vecino.

La consecuencia directa y lacra de todo esto es lo fácilmente olvidadiza que resulta Todos están muertos. Por no mencionar del irritable personaje de Macarena García, actriz que ha parecido brillar únicamente en la estela de Pablo Berger. Guapísima, eso sí, que no se diga.

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