Tokio Blues
Reduccionismo hipertrágico Por Samuel Lagunas
Yo también fui un chico Murakami. Después de leer ‘Tokio Blues’ no me quedó otro camino. Aunque sufrí una breve decepción cuando acabé ‘Sputnik mi amor’, con ‘After dark’, ‘Al este de la frontera, al oeste del sol’ y las grandilocuentes ‘Kafka en la orilla’ y ‘Crónica del pájaro que da vuelta al mundo’ quedé totalmente atrapado en las redes inventivas de uno de los novelistas japoneses más aclamados de la actualidad. Así, ingenuamente fanático, devoré en un par de días los primeros dos tomos de ‘1Q84’ y, meses más tarde, el volumen final. Entonces decidí que mi affaire con el nipón había terminado y que resultaría vano comprar los libros que vinieran después: su universo imaginativo había colapsado. Lo que necesitaba aprender de él estaba en los libros que había leído anteriormente. ‘1Q84’, en su monumentalidad de más de mil páginas, era un fresco gigante que evidenciaba lo peor (el melodrama fácil, las morosas descripciones sexuales, la sobreexplotación de sus personajes típicos) y lo mejor (los arrebatos líricos, la complejidad de las relaciones humanas a partir del triángulo amoroso, las chispas de ironía y humor, las atmósferas perturbadoras y alienantes, el viaje como ritual de transición) de su narrativa. Casi nada de estos rasgos que caracterizan los mundos de Murakami está presente en la fallida adaptación que hizo el cineasta vietnamita Trần Anh Hùng de ‘Tokio Blues’, libro publicado originalmente en 1987 (Noruwei no mori – Norwegian Wood-, 2010), por el cual ha recibido excesivos e inmerecidos elogios.
Si analizamos la cinta de Hùng aislada del libro no encuentro otro adjetivo más preciso para calificar Tokio Blues que el de hipertrágica. En los primeros minutos asistimos al inexplicable suicidio de Kisuki (Kengo Kora), el mejor amigo de Toru Watanabe (Kenichi Matsuyama) y novio de Naoko (Rinko Kikuchi) en el año de 1967. Arrojados sin preámbulos al fatalismo de la pérdida, la voz de un Watanabe adulto al que nunca vemos comienza a conducirnos, con un tono nostálgico y gris, por sus recuerdos de juventud –entre los 18 y los 20 años–. Hay también en estos primeros minutos una inyección alienante en el espectador que nos advierte de que lo importante no es la guerra de Vietnam que azota la realidad social del mundo, sino las tragedias individuales que desuelan a cada uno de los personajes que vamos conociendo: cada uno de ellos con una vida interior tremendamente triste y agobiante. La cima de esta pila de tragedias es Naoko, cuya existencia está condicionada por la muerte de Kisuki y el hecho de que nunca pudieron tener sexo. Esta imposibilidad amarga y obstruye su relación con cualquier otro ser humano y acaba por orillarla al delirio, al ostracismo y, finalmente, al suicidio que, tanto en el libro como en la cinta, es un lugar común. Incluso el amor que Watanabe le tiene es incapaz de redimirla. El peregrinaje de su fatídica relación lo acompaña Nagasawa (Tetsuji Tamayama), el amigo universitario de Watanabe, Midori (Kiko Mizuhara), su escaparate emocional y Reiko (Reika Kirishima), la compañera de Naoko en su reclusión. Todos ellos carecen de profundidad y, aunque intentan ser relevantes en el desarrollo de la trama, sus actuaciones acaban siendo poco convincentes.
Mención especial merece el trabajo de Ping Bin Lee, cuya fotografía logra que un filme desesperanzador alcance momentos de belleza, especialmente aquellas panorámicas de la Residencia Ami: los cedros, la cuenca, las montañas; entre ese locus amoenus logra insertar con éxito el imperativo erótico de unos amantes esquivos (Watanabe y Naoko), así como la obligatoriedad del cuerpo colgado de la amada. Ese lienzo mortuorio que consigue Lee de Naoko suspendida en la rama descuella como la mejor imagen del filme pero no logra salvarlo por completo.
Ahora bien, si establecemos el vínculo entra la película de Hùng y la novela de Murakami, la adaptación del vietnamita bien puede calificarse como reduccionista. Y esto constituye un grave defecto pues, aunque Trần Anh Hùng ha admitido que lo que ha hecho es una adaptación libre, lo que entiendo cuando veo su película es que, o ha leído mal a Murakami o ha decidido tomar la vía fácil de amputar los elementos fascinantes de la novela y transmutar el resto en una sucesión lenta de imágenes estéticamente efectivas.
El argumento original va encadenando triángulos amorosos (Naoko-Kisuki-Watanabe, Naoko-Watanabe-Midori, Watanabe-Midori-novio de Midori, Naoko-Reiko-Watanabe) a fin de evidenciar los traumas y conflictos de una generación transida por la pérdida y la insatisfacción. Sin embargo, lo apasionante de Murakami es que sólo la existencia del triángulo hace posible que cada uno de sus miembros pueda relacionarse. Si alguien falta, los dos restantes se descubren incapaces de comunicarse. Esta peculiar “lógica de las relaciones”, presente en toda la obra de Murakami, es meramente insinuada en la película de Hùng que opta, equivocadamente creo yo, por poner en escena una relación de pareja malograda por fantasmas que nunca desentrañamos por completo. Falta también, y éste es otro error enorme, la diversidad de atmósferas y de tonos que están en la novela de Murakami. Se extraña la agudeza filosófica de Watanabe y de Nagasawa que dota de un halo perturbador toda la obra. Se echa de menos la historia de Reiko –cuya aparición en el filme parecer ser sólo para justificar la interpretación de la canción de los Beatles que da título a la cinta pues no había nadie más que tocara la guitarra–. Pero sobre todo falta el contrapeso humorístico que aporta “Tropa de asalto”, el compañero de cuarto de Watanabe olvidado por completo en la cinta; y la espontaneidad e ironía que caracteriza a Midori. Es ella, Midori, el punto más débil de la cinta de Hùng. Simpática, con diálogos absurdamente encantadores y radicalmente honesta en la novela, en la película se ve contagiada del torbellino trágico que nace entre Naoko y Watanabe y engulle todos los elementos circundantes. Actoralmente, el trabajo de Kikuchi como Naoko es el mejor logrado pues consigue cargar todo el peso trágico de la cinta y volcarlo en el espectador aunque también carezca de la dosis de humor negro que posee en el libro. En cuanto al guión, hay escenas, como la del encuentro de Watanabe con el moribundo padre de Midori en el hospital, que Hùng recoge pero que desarrolla superficialmente y, en vez de aportar algo significativo, acaban entorpeciendo el ritmo de la película. Algo parecido ocurre con el encuentro sexual entre Reiko y Watanabe hacia el final de la cinta. En la novela entendemos bien la trascendencia de ese hecho para Reiko pues conocemos su historia pero en la película se nos arroja así, como un acontecimiento, cuya relevancia ambos dan por sentada, pero que para los espectadores se presenta como un hecho aislado e innecesario. Incluso la elección de los diálogos me parece inadecuada. Hay, en el texto de Murakami, momentos que encierran mejor el universo de cada personaje, pero Hùng no parece haberlos notado.
Quedémonos aquí. Cuando un guión adaptado contiene escenas que sólo son entendidas si conocemos el libro del que parten significa que algo falló en el proceso. Eso es, a mi juicio, lo que ocurre con Tokio Blues de Hùng, cuya única virtud es que nos obliga a ir –o volver– al libro de Murakami y entonces sí comenzar a disfrutar.