Tokyo Sonata

Planos de la existencia Por Ignacio Pablo Rico

Un breve y delicado plano secuencia, mecido con suavidad por las notas de Kazumasa Hashimoto, recorre la armoniosa arquitectura interior de un hogar. El orden evidente —y aparente— de mobiliario y objetos se ve sutilmente alterado por el viento que, descubrimos un momento más tarde, entra por una puerta abierta. El suelo se ha empapado por la lluvia, y una mujer —Megumi (Kyōko Koizumi), ama de casa y madre de familia— se ocupa de solventar este nimio problema cotidiano con premura. Sin embargo, la fractura en el seno de la cotidianidad ya se ha producido: en primer lugar, cuando el plano secuencia se ve interrumpido por un salto de montaje que nos lleva hasta el origen del aire que irrumpe en la casa; y, aún más importante, una vez ha secado la entrada mojada, Megumi no se levanta inmediatamente, sino que abre de nuevo la puerta y observa un entorno exterior que permanece opaco a nuestros ojos. ¿En qué está pensando? ¿Qué está deseando? Lo buscado, lo perseguido, siempre late con sorda intensidad fuera de campo en las películas de Kiyoshi Kurosawa.

Tokyo Sonata

Enmarcada en la Gran Recesión que estalló en 2007, Tokyo Sonata (Tōkyō Sonata, 2008) se sirve de una historia inspirada en situaciones auténticas —antiguos sararīman con una familia a cargo simulando ante sus seres queridos, tras haber sido despedidos, que aún conservan su anterior empleo— para trazar un panorama más metafísico que social sobre un estado de crisis. Así, si nos atenemos a la historia personal de cada uno de los protagonistas —Kenji (Kai Inowaki) y su sueño de ser pianista; Takashi (Yū Koyanagi) y su enrolamiento en el ejército estadounidense…—, podríamos hablar de un filme dramáticamente raquítico. Pero más que un drama de tintes sociales, Tokyo Sonata utiliza un contexto contemporáneo para discurrir acerca de uno de los grandes temas en la filmografía de Kurosawa: la precaria estabilidad de lo que concebimos como real, ilustrada —aunque solo como punto de partida— en la situación laboral de Ryūhei (Teruyuki Kagawa), el «hombre de la casa». El punto de inflexión se produce cuando una noche la tensión estalla y permite a la familia acceder a nuevas posibilidades del ser.

Resulta significativo que Megumi, la madre, aquella a la que está vedada la verbalización del deseo, entregada a una labor familiar esencial aunque hipercodificada —la de unificar en torno a un núcleo emocional las voluntades dispares del resto—, sea quien viva una improbable aventura, cargada de aquello que Tzvetan Todorov denominaba «el extrañamiento de lo fantástico». Una travesía que culmina en un amanecer de purificación y renacimiento, pero durante la que ha corrido el riesgo —tan tentador como temible— de dejar de ser ella misma. En Megumi se encarna la batalla más significativa de un largometraje fraguado en conflictos: la pugna entre el apego afectivo y el impulso, por momentos casi irrefrenable, de perderse entre lo que permanece oculto por el viento y la lluvia. Un ensueño vedado a los ojos de los espectadores, pero también del cineasta, quien no puede reprimir el intento de concebir lo inimaginable, pese a que finalmente apueste por la reconciliación, la reunificación de la familia… aunque esto suponga otra forma de ruptura.

Tokyo Sonata

Lo que media entre los dos primeros planos de Tokyo Sonata, ya comentados, y aquel que cierra la película —la salida de los personajes de la sala de conciertos—, es el tránsito entre la intuición vaga de otro mundo, y el desvanecimiento de Megumi, Ryūhei y Kenji en este. No resulta baladí que la música, es decir, la expresión artística, sea la que abra las puertas a esta fuga —sentimental, existencial— de padres e hijo hacia un territorio que se resiste a ser delineado por nuestra psique. El papel que juega el Claro de luna de Claude Debussy en Tokyo Sonata revela que estamos ante una de las producciones más rotundamente metacreativas de Kurosawa: ¿no es acaso el arte el único medio susceptible de abrir, siquiera por un instante, la rendija que nos permite vislumbrar ignotos grados metafísicos del ser por los que sentimos, tan a menudo, esa extraña añoranza que suscita lo no vivido? Al final del filme, la familia ya pertenece a una realidad que no es la que habitamos, y hacia esta nos giramos, desconcertados y conmovidos, como los asistentes al concierto.

Tokyo Sonata

 

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