Tom of Finland

Expresión y compromiso Por Diego Salgado

I.

Durante unos meses, confluyeron en cines españoles películas varias sobre las relaciones del creador contemporáneo con los engranajes mediáticos que procuran resonancia a su labor. En ellas, dicha labor se concebía como ejercicio de expresión personal, pero, también, como arduo proceso de adaptación a un aparato implacable, obsesionado con lo ofertable como salvación espiritual a un público que ha de sentirse mejor de lo que es, recibir su dosis diaria de soma, para perpetuar sin traumas su naturaleza de consumidor. En títulos como Life (Anton Corbijn, 2015), El último tour (The End of the Tour, James Ponsoldt, 2015) y El editor de libros (Genius, Michael Grandage, 2016), el pulso del artista –tanto da si actor o escritor– con el mediador cultural –fotógrafo, periodista, editor– se saldaba para el primero, por muy buenas intenciones que tuviese el segundo, en certificado de defunción. Su mutación en figura pública daba al traste con el misterio creador.

En los últimos tiempos, se ha producido un cambio sutil, y la cartelera ha pasado a dar cuenta de una experiencia aún más traumática para el individuo con inquietudes artísticas. La que enfrenta el sentido de su obra, lo que siente como destino manifiesto desde que despierta, con la música del azar vital, las demandas cotidianas del Otro, el sinsentido mismo de la existencia. En este aspecto, Tom of Finland (Dome Karukosi, 2017) sigue la estela de Maudie, el color de la vida (Maudie, Aisling Walsh, 2016) o En este rincón del mundo (Kono sekai no katasumi ni, Sunao Katabuchi, 2016). Películas ambas de tintes biográficos más o menos explícitos, acerca de artistas del pincel cuya vocación ocupa segundo plano ante los avatares inclementes –guerra, sumisión de género, enfermedad– que sufren. Avatares a los que osan oponer, pese a todo, sus miradas, capaces íntimamente de embellecer los perfiles de cuanto las atraviesa.

Tom of Finland

En el caso de Tom of Finland, el protagonista, encarnado por Pekka Strang, es el dibujante finlandés Touko Valio Laaksonen (1920-1991), célebre por el pseudónimo que presta su título a la película. Laaksonen tuvo durante años un empleo estable como diseñador gráfico para una multinacional, donde trabajó junto a su hermana Kaija, con la que compartía también domicilio. Sin embargo, durante un tiempo considerable, Touko llevó una doble vida en tanto homosexual y autor de multitud de ilustraciones pornográficas de corte fetichista y sadomasoquista. A partir de 1956, sus dibujos se publicaron en la revista erótica estadounidense Physique Pictorial, y jugaron papel esencial en la redefinición de los imaginarios y la escena LGBTI que empezaba a fraguar en torno a la ciudad de San Francisco, nombrada por la revista Life ya en 1964 “la capital gay de los Estados Unidos”.

II.

Sin alardes estructurales –pese a apostar de manera puntual por los saltos temporales y las fantasías del personaje–, y con un cariz episódico achacable quizá a la participación en el guión de hasta siete escritores, Tom of Finland cuenta los orígenes de las pulsiones homoeróticas y estilísticas del ilustrador, partícipe en su juventud del enfrentamiento durante la Segunda Guerra Mundial entre su país y la Unión Soviética; detalla su vida diaria posterior en un ambiente represivo hasta lo irrespirable, en el que sobrelleva su condición sexual y sus inclinaciones pictóricas en la clandestinidad; pasa a describir un aperturismo de costumbres en los años sesenta que tiene su equivalente en el que Tom ha de aprender para vivir en libertad y atribuirse sin complejos la autoría de su trabajo; y se aboca narrativamente a una etapa postrera en la que se combinan la muerte de seres queridos y la decadencia física, el reconocimiento pleno en Estados Unidos por su obra, y el azote del sida en la comunidad gay, que le impulsa a otorgar a su producción un talante pedagógico, responsable.

Es precisamente tal circunstancia la que define una película biográfica como esta; curiosa para quien desconozca a Tom de Finlandia, necesaria para dar eco a ciertas reivindicaciones de visibilidad y normalización, pero decepcionante para quien desease una mayor implicación con el sujeto abordado. Tom of Finland hace gala del mismo afán didáctico y concienciado que da por hecho en el dibujante, a costa de obviar sus facetas más perturbadoras –sugerentes– y, por extensión, cualquier atrevimiento gráfico. En especial, queda a un lado, salvo sugerencias pintorescas, el aparato psicológico y estético de Touko, afín al del torturado litógrafo Richard Grune (1903-1983). A Tom se le echó en cara en los años ochenta –aviso a navegantes empeñados hoy por hoy en censurar con histeria la expresión artística en nombre de postulados aparentemente buenistas– que la lascivia producida por sus dibujos había incidido en la expansión del sida; lo que le indujo, como ya hemos señalado, a enmendar de forma circunstancial el sentido de sus dibujos.

 Tom of Finland 2017

Unos años antes, Touko se había creído obligado a desautorizar su obra temprana, debido a la proliferación en ella de imaginería nazi. Como vemos, por tanto, el ilustrador no fue víctima únicamente de un entorno social opresor y unas circunstancias existenciales complejas, como ocurre en Maudie, el color de la vida o En este rincón del mundo. Con el tiempo, las filias que había volcado sobre el papel se toparon con las expectativas e intereses depositados sobre ellas por un colectivo y una esfera mediática –como trataban Life, El último tour y El editor de libros–, y ello derivó en estereotipos y malentendidos varios. Lo cierto es que la obsesión del dibujante por los uniformes, los cuerpos hipermusculados, y los penes enormes y agraciados, representa, no solo un ejemplo excepcional de materialización de una cosmogonía mental, sino una apropiación subversiva de ciertas constantes nacionales –el recio leñador y otros trabajadores rurales como arquetipo de masculinidad finesa– y de unos símbolos determinados de poder y castigo.

Frente a las desbordantes estampas de Tom, el espectador experimenta una alarmante, enriquecedora disolución de los roles que una programación sistémica ha depositado sobre él, así como una insurrección de las sensaciones ligadas a ellos. Lo interesante de Tom de Finlandia es el carácter político en sí mismo de su enajenada libertad de expresión, más comprometida que el usufructo ideológico de tal libertad que pudiese pastorearse en unas u otras direcciones.

III.

En consonancia con la renuncia de Tom of Finland a calar en esas cuestiones, su estilo visual es similar al de otras producciones nórdicas como El gruñon (Mielensäpahoittaja, 2014) –realizada, como Tom de Finlandia, por Dome Karukoski, nombre clave de la industria finesa actual– o la reciente Un hombre llamado Ove (En man som heter Ove, Hannes Holm, 2015). Todas ellas son muestras de cine IKEA, susceptible de despertar el aplauso en ciertos festivales y entre determinadas audiencias: planos estáticos en formato panorámico, un montaje rígido, una fotografía preciosista, y una dirección artística que hace de la reconstrucción del pasado un escaparate vintage de mobiliario, vestuario, complementos y vehículos. Resulta paradójico que Tom of Finland contraste la falsedad de la vida en la Finlandia de los años cincuenta con las aspiraciones secretas de Touko y su entorno, cuando ella misma queda satisfecha con rascar en la fachada del personaje.

Tom of Finland cine divergente

No es una excepción en el marco del cine finlandés. Con una media de doce películas al año –mil trescientas entre 1907 y 2016–, las cintas producidas en aquel país han tenido una querencia tradicional por los biopics de prestigio que, a partir del siglo XXI, véanse filmes como Sibelius (Timo Koivusalo, 2003) y Hella W (Juha Wuolijoki, 2011), se ha exacerbado. El cine producido en aquel país vive además un momento dulce en cuanto a aceptación local gracias a la digitalización de la exhibición, que ha permitido proyectar las películas en localizaciones remotas, y a la búsqueda de unas imágenes menos localistas. Tom of Finland es un derivado de todo ello, y quizá por eso sea injusto pedirle más de lo que ha aspirado a ser, una ficción bienpensante idónea para su distribución sin problemas –más aun, con un plus de dignidad– en cualquier rincón del mundo. “Quiero hacer películas que dejen sonriendo al público una semana” (Dome Karukoski).

Vale la pena rescatar algunas escenas que propician, no la sonrisa, sino el pensar, la gran revolución pendiente. Aquella en que los hermanos Laaksonen se retratan el uno a la otra en su hogar, y evidencian a través del reto cómo se ven a sí mismos, cómo perciben al otro, y en qué términos entiende cada cual su relación fraternal. La sesión fotográfica de Touko a dos trabajadores de la agencia en que trabaja –chico y chica–, que servirá de base a las ilustraciones de un catálogo de mobiliario, juega con la codificación heterosexual dominante en lo representativo. Y la que plasma la primera visita del dibujante a California, que le permite descubrir con asombro que sus extravagantes ensoñaciones se han abierto paso en lo real.

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