Tomboy
Sobre la infancia y la búsqueda de la identidad Por Belén Sagredo
1993, Falls City, Nebraska. Brandon Teena es encarcelado en el pabellón de mujeres. Su novia Lana, acude a su rescate y le pregunta por qué está en ese pabellón a lo que éste contesta: “Soy hermafrodita (…), el verdadero nombre de Brandon es Teena Brandon. Verás, Brandon no es un chico del todo, Brandon es más bien una chica…”, ante tal confesión el chico aguanta la respiración aguardando la reacción de Lana: “Cállate, eso es cosa tuya. Me da igual que seas medio hombre o medio mono, te sacaré de aquí.” (Boys Don´t Cry, Kimberly Peirce, 1999).
La respuesta de Lana es todo un alivio. Porque tanto o más importante como son las implicaciones individuales que para una persona transgénero conllevan la aceptación y construcción de su nueva identidad sexual, lo son el reconocimiento y la aceptación social. Si bien, Kimberly Peirce ficciona la historia real de Brandon Teena en el periodo de búsqueda de esa aceptación, Céline Sciamma retrocede en Tomboy al estadio anterior. A ese momento de descubrimiento personal de una niña que comienza a comportarse como un niño.
Es Tomboy por lo tanto, ante todo y sobre todo una película sobre la infancia y sobre la búsqueda de la identidad propia y del lugar que cada uno ocupa o quiere ocupar en este periodo de aprendizaje previo al paso a la adolescencia.
Una búsqueda que se realiza a través del juego y de las interrelaciones personales que se establecen entre la protagonista y su nuevo entorno desconocido, descritas de un modo que se acerca más al cine documental que al más propio de ficción.
No obstante, la película va más allá de esta identificación personal y esta exploración emocional del universo infantil que tantas veces ha sido reflejada en el cine con gran profundidad y ternura por directores tan diferentes entre sí como tonos usados para ello: El niño de la bicicleta (Le gamin au vélo, Jean-Pierre Dardenne, Luc Dardenne, 2011), E.T., El extraterrestre (E.T. The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982), Nadie sabe (Dare mo shiranai, Hirokazu Koreeda, 2004), Una semana solos (Celina Murga, 2007), por citar algunos.
Porque si bien Sciamma no es definitoria sobre el asunto de la identidad sexual, ni presenta un relato conclusivo sobre el deseo y la necesidad real de Laure de ser un niño, sería deshonesto y parcial pasar por alto la realidad de la posible transexualidad infantil primaria que dibuja en su personaje protagonista.
Más si tenemos en cuenta que, en los últimos años, muchos han sido los informes y noticias que apoyan la teoría de que la construcción de la identidad sexual se realiza durante los primeros años de vida, y que son muchos los niños que a los diez años ya tienen conciencia del género al que desean pertenecer y con el que se sienten a gusto.
No es casualidad que la sociedad por medio de una nueva legislación -véase la reciente resolución del gobierno argentino por la que por primera vez en la historia se autoriza a una niña de seis años al cambio de sexo en su DNI- y la también reciente reapertura del debate sobre la transexualidad infantil en Andalucía, después de que los padres de tres niños transexuales hayan exigido que a estos se les llame por el nombre del género que sienten, avance hacia la normalización y la discusión sobre un asunto todavía tabú.
Y es en este marco, en el de la normalización y el reflejo de una realidad desconocida, ignorada y desgraciadamente estigmatizada por gran parte de esta sociedad que se da en llamar tolerante y moderna, dónde incide Sciamma en Tomboy, a través del juego de opuestos y de la representación consciente y simbólica de los elementos socialmente considerados de uno u otro género.
Así, Laure tiene su habitación pintada en azul –color estereotipado para la representación del varón-, mientras a su hermana una gran fauna de muñecas y peluches en este mismo espacio propio. Laure lleva el pelo corto y desea tenerlo aún más, mientras Jeanne y Lisa lucen su precioso cabello bien largo cómo símbolo de esta feminidad mal entendida que Laure rechaza. A Laure le gusta jugar con niños cómo así verbaliza su madre, no sin reproche en un momento de la película. Se le da bien el fútbol y no evita la pelea ni la confrontación, mientras Jeanne camina punta punta con su tutú rosa. Podría haber elegido la directora un hobbie menos explícitamente feminoide, haberle puesto a tocar el piano, sí, pero lo cierto es que la niña se pasea ante su hermana con zapatitos de ballet.
Y aún más. Laure no sólo rechaza las convenciones sociales de uno u otro género, sino que también parece rechazar un cuerpo con el que se enfrenta una y otra vez frente al espejo y que pretende modificar, pene de plastilina mediante. Un desnudo infantil, transgresor por su excepcionalidad en el cine, con el que Sciamma también desnuda los pudores y prejuicios del espectador respecto a lo que expone en la pantalla.
Pero la transgresión de la directora francesa -que en su anterior película Lirios de agua (Naissance des Pieuvres, 2007) ya había mostrado su interés acerca del despertar sexual y de los cambios emocionales derivados de los cambios físicos de tres adolescentes-, no está tan sólo en el “qué”, sino también en el “cómo”. Respecto al cual aporta una novedad cinematográfica significativa que choca frontalmente con la tan ignorante cómo reprobable opinión, más o menos extendida y aceptada durante mucho tiempo y aún hoy en día, por diversos estamentos y creencias religiosas, que relaciona la transexualidad con algún tipo de enfermedad, trauma infantil o con el hecho de pertenecer a un entorno conflictivo, de ser víctima de carencias afectivas, incluso de abusos a temprana edad.
Michael-Laure pertenece a una acomodada familia de clase media con unos padres preocupados y cariñosos, y una hermana que parece ser la única no corrompida por los convencionalismos sociales y que acepta la nueva identidad sexual de Laure sin dramas ni preguntas. No existen por lo tanto traumas freudianos en Laure, sólo un incipiente deseo y una necesidad que los niños parecen comprender mejor que los adultos.
Asunto éste, el de la aceptación o no aceptación familiar y social que, sin profundizar en ello, Sciamma perfila a través la reacción de la madre amorosa incapaz, al menos en primera instancia, de aceptar este nuevo estado de las cosas y cuyo miedo hacia esta nueva realidad desconocida pretende castrar la necesidad de Laure.
Una reacción que, por mucho que se quiera ocultar, desgraciadamente puede ser extrapolable a esa parte de esta sociedad que mira con desconcierto y perturbación a esas personas que desean cambiar de sexo y a una realidad que, si bien no tan común, no se puede ni se debe esconder bajo las cuatro paredes del entorno familiar. Y que Sciamma y la pequeña Zoé Héran, magistral actuación, son sin duda una de las mejores bazas de la película. Una reacción que hacen visible a través de un filme que no juzga, ni moraliza, ni ofrece verdades absolutas, ni realidades únicas e inamovibles, ni saca conclusiones. Pero que, cómo a Laure, nos pone frente al espejo y nos plantea preguntas cuyas respuestas, y así lo quiere Sciamma, corren por nuestra cuenta.