Top of the lake

Mirar al abismo Por Pablo Sánchez Blasco

A punto de iniciarse ya la temporada de otoño de series de ficción, podemos confirmar que, hasta el momento, el género policiaco ha sido un año más el preferido por las cadenas, bien formulado desde el espionaje –The Americans–, la ciencia-ficción –Orphan Black–, el drama –Rogue, Ray Donovan–, el cómic –Utopia– o en el subgénero de asesinos en serie –The Following, The Fall, Bates Motel, Hannibal–. No obstante, la verdadera y sustancial aportación al género ha sido la realizada por Jane Campion en Top of the lake (2013), una miniserie australiana coproducida con Estados Unidos y Gran Bretaña y que ha sabido apropiarse de las mejores cualidades de ambas industrias. Como nota preliminar habría que advertir que su patrón narrativo es el Twin Peaks (1990-1991) de David Lynch y Mark Frost –desde el respeto, sin servilismos– dentro del thriller rural: detective de policía enviada a un pueblo, delito como excusa para iniciar el relato, método-encuesta con diversos sospechosos, giros sucesivos en dirección al culpable, solución sorpresa. Y sin embargo, tal y como acontecía con su predecesora, ninguno de estos rasgos nos ayuda en absoluto a describir su esencia.

Top of the lake no comienza con un asesinato o, mejor dicho, incluye uno en sus primeros minutos al que nadie presta atención. Tampoco las deducciones policiacas ocupan el centro de la trama. Las acciones de sus secundarios infringen la subordinación a la intriga, incurren en continuas digresiones desestructuradoras. Varias de sus tramas ni siquiera se resuelven según el planteamiento de tres actos tradicionales. Las reglas del género son, por lo tanto, sistemáticamente pervertidas para transmutarlas en algo distinto.

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La vida transcurre muy lenta en el lejano pueblo de Laketop. Los inmensos paisajes neozelandeses crean para nosotros un espacio figurado al margen del mundo externo. Sus imágenes huyen de la concreción, tan propia del género, y nos conducen hacia una percepción abstracta, un estado psíquico receptivo que se construye por inserción en su propia temporalidad. Tras la aparente placidez de la naturaleza, sucintamente, se nos asoma el latido de un misterio a desentrañar desde la intuición. Los símbolos predominan junto a los espejos. La finca virgen llamada Paradise está ocupada, irónicamente, por un grupo de mujeres heridas que se someten a un indescifrable tratamiento psicológico. Bajo las aguas del lago local se esconden y se lavan los secretos de sus habitantes mientras sus montañas incorporan los márgenes de incertidumbre –incluso de liberación– respecto al pueblo viciado.

Casi todos los personajes de Top of the lake se encuentran detenidos en un lapso intermedio surcado de revelaciones personales: se relajan durante unas vacaciones, aguardan los efectos de la enfermedad, defienden su rutina cazando o pescando en el lago. Y la serie se arrastra en una atmósfera paciente que permite a la directora inspeccionar, profundizar y rastrear en los abismos de su psicología. Si sus imágenes son hipnóticas es porque la serie supone una hipnosis donde el misterio se propone desde el exterior al interior del ser humano, a la espera de una respuesta trascendente.

En el fondo de ese lago plácido creado por Campion, sin embargo, la respuesta que encontramos es el horror y el desconcierto y la oscuridad que nos observan a nosotros: en ello se manifiesta su esencia policiaca. Top of the lake no solo se construye sobre una identidad, la de un asesino subrepticio que amenaza el orden constituido. Comienza con un misterio, con un vacío inexplicable, que crece, se multiplica y se expande hasta cubrir a las demás realidades, hasta destruir cualquier asomo de seguridad en sus protagonistas. Si una investigación suele disponer una estructura piramidal, partiendo de varios sospechosos a uno solo como culpable, el ingenio de Campion supondría una pirámide invertida, de una pregunta por resolver a decenas de ellas que nos provoca. Las formas del género, en su transcurso, se debilitan. La paciencia será la clave para llegar a percibir ese instante en el que el horror, intuido en la primera escena del lago, acabe por surgir con toda la fuerza del silencio. Porque esa es la auténtica revelación que dicta la naturaleza, un enorme vacío de significado. Nadie conoce nada, nadie conoce a los otros ni mucho menos a uno mismo. La gurú que adoctrina a las mujeres de la finca Paradise, G. J. (Holly Hunter), hace las maletas en el último capítulo, harta de la compañía de las otras, y se marcha sin habernos aclarado su sabiduría. Por supuesto que al final conocemos la identidad de un culpable para el enigma planteado. Pero esta no parece suficiente. A diferencia de otras series de ficción, la propuesta del primer capítulo no se prosigue en línea recta en los demás –continuando así una línea uniforme hasta su desenlace–, sino que se multiplica en una infinidad de reflejos que afectan a los personajes –la identificación de la niña con la vida de la detective y su hija, las dudas sobre su novio durante la violación– o que modelan ciertos temas interesantes: la probada ineficacia de las estructuras sociales, nuestro presente como resultado de una cadena de errores entrelazados, el descubrimiento de una clase social indefensa –mujeres, niños, trabajadores– o la pervivencia de prejuicios instalados en el pensamiento de la comunidad.

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La detective protagonista es la primera víctima de Laketop. Su imagen inicial de seguridad –perfecta Elizabeth Moss– solo es una máscara que encubre sus traumas personales. Siendo todavía una adolescente, Robin fue violada por cuatro chicos a la salida de un baile y sin que ninguno fuera condenado por ello, los cuatro liberados sin justicia, sin justificación, sin resentimiento. La agente de la ley que investiga el caso es, por lo tanto, una mujer indefensa –mucho más de lo que cree– ante las fuerzas masculinas de la localidad. Y Campion agrava su situación hasta el límite de la cordura, herida biológicamente –con sus revelaciones familiares–, psicológicamente –con el recuerdo de lo ocurrido– y físicamente –con varios incidentes y una segunda violación implícita–. Laketop se erige así en un mundo antagónico para mujeres y niños donde reina el machismo, el prejuicio histórico, la amenaza, la brutalidad. En ese “paraíso” neozelandés, la desprotección de los débiles es una circunstancia asumida por todos. Los crímenes apenas se investigan. La ley se pacta entre los poderosos. Durante la escena más estremecedora del primer capítulo, la inocente Tui escribe el nombre de su violador en un papel en blanco. Solo cinco letras, NO ONE, permiten imaginar derivados terribles tras su secreto. O nadie lo ha hecho, lo que indica un suceso inexplicable o una violación con inconsciencia, o han sido varios vecinos, no solo uno, quienes han abusado de una niña de doce años. O ambas cosas simultáneas, ¿por qué no?

Tui ha quedado embarazada de un niño sin padre, de un padre llamado nadie que recuerda al misterio de la concepción. Al igual que entonces, el suceso genera un vacío interpretativo que se mantiene como patrón de significado para toda la serie. Las incómodas dudas superan siempre a nuestras certezas. Tanto es así que casi todos los personajes acaban por recurrir a las palabras de G. J., la gurú de Paradise, quien remite a sus pacientes al conocimiento de la naturaleza. En esa continua indecisión, las tramas de Top of the lake rehuyen un cierre satisfactorio que, por momentos, podría leerse como ineficacia del guion.

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Son tantos vacíos, sin embargo, que se antojan por el contrario un hallazgo –de notable riesgo– para expresar su profunda incertidumbre: la extraña relación entre Matt y su madre fallecida, la de Robin con la suya, los progresos –o no– de las mujeres en Paradise –más su incierto futuro–, la psicología de Tui tras su aventura, las verdaderas motivaciones del asesino, la relación de Matt con su hija o las oscuridades –reales y figuradas– que atormentan al pederasta del pueblo. Agujeros negros de sentido recto como otras huídas y derivaciones que tratan de pervertir la narración, algunas para escapar de la presión ambiental de la villa y otras para acercarse –aunque tangencialmente– a la verdad: esa experiencia psicodélica de Matt y Anita, la propia estancia de las mujeres en Paradise, Jamie y su silencio hacia el mundo adulto o, sobre todo, ese intento de los niños por crear una sociedad en las montañas, al margen de la corrupción de Laketop. A Jane Campion le interesa tanto enturbiar el universo sólido del género –masculino, resolutivo, deductivo– que, sin embargo, descuida en cierto modo su estructura externa, y la originalidad de su visión debe moderarse con varios giros previsibles, con ciertos problemas en el ritmo que, para ser honestos, habría que analizar también en continuidad, tal y como fue proyectada en el pasado Festival de Sundance.

Top of the lake logra superar enseguida las dependencias respecto al modelo narrativo de Twin Peaks –al que hace una simpática cita por medio de Terciopelo azul (Blue velvet, 1986)–.Ya en el primer capítulo queda comprobado que su estilo carece de la extravagancia única de Lynch, de su avasalladora creatividad artística. A su favor se le reconoce una atmósfera mucho más vaporosa, más concienciada en su búsqueda de una trascendencia enterrada en la vida del plano. Cada una con sus recursos, ambas series hacen suya la estructura del género y, a partir de ahí, lo corrompen, lo subvierten y lo fraccionan en una serie de estados psíquicos sensitivos, receptivos a la contemplación de lo desconocido y aterrador de cada uno. Allá donde Lynch representaba la paranoia, la desintegración de la realidad y de la idea de unidad, Campion encuentra la desolación abismal envuelta en el silencio de los paisajes de Nueva Zelanda. “Mátate a ti misma” le recomienda G.J. a Robin en el último capítulo. “Todo lo que crees ser, no lo eres. ¿Qué queda? Averígualo”. Una máxima que, en cierto modo, coincide plenamente con los principios del género policiaco, con la indagación tras las apariencias del mundo y el enfrentamiento con aquello que, silenciado entre las aguas del lago, sumergido en nuestra conciencia, oprime cada día el esforzado discurrir del presente. ¿Qué es aquello que se vislumbra cuando el abismo te devuelve la mirada?

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