Torok, el Troll

El fantástico al desnudo Por Diego Salgado

I.

Estamos ante la clase de película que le recuerda al crítico de cine la necesidad de cuestionar sus valoraciones teniendo en cuenta, no solo los méritos intrínsecos del título que le ha tocado en suerte analizar, sus conexiones fílmicas y de producción con propuestas similares y determinadas corrientes o géneros. También resulta muy oportuno atender al rol cómplice que el filme en cuestión ha desempeñado en la fecha de su estreno o a lo largo de los años para una cierta cinefilia, entendida esta como constructo existencial, emocional, que articula una manera de estar en el mundo. De todos los subproductos auspiciados por Charles Band durante la década de los ochenta, de todos los debidos a su primera compañía, Empire Pictures, Torok, el Troll (Troll, John Carl Buechler, 1986) puede que sea el más susceptible de interpretarse en términos del pacto a que nos referíamos entre la ficción y la generación videoclub y sucesivas, cuyo goce íntimo y personal del cine ha desembocado en la apropiación lúdica de sus signos. En algunas ocasiones, como veremos, el influjo de Torok, el Troll es achacable a virtudes y limitaciones objetivas, susceptibles de alumbrar una serie de claves generacionales en las que los aficionados al fantástico se han descubierto. Otras veces, el destino o el azar han querido que la cinta siempre esté de actualidad, o, por expresarnos con más propiedad, que no dejen de descubrirse en ella coincidencias, guiños, extravagancias, capaces de arrojar sobre épocas posteriores una luz, como mínimo, chistosa.

Que Torok, el Troll haya alcanzado esa condición polifacética puede deberse a que, pese a ser un éxito de taquilla en Estados Unidos, y convertirse en otros muchos países —también España— en un clásico del formato doméstico, sus formas no lograron adquirir el cariz idiosincrásico de otras películas gestadas por Empire Pictures en el mismo periodo, como Guardianes del futuro (Trancers, Charles Band, 1984), Ghoulies (Luca Bercovici, 1984) —de la que Torok, el Troll recicla alguna que otra criatura— o Re-Animator  (Stuart Gordon, 1985), capaces de trascender por sus calidades o singularidades el hecho de estar producidas por Band. Y, por otra parte, Torok, el Troll no es un engendro tan aplastante como, sin ir más lejos, sus dos falsas secuelas, Troll 2 (Claudio Fragasso, 1990) y Troll 3 / Contamination 7 (Joe D’Amato & Fabrizio Laurenti, 1993), basuras de culto solo disfrutables en modo maratones de madrugada en festivales especializados o reuniones de amigos en salones sumidos en las nieblas del tequila y la marihuana. Torok, el Troll es una película situada creativamente, lo que no deja de contribuir en última instancia a su encanto, en tierra de nadie. Ya desde su planteamiento, que ejemplifica por otra parte los cambios incesantes en las tendencias del fantástico: su director, John Carl Buechler, la concibe como la historia de un asesino en serie que va liquidando a todos los inquilinos de un edificio, en la estela de The Toolbox Murders (Dennis Donnelly, 1978) y, en general, el auge del slasher en la industria del cine estadounidense entre 1978 y 1984.

II.

Consciente sin embargo de que el boom del subgénero será tan intenso como fugaz, así como de la importancia creciente en los imaginarios del momento de las fantasías apoyadas en los efectos prostéticos y de maquillaje, Buechler tiene la idea de hacer del asesino un monstruo y no un ser humano aquejado de psicopatías varias. Su guion, de todas maneras, no convence a Roger Corman, a quien Buechler se lo muestra durante el rodaje de Androide (Android, Aaron Lipstadt, 1982), en la que Corman ejerce sin acreditar como productor ejecutivo y Buechler como diseñador de los efectos especiales de maquillaje. Buechler traba relación con Charles Band, que está dispuesto en cambio a aceptar su guion, incluso a que Buechler lo dirija —en lo que será su ópera prima en solitario tras su participación en la realización colectiva El amo del calabozo (The Dungeonmaster/Ragewar, VV.AA., 1984), auspiciada asimismo por Band—, aunque con una condición tal que varía significativamente su signo: para adaptarse a un panorama marcado a nivel fílmico por las tremendas influencias de George Lucas y Steven Spielberg y, a nivel sociopolítico, por la impronta conservadora del reaganismo, el filme resultante ha de ostentar una calificación moral PG-13, que le permita ser visto por adolescentes y hasta por niños con padres poco precavidos.

Torok, el Troll

Buechler acepta, y, de inmediato, es devorado por sus infinitas obligaciones en el ámbito de los efectos especiales para otros proyectos —a la larga, conseguirá dirigir un slasher: Viernes 13 VII: Sangre nueva (Friday the 13th Part VII: The New Blood, 1988)—. El encargado de reescribir de arriba abajo su guion para Torok, el Troll es el periodista y escritor Ed Naha: entran en escena una familia como núcleo emocional y humorístico, los universos de la fantasía y la magia tradicionales, la aventura iniciática de un joven protagonista contra un Mal procedente de otro plano de existencia, y la abundancia de (modestos) efectos escenográficos, prostéticos y de maquillaje. La estrategia de que colisionen lo maravilloso y lo cotidiano en un único rango de la imagen disputado por uno y otro reino, es, según prefiera cada cual, visionaria u oportunista, pero tiene una razón de ser acertada: las propuestas de mayor raigambre popular de la época no son aquellas que sumen al espectador en un entorno de imaginación pura, como Cristal oscuro (The Dark Crystal, Frank Oz & Jim Henson, 1982), La historia interminable (Die unendliche Geschichte, Wolfgang Petersen, 1984) —uno de cuyos protagonistas, Noah Hathaway, también lo es de la película que nos ocupa—, Dentro del laberinto (Labyrinth, Jim Henson, 1986) o Willow (Ron Howard, 1988). Sino las que confrontan el orden socioeconómico del momento con fuerzas primigenias, subversivas, como sucedió en la muy influyente Gremlins (Joe Dante, 1984).

III.

Así, Torok, el Troll narra cómo el matrimonio que componen Harry (Michael Moriarty) y Anne Potter (Shelley Hack) se muda con sus dos hijos, Harry Jr. (Noah Hathaway) y Wendy (Jenny Beck), a un edificio de apartamentos ubicado en San Francisco. Los Potter no saben que el inmueble es la base de operaciones de Torok, un poderoso mago que, debido a eventos ancestrales, se halla confinado en el cuerpo de un pequeño trol. Torok lleva mucho tiempo esperando la oportunidad de intoxicar nuevamente nuestro mundo con las características de aquel otro mágico del que procede y que pretendió gobernar antaño, y la llegada de los Potter precipita su ataque: adopta la apariencia de la pequeña Wendy, y transforma uno a uno a los inquilinos del bloque de apartamentos en duendes, ninfas o elfos de acuerdo con sus talantes humanos respectivos. El joven Harry Jr. descubre los planes de Torok y trata de combatirlos con la ayuda de Eunice (June Lockhart), una vecina. Eunice resultará ser una figura trágica: un antiguo amor de Torok y, al mismo tiempo, la bruja encargada de velar desde tiempos inmemoriales porque el ambicioso mago no vuelva a poner en peligro las fronteras entre nuestro mundo y el de la fantasía.

Torok, el Troll 2

En ese aspecto, Torok, el Troll es más que interesante. Bajo su tono cómico y ligero —tenuemente reaccionario hacia las costumbres liberales de algunos inquilinos del bloque al que se mudan los Potter, vestigios del hippismo de la década previa—, hay una comprensión aguda del papel que juega la fantasía para sobrellevar la realidad, y del poder de las corrientes de lo inconsciente, lo desconocido, lo innombrable a nivel racional, para minar nuestros consensos sobre lo que consideramos realidad. Podría establecerse al respecto una conexión pertinente con una película muy posterior, Hellboy II: El ejército dorado (Hellboy II: The Golden Army, Guillermo del Toro, 2008), aunque un filme tan sofisticado como ese no se pueda permitir lo que hace Torok, el Troll: incluir una canción —un número musical en toda regla— que entonan a coro las criaturas fantásticas de la función para reivindicar su condición y su marco de existencia. Por otro lado, la suplantación de la benjamina de los Potter que efectúa Torok, genera en esta un cambio de actitud perturbador para los estándares de representación de lo infantil —el personaje, se asemeja por lo demás físicamente a la Carol Anne (Heather O’Rourke) de Poltergeist (Tobe Hooper, 1982)—. El simulacro de niña va colándose en los apartamentos de sus confiados vecinos y los devuelve a una condición pre-racional mientras transforma sus hábitats típicos del siglo XX en recintos fabulosos. La película es “sorprendentemente artística, casi una versión en estampas reales de las animaciones de Ralph Bakshi” 1 gracias, principalmente, a los oficios del director de fotografía Romano Albani —colaborador de Dario Argento en Phenomena (1985)— y el diseñador de producción Giovanni Natalucci: Empire Pictures filmó entre 1983 y 1988 una buena cantidad de títulos en los Stabilimenti Cinematografici Pontini, estudios cercanos a Roma propiedad de Dino de Laurentiis. Hay además en las imágenes alusiones sexuales más o menos explícitas, sorprendentes en todo caso dada la calificación moral que buscaba Band, y que no son gratuitas: apelan al significado oculto en la aventura que emprende Harry Jr. para vencer a Torok, y que no es otro que el de un rito de paso de la adolescencia a la madurez.

IV.

Estos discursos han de lidiar con unos apartados técnicos que no están a la altura. El reparto de Torok, el Troll abunda en actores interesantes, pero Michael Moriarty no es el único que parece haber pensado ante todo en pasarlo bien. De Noah Hathaway poco podía esperarse, dado que en el momento del rodaje tenía tan solo catorce años y su carrera posterior ha sido anecdótica. Y lo mismo cabe decir del cantante Sonny Bono, actor ocasional hasta su muerte en 1998; en Torok, el Troll se interpreta a sí mismo. Pero Shelley Hack —vista poco después en un clásico menor del terror, El padrastro (The Stepfather, Joseph Ruben, 1987)— y Julia Louis-Dreyfus —estrella televisiva posteriormente— están del todo desaprovechadas. En puridad, únicamente la veterana June Lockhart se toma la molestia de componer algo parecido a un personaje y de encarnarlo con convicción. En cuanto a las labores mentadas de Romano Albani y Giovanni Natalucci en los campos respectivos de la fotografía y la ambientación quedan deslucidas en ocasiones por la roma puesta en escena de John Carl Buechler, diríase que empeñado en delatar con sus posiciones de cámara y su gestión de la luz que la acción de Torok, el Troll no tiene lugar en un bloque de apartamentos de San Francisco, sino en un conjunto de decorados romanos; contribuyen a la incredulidad del espectador unos efectos de sobreimpresiones urbanas —el mítico Golden Gate de la ciudad californiana— manifiestamente mejorables. Mientras que el trabajo como montador de Lee Percy —que acabaría trabajando con los años para cineastas como Wayne Wang, Kathryn Bigelow, John Frankenheimer, Barbet Schroeder y Oliver Stone— es, dadas tales circunstancias, meritorio en especial, sobre todo en lo relativo a conjuntar las escenas y hasta los planos de raigambre naturalista con aquellos otros en los que todo depende del funcionamiento verosímil de los efectos especiales.

Torok, el Troll 3

Por si no bastase, en todo caso, con estas cualidades relativas para aconsejar el visionado de la película, hay que sumar, como apuntábamos al comienzo, una serie de circunstancias de orden casi metacinematográfico que, por estúpidas que puedan parecer en más de un caso, han contribuido a perpetuar el crédito de la película en esferas cinéfilas varias. Véase, por ejemplo, el gorro con los colores y el escudo del equipo de fútbol español Real Betis Balompié que, sin razón discernible, porta el actor Michael Moriarty en alguna escena. Moriarty, un histrión en el mejor sentido de la palabra a lo largo de toda su carrera, no tiene miedo de abandonarse en otra secuencia de Torok, el Troll —recordada aún hoy por muchos como la más memorable de la película— a un baile grotesco. Dichos momentos, y algún plano medio particularmente pintoresco de las criaturas fantásticas que habitan la película, han llegado a ser la base de memes y gifs populares en Internet.

V.

La curiosidad de mayor alcance, sin embargo, corresponde al nombre que ostenta Moriarty: Harry Potter. Teniendo en cuenta además el argumento de la película —la lucha de Harry Potter Jr., con la ayuda de la magia que le enseña a toda prisa su vecina Eunice, contra un ser que trata de romper el equilibrio entre nuestro mundo y los dominios de lo fabuloso—, cuesta tachar de coincidencia que la escritora británica J.K. Rowling escogiese el mismo nombre para su celebérrimo niño protagonista de hasta siete novelas y, más adelante, ocho superproducciones cinematográficas. A fecha de hoy, Rowling todavía no ha reconocido públicamente haberse inspirado en Torok, el Troll para elegir el nombre de su personaje, y afirma no haber visto siquiera la película; pero “John Carl Buechler, embarcado en la preparación de una secuela de Torok el troll que pretende llamar Troll: The Rise of Harry Potter Jr., no se lo cree, dados los parecidos entre el tema de los libros y su película: cuando se inició la publicación de la saga Harry Potter, John no cabía en sí de asombro” 2

La polémica no es tan trivial como podría pensarse en principio. A la hora de escribir estas líneas, la victoria del friki es absoluta. La cultura popular ha ganado la partida a la tradicional, y hace ostentación cual nuevo rico de su poder sobre la voluntad del público y la academia. Pero parte de esa ostentación exagerada tiene que ver con el complejo, la culpa íntima, de saberse en muchos casos una impostura, falta de valores trascendentes y fácilmente asimilable por el mercado. El fenómeno Harry Potter, como el de El Señor de los Anillos, ha sido ejemplo paradigmático en el ámbito del cine mayoritario contemporáneo de una hiperinflación de los signos y un simulacro de gravedad que, simbólicamente, requieren de la renuncia, la traición o la recuperación irónica —propia de quien se cree más sabio— de las ficciones que, para un par de generaciones anteriores, empezaron a sembrar las semillas del denominado orgullo friki. Ver en 2018 Torok, el Troll es asistir al paseo de un rey desnudo de las galas con que cierta cinefilia ha disfrazado el fantástico. Un género que hace treinta años era sugerente incluso cuando caía en el ridículo, y que hoy por hoy es puro ornamento con un poder revulsivo escaso.

  1. (1) YANICK, Joe (2015): “Goblins and Trolls and…Garbage Pail Kids? Oh My!”, en Diabolique Magazine, 24 de noviembre, http://diaboliquemagazine.com/goblins-and-trolls-and-garbage-pail-kids-oh-my/.
  2. REDACCIÓN (2008): «Legal battle over who first thought of Harry Potter», en The Hindu (Chennai, India), citado en GRANGER, John (2008): “Ms. Rowling in the United States! Troll attack! What Does Harry’s Name Mean? Whence ‘Harry’?”, en Hogwarts Professor: Thoughts for Serious Readers, 13 de abril, http://www.hogwartsprofessor.com/ms-rowling-in-the-united-states-troll-attack-what-does-harrys-name-mean/
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