Traducir The Square como Un espejo
Por Aarón Rodríguez
Caerán chuzos de punta sobre los museos mientras los niños tristes del barrio andan escuchando a Jarfaiter y pegándole al tema. Hay películas abrasivas que se te quedan pegadas a la piel –a la de dentro, a la piel que recubre el alma- y van devorando lenta e irremisiblemente la buena imagen de los espejos. Los espejos, por cierto, tienden a tranquilizarnos ya que confirman, mejor que peor, que tenemos un rostro, que hemos sabido afeitarnos o que somos al mismo tiempo cultos y comprometidos. Un gran invento, el espejo.
Ahora bien, cuando se dice que una pantalla de cine puede ser un espejo se tiende a olvidar que hay una cierta distancia de paralaje entre lo que somos y lo que vemos. Esa distancia puede darse por la vía de la sublimación –cuando parece, por ejemplo, que las películas nos dan la razón- o por la vía de la traición –cuando una película nos niega, o a lo peor, se construye en torno a aquello que francamente desearíamos no tener que ver. Así, por ejemplo, a veces uno acude a ver una buena película social, densa, de esas que saben “dar voz a las minorías”, que “están comprometidas con su tiempo” y después puede uno chasquear los labios y tomarse un buen vino en la soledad de su salón saboreando los sobrecogimientos estéticos del inmigrante, del discapacitado, del refugiado. Dulce cine social, tranquimazín de conciencias y –ya sea por la vía formal o la temática-, fantástica máquina de bautizar a la “buena ciudadanía”. El problema es –lo dijo Haneke en la extraordinaria Código desconocido (Code inconnu: Récit incomplet de divers voyages, 2000)- que igual las minorías están a otra cosa, que no tienen demasiado interés en nuestros delicados paladares de la alta cultura o que, en fin, ya saben que el auténtico cine social son los videoclips de Jarfaiter y déjate de ostias.
Lo de Ruben Östlund ha molestado –y molestará- a mucha gente porque pasa directamente por la negación de los lugares de pensamiento de la estética post-68 y eso, en fin, significa decir claramente que estamos perdidos. Que estamos indefensos incluso ante la fantasía misma de un arte que pudiera salvarnos, que fuera sagrado. Fantasía, porque suficiente tienen los artistas hoy en día con sacarse unos euros para no morirse de hambre o no terminar vendiendo diseños para Mr. Wonderful como para que encima vengamos los críticos a preguntarles por qué ya no funciona, por qué ya no nos sirve el truco de magia de la esperanza. Eso es lo que me quemó las manos en The Square: la falta de esperanza de cada una de las imágenes. Ni un plano, ni un maldito plano en el que pudiera pensar, aunque fuera por un segundo, que había una posibilidad para el arte. Extraordinario y, a la vez, intolerable.
Caen chuzos de punta –los de este invierno, prácticamente estrenado-, y los soportales de mi barrio están llenándose de niñas tristes que sueñan con ser Princess Nokia y, cuando paso por su lado con mi libro de Heidegger cuidadosamente protegido bajo el brazo derecho, me miran con cara de asco. Ellas son las auténticas críticas, y ellas heredarán la tierra. Su espejo es el mundo, y no una sala de cine.