Trance

Los gestos modernos Por Aarón Rodríguez

1. Trance

La obra cinematográfica de Danny Boyle ha conseguido mantener una extrañísima tensión entre el respeto a unos estilemas propios en la puesta en forma y la capacidad para no terminar de desplomarse del todo en los canales de lo mainstream. Allí donde otros creadores que comparten corte generacional han generado una suerte de tics estéticos fácilmente reconocibles –Wes Anderson, Guy Ritchie- o directamente han vendido su alma al diablo de un neoclasicismo sonrojante –David Fincher-, Boyle permanece estático, anonadado en su propio cine como si el paso el tiempo no fuera con él.

En cierto sentido, su filmografía podría ser considerada, sin rasgo de ironía, como un ejercicio de estilo centrípeto contra el paso del tiempo. Si escuchamos, por ejemplo, la música electrónica compuesta por Rick Smith que se filtra durante todo el metraje de Trance, no sería muy complicado rastrear los mismos tonos, los mismos matices, las mismas armonías y el mismo uso de la secuenciación que Boyle ya utilizó en las composiciones de Letfield o de Underworld. Durante las casi dos horas de metraje parece que nada ha cambiado desde los noventa, que el montaje sigue siendo el mismo, que el uso de planos violentados sobre potentes diagonales sigue siendo el mismo, que la manera de construir personajes sigue siendo la misma. Y, lógicamente, tal extraña asunción de lo mismo, de lo propio, tal ejercicio caleidoscópico de referencias pictóricas, musicales y artísticas similares, acaba siendo, como diría el protagonista de El club de la lucha (Fight club, David Fincher, 1999): “La copia… de una copia… de una copia…”.

Trance es un paso más dentro del vals mecánico en el que se han acabado por convertir las ‘Variaciones Boyle’. Con referencias explicitas al thriller ensayado en la muy superior Shallow Grave (1994), la pregunta por las relaciones entre sujeto y comunidad que ya estaban en Trainspotting (1996) o en Sunshine (2007), e incluso, una serie de referencias pictóricas que apuntan hacia la iconografía naïf de Millones (Millions, 2004), todo Trance parece un ejercicio de autoreferencialidad descomunal, como si Boyle se preguntara si es posible el cine, su cine, de nuevo en Reino Unido, un cine que, se diría, ha perdido el norte, la ilusión, el fuelle, la capacidad de riesgo y, en su lugar, ha decidido refugiarse aterrado en la negación de la temporalidad. El ser ya no comparece frente al tiempo, injertado en el tiempo, sino frente a una imagen multiplicada y escindida, ese rasgo mayor del Occidente de nuestros tiempos.

Boyle sabe que en 2013 no envejecemos, sino que nuestra cabeza, simple y llanamente, estalla.

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2. Trance

Boyle es un autor postmoderno extrañamente atípico.  Por un lado, no tiene la capacidad líquida de Winterbottom para cambiar de género, registro y estilo como si su filmografía anterior no existiese. Por otro lado, no forma parte de lo que podríamos llamar los  “cineastas de la deconstrucción”, entre los que bien podríamos incorporar a Gaspar Noé o a Darren Aronofsky. Su trabajo se inspira más en la primera postmodernidad, la del juego y la celebración, la postmodernidad de Venturi, de Álex de la Iglesia, de Jeff Koons. Sin embargo, hay un dato en su escritura fílmica sobre el que se ha incidido menos de lo que se debiera: su nada disimulada nostalgia por la modernidad. Al contrario que Winterbottom –que no deja de ser un panzer revolucionario que avanza a toda velocidad quemando los puentes y las imágenes- o de Noe –cuya creación fílmica es siempre destrucción-, Boyle es consciente de la posibilidad de un proyecto racional, y su filmografía se desespera al no conseguir reconstruirlo. De ahí La playa (The beach, 2000) y su resurrección del paraíso perdido, y también Sunshine con esa segunda posibilidad para la humanidad gracias a un acto mesiánico.

Hay, en Trance, dos iconos radicalmente modernos en los que la escritura de Boyle se permite el lujo de temblar.

Y ambos apuntan, con total precisión, a la obra de Francisco de Goya: la cita explícita de Vuelo de brujas –con esa extraña pero pertinente disolución final en los créditos, como si al levantarse la firma de los creadores de Trance se borrara un pasado histórico ya insostenible-, y la búsqueda de la belleza perfecta, una belleza religiosa y premoderna, que  Boyle sitúa en el terreno anterior a La maja desnuda.

Merece la pena pensarlo con algo de detenimiento. La belleza está situada en un espacio premoderno –el Vaticano, la pintura religiosa anterior a Goya- en el que el cuerpo de la mujer apuntaba a un goce religioso y de una “perfección absoluta”, como señalan las propias líneas de diálogo. La entrada de la modernidad supuso la aceptación de la imperfección –sólo sorteable, suponemos, mediante la hipotética emancipación que nos traería la razón-, y, algo que Boyle no dice pero que está en el Lars von Trier de Anticristo (Antichrist, 2009): las mujeres de Goya han dejado de ser diosas para convertirse en brujas, y su goce, por lo tanto, está conectado directamente al delirio. A nadie se le escapa que Vuelo de brujas no es sino el temblor de un psicótico atravesado por el pánico, algo así como la violencia que estalla en el propio protagonista de Trance, y a la que Boyle no se atreve a mirar cara a cara.

Trance

Y por eso, precisamente, fracasa toda la película. Porque Danny Boyle suspira por un estado de las imágenes premoderno –recordemos, de nuevo, los santos de Millones, los mesías que aparecen una y otra vez en su filmografía, su propio pasado como seminarista-, pero a la hora de reconstruir esas imágenes se paraliza y acaba explicitando lo que queda: el cuerpo como objeto de horror y de malestar. La castración, la automutilación, la evisceración, todo ha estado en Boyle desde el principio y va ocupando distintas formas. Sin embargo, al contrario que en Irreversible (Gaspar Noé, 2002) o en Martyrs (Pascal Laugier, 2008), aquí no hay un discurso sobre la quiebra del cuerpo, sino simplemente, un montón de imágenes hipnóticas, publicitarias, extrañamente nuestras, que se superponen para acabar mostrando la única intuición que encierran: no hay nada debajo. No hay nada en ellas, ningún hálito sagrado, racional, ninguna epifanía, ninguna declaración humanística. Por mucho que la protagonista de Trance intente depilarse para emular esa belleza premoderna, al final acaba convertida en una sombra incomprensible en las últimas veinte páginas de guion.

Y es que Boyle quiere volver al relato, pero no lo consigue. Y ese es su drama. Y quién sabe, quizá también el nuestro.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Josué dice:

    La crítica expone taxativamente el cine de Boyle, ahora sí, creo que le das más importancia de la que este autor merece y eso hace que observes cosas que no existen en su propio cine o que carecen de alguna importancia final en la película.

    Un saludo.

  2. Bárbara dice:

    Impresionante la crítica. Felicidades!
    A mi me ha parecido como uno de los paquetes que recibe el protagonista durante sus sesiones. Muy bonito y bien envuelto; pero vacío en su interior.
    Y Rosario Dawson si que me ha gustado como Femme fatale.

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