Transit
El amor en un mundo inestable Por Damián Bender
En el mundo del arte, las obras se comunican entre sí de alguna forma u otra. La originalidad absoluta es una panacea, y cualquier obra de cualquier tipo de medio artístico se encuentra inmerso en un devenir histórico que la ha influenciado en cada fibra de su ser. Desde los medios de producción hasta los ejes temáticos, los artistas son reactivos a los hechos del presente y al camino recorrido para llegar al aquí y ahora. Seguir la senda de un estilo musical o romper con los modos de producción nacionales de realizar películas, todas las decisiones reaccionan al pasado para seguir escribiendo la historia del arte en el futuro. Dentro de estas maneras de relacionarse con el ayer, los remakes y adaptaciones son de los casos más paradigmáticos. Una versión actualizada de una película clásica o una traslación de literatura a cine funcionan como reflejos cargados de metatexto que hablan tanto de la obra original como de su identidad en el presente. En la cultura del perpetuo remix en la que estamos inmersos, hay algunas obras que no son remakes pero que en su temática o estética remiten directamente a alguna pieza relevante en el canon artístico. Podemos pensar en la improbable relación entre un anime como Cowboy Bebop (Kaubôi bibappu, Shinichiro Watanabe, 1998) y un clásico del cine noir como Retorno al pasado (Out of the Past, 1947) de Jacques Torneur, o en una conexión un poco más sensata como la que se da en Transit, la nueva película del alemán Christian Petzold.
La película con la que Petzold mantiene un diálogo constante es un clásico universal del cine: ni más ni menos que Casablanca (Michael Curtiz, 1942), el melodrama de guerra por excelencia. Esto no quiere decir que Transit sea una copia al carbón de esta, sino que trabaja con una temática y situaciones similares a las que busca darles una vuelta de tuerca. Así trata de evocar el espíritu de Casablanca y del cine de su época para trasladarlo a una obra que no es similar, que evoluciona pasado y presente con sus propios elementos. En otras palabras la película de Curtiz es una huella y una inspiración que marca a la película de Petzold, pero no la hace gravitar en su órbita. Una referencia obligatoria más no condicionante. Los elementos condicionantes de Transit están dados por las características peculiares sobre las que trabaja el argumento para separarse de Casablanca. Es un melodrama de guerra en el que la historia de amor se da entre –haciendo un paralelismo- un impostor que sin querer se cruzó en el camino de un Laszlo ya muerto y una Ingrid Bergman que no piensa irse sin su esposo –Laszlo- que no aparece por ninguna parte. No hay un Humphrey Bogart en esta historia, el triángulo amoroso se da con un médico alemán bien intencionado. Tenemos el relato amoroso y apasionado en tiempos de ocupación, pero con otras características y sobre todo, una ambientación tan original y pertinente como discutible en su aplicación.
La gran apuesta de Petzold y el elemento que la distingue especialmente es que la ocupación alemana sobre territorio francés está ambientada en el presente. Es la Segunda Guerra Mundial, pero en 2018 en lugar de 1940. Los autos son actuales, las vestimentas de la policía también, los transportes, todo remite a nuestra actualidad. Esta idea de trastocar el presente para hacerse eco del pasado además de ser muy particular puede interpretarse como un diagnóstico sobre el estado socio-político actual. Petzold trae un drama antiguo como el de los refugiados en Europa durante la guerra para reflexionar sobre las similitudes con el estado actual de continente, con los refugiados árabes y africanos que buscan asilo en nuestros días y los europeos que trataban de escapar hacia América antes de caer en las garras del Tercer Reich. Este paralelismo no sólo es interesante sino que también es loable, sugiere que los terribles fantasmas del pasado están más cerca de lo que pensamos. El problema de este concepto reside en su aplicación en el audiovisual, en cómo encajan las piezas dentro del todo que es la película.
El inconveniente está en que el binomio pasado-en-el-presente parece anquilosado en el primero y usa como fachada el último. Sí, es 2018, pero sin teléfonos celulares o dispositivos informáticos. El mundo construido por Petzold piensa, actúa y se desarrolla como si fuera 1940, lo que implica cartas escritas a mano y máquinas de escribir, un modo de comunicación diferente del nuestro. Es como si fuera literalmente una película ambientada en una Marsella sometida a una inminente ocupación germana, pero sin el vestuario y los elementos históricos correspondientes. De esta manera, Transit se ubica en un eje espacio temporal no definido, que tiene muchos más ecos del pasado que del presente en el que indudablemente se ubica. Entonces, las loas del párrafo anterior empiezan a encontrar interrogantes: la conexión entre la ocupación alemana y los refugiados en Francia parece más un ajuste por falta de presupuesto para una correcta ambientación histórica que una reflexión sobre nuestros tiempos. Sin embargo, lo que termina de desconectar el binomio es cómo se diluye el drama de la ocupación a medida que avanza el relato. La tensión con la que inicia no tiene nada que ver con la forma en que termina. La historia de amor engulle a su contexto y lo transforma de amenaza a anécdota, a un McGuffin que recitan los protagonistas para justificar sus acciones y comportamientos. Esto lo diferencia sobremanera de Casablanca, que tenía una historia de amor que se intensificaba gracias al contexto en el que estaba sumergida. Aquí los giros del romance y la pasión se debilitan al girar sobre sí mismos, ignorando a su propio y ambiguo universo. Resulta extraño hablar de esto en el cine de Petzold, cuando en Barbara (2012) conseguía configurar la tensión de la Alemania socialista con una ambientación mínima y muy pocos elementos. Aquí incluso cuenta con más despliegue, sin embargo su mundo se desarma.
Y luego está la voz en off. Petzold introduce en el relato un narrador que comunica pensamientos del protagonista –de nombre Georg-, detalles para comprender sus sentimientos y sensaciones ante los acontecimientos. El problema con esto es lo innecesario que resulta. Las precisiones que nos da este personaje totalmente periférico al relato no aportan demasiado y entorpecen la fluidez del relato. Busca aclarar aspectos de la personalidad de Georg que tranquilamente pueden manifestarse en la diégesis, como si temiera que la parquedad/timidez que lo caracteriza no alcanzara a manifestar los sentimientos que guarda en su interior. El narrador subraya en donde no hace falta, como si buscara atar cabos sueltos que se perdieron en algún punto del rodaje.
Estos elementos lastran a un relato con mucho potencial: una historia de amor marcada por los azares del destino en un contexto hostil que debería intensificar el impacto emocional. La vocación narrativa y el estilo clásico que caracteriza a Petzold están ahí, también la presencia actoral –que evita el desbarranco-, solo que en esta ocasión el contexto en el que se desarrolla se esfuma a medida que avanza la historia, por ende se evapora el conflicto, el motor del relato. Los repetidos giros del guión –que me quedo, que me voy, que nos vamos juntos, que te vas vos y yo me sacrifico- tampoco ayudan a evitar el mareo de un relato que termina girando sobre sí mismo hasta el final. En definitiva, las ambiciones de Transit se quedan cortas en comparación al resultado final. Pero bueno, siempre nos quedará Phoenix (Petzold, 2014).