Trastornos mentales

La hora del lobo, El resplandor y Anticristo Por Marco Antonio Núñez

“El ser humano es esta noche, esta nada vacía, que lo contiene todo en su simplicidad – una riqueza inagotable de muchas representaciones, múltiples, ninguna de las cuales me pertenece- o está presente. Esta noche, el interior de la naturaleza, que existe aquí – puro yo- en representaciones fantasmagóricas, esta noche en su totalidad, donde aquí corre una cabeza ensangrentada- allá otra horrible aparición blanca, que de pronto esta aquí, ante él , e inmediatamente desaparece. Se vislumbra esta noche cuando uno mira a los seres humanos a los ojos- una noche que se vuelve horrible.”G. W. Hegel

Una noche que se vuelve horrible. Una noche sin sueño que late en el nervio mismo de nuestro ser, acechando al final del corredor, donde la luz es tenue y sabemos que aguarda el monstruo. La locura es ese residuo irreductible que genera el sujeto racional moderno, aquel sueño de la razón con el que debe acostumbrarse a convivir y familiarizarse para mitigar el pavor que supone la cercanía de la amenaza del demonio, como acertadamente lo denominó Stefan Zweig en su célebre ensayo, ‘La lucha contra el demonio’. Un demonio al que sucumbieron esplendorosamente Hölderlin, Kleist y Nietzsche entre otros muchos.

Es posible que el pensamiento y la creación artística solo sean un intento, en ocasiones fútil, de establecer anclajes de sentido, pertrecharnos con fundamentos y débiles certezas que tiendan puentes sobre el abismo. Al fin, las alucinaciones del psicótico no son más que un último esfuerzo por evitar el derrumbe de la bóveda de su realidad como sujeto.

La imágenes a las que nos aferramos, los textos que producimos, este continuo bogar entre símbolos, cifran aquel anhelo y anticipan un fracaso probable pero que merece la pena intentar, siquiera de forma provisional, porque como veremos, el arte no nos puede salvar.

Pervirtiendo el título del texto homónimo de Didi-Huberman sobre Benjamin, hemos titulado este ensayo, «Cuando las imágenes tocan lo Real«. Lo Real en sentido lacaniano, aquel orden no simbolizable y traumático, aplicado a las imágenes de los tres títulos desde los que nos hemos propuesto abordar ciertos estados alterados, La hora del lobo (Vargtimmen, Ingmar Bergman, 1968), El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980) y Anticristo (Antichrist, Lars Von Trier, 2009); tres títulos que sentimos en comunidad, atravesados por una misma corriente, tal vez por una caprichosa organización de nuestra cartografía cinéfila, tal vez porque ciertamente existan afinidades objetivas entre ellos. Tres títulos de sendos autores mayúsculos que, en diversos grados, se adentran en las lindes genéricas del cine de terror, desde luego, género privilegiado para abordar la locura y, en general, los aspectos más problemáticos del ser humano como sujeto y como grupo.

El declive del sujeto se vive como una experiencia necesariamente terrorífica, especialmente por parte de aquellos más cercanos, la pareja o el hijo. La experiencia problemática de la paternidad es uno de los puntos de contacto entre sendos filmes. Encontramos tres parejas que establecen relaciones diversas con la ausencia/presencia del hijo. Podríamos hablar del desarrollo progresivo del papel conflictivo del hijo en el seno de la pareja, desde aquel no nato que en nada problematiza la relación de la pareja, hasta el afán del padre por darle muerte una vez que perciba la amenaza que su presencia implica en relación a su deseo. Finalmente, la muerte del hijo se consuma por la madre, su creadora, en respuesta al abismo que se abre entre el instinto maternal y una naturaleza diabólica femenina.

Film and Television

El resplandor

En cualquier caso, la violencia se incardina en el corazón de la pareja y se manifiesta de un modo brutal. Las agresiones son continuas, Johan dispara a Alma, Wendy agrede a Jack en defensa propia, y así, llegamos hasta al tour de force que supone el tramo final de la cinta de Lars Von Trier, verdadera cumbre del porn torture.

Planteamientos narrativos análogos que inciden en el motivo del aislamiento y, en cierto modo, el asedio, ambos, concreción física de la soledad y los demonios que acosan al individuo psicótico, junto al fin unánime del sujeto “enfermo”, refuerzan la identidad entre las tres obras que procedemos a abordar en orden cronológico y genético.

La hora del lobo: La pesadilla de Schopenhauer

Schopenhauer (y Freud, y Benjamin) confiaba en el arte como bálsamo para la vida. En el ámbito de la contemplación estética se supera la sujeción a la voluntad. El arte facilita el acceso a las ideas, la voluntad es objetivada y las cadenas de necesidades se interrumpen, llevando al sujeto estético lejos de la discordia y el conflicto. Para librarse del dolor es preciso negar la voluntad, ergo el camino que habrá de recorrer el individuo para alcanzar ese propósito será el del arte como instancia salvadora.

Pero, ¿qué ocurriría si ni el arte pudiera salvarnos? Esa parece ser la negra conclusión de Ingmar Bergman en La noche del lobo, donde encontramos a un pintor, Johan Borg (Max Von Sydow) que en plena crisis creativa se convierte en víctima de su obra. En el intento de simbolizar lo reprimido de su deseo, acaba sucumbiendo ante las imágenes que ha plasmado sobre el lienzo.

La narración de La hora del lobo aparece inscrita en un triple marco que insiste en señalar los límites de la representación fílmica y la naturaleza de sus imágenes como signo o huellas diferidas que señalan una ausencia.

la hora del lobo 2

La hora del lobo

En primer lugar, unos rótulos nos informan de la misteriosa desaparición del pintor Johan, y de que lo que veremos es una recreación a partir de sus diarios y de las conversaciones con su pareja, Alma. Durante la secuencia de créditos, oiremos en off al equipo de filmación de la película, ultimando los detalles previos a la orden definitiva del propio Bergman. A continuación será la misma Alma (Liv Ullman) quien, mirando a cámara nos ponga en antecedentes de los hechos que condujeron a la desaparición de su marido dando paso, finalmente a la recreación de lo sucedido.

En primer lugar encontramos el recurso literario del “manuscrito encontrado” con el que se pretende conceder veracidad al contenido ofrecido. Sin embargo, el filme asume a continuación su carácter de reconstrucción al “mostrar” el audio de ese espacio vedado a la audiencia que revela el artificio y rompe con la suspensión de incredulidad del aparato ficcional; la otra escena cuya represión se revestía casi de un carácter trascendental para la viabilidad de la ficción misma.

Estamos por tanto ante una representación artística, necesariamente diferida, de lo que fue presente y ahora solo es un intento de enunciar esa ausencia desde la huella de Johan dispersa en signos, palabras, dibujos, trazos de una identidad en disolución inexorable. Con Alma dirigiéndose a la cámara, descubriendo la mirada del espectador al otro lado, la enunciación insiste en el desenmascaramiento del aparato fílmico y apunta a aquello que está fuera de cuadro, lo reprimido, la otra escena de la que de forma habitual no se quiere saber nada. Pero también podría funcionar como un intento de representación imposible de lo suprimido en el orden Simbólico, la forclusión, el mecanismo de la psicosis.

Pero volvamos a la narración. Durante los primeros compases vemos a una pareja feliz, disfrutando del retiro en una isla de belleza agreste. Sin embargo, la mañana del segundo día -aunque es arduo precisar la cronología de los hechos-, Johan regresa taciturno, visiblemente contrariado, sin revelar a Alma la causa del cambio de su conducta. Algo comienza a ir mal. El insomnio que padece y obliga a compartir a su mujer, agrava las cosas. Y esa noche, en un evidente estado de inquietud -sabemos ya de sus miedos nocturnos-, enseña los dibujos de la jornada, las imágenes que no pueden venir con el sueño, imágenes que al espectador se nos velan y con las que parece querer torturar a Alma. Imágenes que tocan lo Real. Más tarde, Johan dirá que en su trabajo no hay nada implícito salvo la compulsión.

Alma verá pasar con las hojas del cuaderno un catálogo de figuras con ribetes de fauna, el homosexual inofensivo, la Dama que amenaza con quitarle el sombrero y con él, la cara -imagen elocuente de la identidad del sujeto como un atributo accesorio, contingente -, el Hombre pájaro que Johan identifica como el papageno de La Flauta Mágica, los carnívoros, los insectos, el Hombre araña, el Maestro, mujeres con lenguas viperinas. Los demonios que su mente ha creado y que parecen ser convocados en la hora más oscura antes del alba, la hora del lobo.

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La hora del lobo

Pronto veremos cobrar vida a ese bestiario y dar inicio a su acoso en forma de una extravagante troupe de reminiscencias fellinianas, miembros de una burguesía decadente que han hecho del juego de la crueldad, un hábito. Aduladores liderados por el Barón Van Nerkens (Erland Josephson) que tratan de seducir a Johan de forma mefistofélica, primero halagando al artista, más tarde apuntando al nervio medular de su deseo, Verónica Vogler.

Sabremos que Johan mantuvo una relación con Verónica basada en una pasión mórbida, un deseo de posesión total, que suele equiparse con un deseo de destrucción del objeto amado, su total y plena asimilación por el sujeto. Al retratar a Verónica, en cierto modo, Johan cumplió ese deseo y en adelante regresará como una fantasía, un delirio. Otro demonio.

Para cuando se celebra la primera velada en el castillo, Alma ya había encontrado los diarios donde se narra la aparición fantasmal de Verónica, una mañana, mientras Johan se debate con su crisis creativa de espaldas al lienzo, en el centro mismo del encuadre convertido en una gran mancha oscura, opaca, perfilado, evocando el motivo del pensador. El caballete que recoge los reflejos del mar, se sitúa a su derecha, por el lado opuesto veremos unas piernas acercándose, descalza sobre el pedregal. Verónica, el deseo de Johan, emerge bajo la tela de su vestido claro la carne herida de un pecho, la huella de la violencia y el sexo. Verónica se materializa convocada por su impotencia creadora, quizá ofreciéndose como solución. Luego, un brusco zoom sitúa a Verónica en un gran primer plano cuando pasa a leer la carta de un misterioso remitente anónimo -solo importa el receptor -en la que le anuncia a Johan su porvenir: “…los sueños se convertirán en realidad. Se acerca el final.” La carta concluye con un “Está decidido”, que apunta a una voluntad omnipotente e implacable que precipitará al pintor a la locura. La escritura dicta sentencia.

Verónica reaparece en la velada con los antropófagos -denominación del propio Bergman -cuando le muestran el retrato que Johan hiciera de ella y que luce en el dormitorio de la Baronesa.

La crisis de Johan se agudiza progresivamente, los sueños se convierten en realidad, y ya sabemos el peligro que apareja conseguir lo que deseamos. Para poder dar cumplimiento a su deseo de volver con Verónica, primero debe matar a Alma -encomienda del propio Barón -y al hijo de ambos -asesinato consumado por vía alucinatoria. Los demonios disponen un ritual grotesco en el que Johan será transformado en un andrógino, figuración del declive de su identidad y broma cruel, toda vez que suprimen su virilidad en la antesala misma del presunto encuentro sexual con Verónica. En el transcurso del descenso a los infiernos en que se convierte su periplo por las estancias del castillo, asistimos a la metamorfosis de los antropófagos en esa fauna siniestra que Johan había pergeñado.

Y al final de sí mismo, más allá de esa máscara afeminada, después de que le hayan quitado la cara -al fin, él era esa especie tan común, inofensiva, probablemente homosexual -, en una espaciosa estancia, espera Verónica.

Naturalmente el reencuentro será resuelto como una parodia bastarda y monstruosa, espiada obscenamente por todos los demonios con la mueca babeante del goce, el espacio mismo donde la imagen bergmaniana toca lo Real.

“El vaso se ha roto -dice Johan, o mejor, dice su máscara de payaso tras la que nada queda del sujeto roto por la demanda del goce, el individuo que no pudo ser salvado por el arte-, pero, qué reflejan sus fragmentos.”

Lo demás solo puede ser silencio.

El resplandor: El Minotauro

El resplandor, nadie lo duda, es una obra capital de los últimos cuarenta años, tanto por su clarividencia en el abordaje de conflictos netamente contemporáneos en el ámbito de la subjetividad y de las relaciones personales, como por el insuperable envoltorio formal en los que aquellos encuentran una cumplida realización. Virtudes que, además, se han visto acompañadas de una gran popularidad, siendo una de esas películas que todo el mundo parece haber visto.

Jack Torrance (Jack Nicholson) deviene epítome del hombre de la posmodernidad, típico producto de la sociedad del bienestar, formado, culto, integrado social y emocionalmente, y biológicamente realizado como padre, con capacidad, a priori, de destilar todo el malestar que apareja la madurez desde el ejercicio de la producción artística. Pero, de nuevo, el arte no puede salvarnos, y sucumbe al extravío, la escisión por obra de la venganza de lo reprimido y el imperativo inaplazable del deseo.

¿Nos está hablando Kubrick del destino paradójico del cogito moderno, el solipsismo y la locura, “la noche del mundo”, ese reducto último que Derrida localizaba ya en su mismo origen, Descartes, y al que el sujeto racional no puede escapar?

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El resplandor

Desde luego, nos está hablando, siempre lo hace, de la inviabilidad de un proyecto colectivo en armonía que no produzca una violencia residual. Lo siniestro anida en el corazón mismo del ámbito familiar, espacio elemental de encuentro con el otro que dispensa la ilusión de unidad, ilusión que pronto se revela dolorosamente como tal, toda vez que ese acercamiento a la alteridad lejos de producir la supresión de las diferencias, las exacerba, convocando un juego sadomasoquista que sabemos bien, se celebra, con matices y grados, máscaras y cosméticos, pero con frecuencia también de la forma más descarnada posible, en todas y cada una de las familias.

Tenemos de un lado al sujeto psicótico, el cisma en la psique, de otro el conflicto latente en la unidad familiar, en una relación de estricta reciprocidad, donde en puridad, resulta imposible establecer una genealogía para depurar causas primeras, toda vez que el desgarro es producto del rechazo de la función paterna y su Ley.

A diferencia de la novela, denostada injustamente, donde se establece una relación causal entre el rechazo del padre por parte de Jack con el brote psicótico, el guión de Kubrick y Diane Johnson es más elusivo, y por ello, más evocador y complejo. Apuntamos que la inagotable fuente de lecturas que parece ofrecer El resplandor se debe a una narrativa depurada desde la asunción de los códigos genéricos y expedita de toda información que no sea meramente referencial -suprimiendo datos biográficos esenciales en la novela -en conjunción con, y he aquí su mayor novedad con respecto al texto de King, una sólida urdimbre intertextual que ofrece un basamento arquetípico a la historia, elementos bien documentados que van de la mitología clásica a los cuentos de hadas.

En clave genérica, la transformación de Jack de un tranquilo profesor y escritor, padre de familia en un violento simio, se debe a su posesión por parte del lugar maléfico, el Overlook. En clave analítica, el relato de Ullman (Barry Nelson) acerca del asesinato de Grady (Philip Stone) de su mujer e hijas, es uno de los detonantes. Jack es un hombre de mediana edad atrapado por la familia que le impide realizarse como escritor. Un episodio de violencia seminal que expresa su frustración tuvo lugar un par de años atrás, cuando le rompió accidentalmente un brazo a Danny (Danny Lloyd), furioso porque el niño había tirado todos los papeles mientras trabajaba. Episodio que ilustra la dificultad para conciliar vida familiar y creación que abre una herida de difícil sutura en el seno familiar, convocando futuras hostilidades.

Sin embargo, apenas llegan al Overlook y la situación parece propicia, Jack no puede escribir -igual que a Johan, le atenaza el bloqueo-, quizá nunca tuvo nada que escribir, quizá el relato sea imposible desde el momento en el que el sujeto mismo ya ha invadido el relato.

Sabemos que el sujeto psicótico se aferra a las imágenes alucinatorias que le dispensan el anclaje delirante a una realidad que siente declinar. Jack intenta afirmarse en el discurso, en el texto que trabaja durante las noches para suplir la inconsistencia de la subjetividad magnetizada por el abismo de lo Real, pero en el trance, acaba él mismo siendo absorbido por ese discurso.

Las dos primeras apariciones fantasmales apelan a su deseo, alcohol y sexo, la tercera le invita a sumir el relato de Grady, hacerlo suyo, disponerse a vivirlo hasta sus últimas consecuencias. Grady ha realizado el deseo de Jack, librarse de las responsabilidades familiares que obstan la realización de esas otras “responsabilidades” más vagas, aquellas contraídas con las personas que confiaron en él -el gran Otro-, que depositaron su fe en él.

No es casual que en la última imagen de Jack con vida, Kubrick nos lo presente como a un homínido presa del goce, incapaz de articular el nombre de su hijo (como tampoco el Nombre del Padre), balbuceando probables amenazas, gruñendo, alejado en su andar de la verticalidad humana, perdido en su propio laberinto, medio hombre y medio bestia, involucionado, abandonado por el lenguaje, un tránsfuga de lo Simbólico (él, escritor, dueño del logos) después de su absorción definitiva por lo Real.

Siendo, al fin el Minotauro.

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El resplandor

Anticristo: ¿Está muerto Freud?

Si El resplandor vinculaba la paternidad a la psicosis, ahora ésta deriva de la vivencia del desgarro entre feminidad y maternidad. A diferencia del filme de Kubrick, cuyo planteamiento narrativo se adscribía de forma abierta a los códigos genéricos del fantástico, Von Trier, más oblicuo, procede desde la alegoría en torno a la pérdida y el duelo para desarrollar una genealogía del Mal, si lo abordamos en términos teológicos, o la irreductibilidad de lo femenino al discurso falocéntrico, si optamos por códigos post-estructuralistas.

Von Trier reivindica la dimensión mítica de la narración creando una poética de gran densidad simbólica que contrasta con su sencillez narrativa.

El prólogo gira en torno al motivo visual de la caída -tema presente en toda la película -e ilustra la escena fantasmática par excellence, donde el hijo asiste a su concepción, la prehistoria del sujeto. Pero también se nos ofrece en todo su esplendor el goce femenino, el hiato que se abre en la mujer entre la función reproductora y su naturaleza.

Una escenografía de encuadres precisos en un blanco y negro onírico y cámara lenta, con el acompañamiento musical del aria de Händel, ‘Lascia ch’io pianga’, coreografía sendas acciones paralelas, la cópula y la excursión fatal del pequeño Nick, donde la muerte se rima al cabo con el orgasmo materno, y se abre la herida entre el dolor de la madre con el goce de la fémina.

A continuación irrumpe un color pálido, la cámara se vuelve inestable, pierde pie, los encuadres difuminan sus márgenes sostenidos sobre el abismo. A falta de un fundamento, un eje rector y un punto de vista ordenador, basculan entre los rostros de los dos únicos personajes con feroces barridos. La puesta en escena entrópica de Von Trier se contagia del caos que instaura la falta, la muerte del hijo. Ahora asistiremos a un enfrentamiento paulatino entre esos padres sin nombre, ese hombre y esa mujer (Williem Dafoe y Charlote Gainsbourg) que parecen estar solos en el mundo.

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Anticristo

Hombre y mujer sin identidad más allá de la que les dispensaba su lugar en la estructura de la paternidad, padres sin hijo, desubicados en una relación estéril condenada a su disolución.

La depresión de Ella se manifiesta como un retiro progresivo del universo simbólico que se inscribe en un dolor físico y un miedo pánico que veremos, se incuba con anterioridad a la pérdida. El enfrentamiento entre ambos se concreta paulatinamente en los discursos respectivos que sostienen, un discurso masculino asimilador de las diferencias y el no-discurso del goce femenino.

Si el relato mítico tiene su límite en el discurso racional, lógico, logocéntrico, el discurso falocéntrico del varón guardián del logos, convertido en última instancia en el relato de la conciencia que resiste a lo Real; el relato femenino se reviste de los significantes del mito, espacio donde la palabra sagrada (o maldita) encuentra su asiento, un relato, un hermoso “cuento infantil”, como Él etiqueta de manera petulante cuando le sea referido el llanto del roble. Un discurso poético que, siguiendo la etimología de poiesis, es performativo. De ahí que un grito inarticulado de la mujer, un no-discurso, provoque la granizada.

Pero volvamos a la causalidad narrativa. Tras la muerte de Nick, la mujer cae en una depresión en términos clínicos que es elaborada de forma análoga a la sintomatología de una “posesión demoniaca”. El Demonio en el Zaratrusta era aquel espíritu de la Gravedad que impedía bailar al profeta, igual que él, Defoe verá drástica y dolorosamente reducida su movilidad cuando su mujer le aprese con una piedra de moler.

Pero mucho antes, el terapeuta habrá descubierto que Edén es el origen de los miedos de su mujer y decide ir a afrontarlos con ella a una remota cabaña, en pleno bosque, donde pasó el último verano junto a Nick.

De igual modo que Bergman y Kubrick, el danés se demora en el pasaje a esa cosa natural, excéntrica, alejada del mundo confortable de la cultura y la mediación simbólica, una naturaleza que, como se verá, ha perdido su fuerza fecundante y en cuyo torrente anómico -sin nomos, sin Ley paterna, un frenético caudal femenino-, solo prospera la muerte.

La amenaza de la cosa lacaniana, comienza a concretarse ya en la clínica, en el último plano sobre el perfil de la Gainsbourg, la cámara elige un destino ajeno a ella, “más allá” de ella, el vaso contenedor de unas flores que reposa sobre la repisa. Ese nuevo destino tiene consecuencias formales pues el encuadre súbitamente se estabiliza y la cámara avanza hacia el agua pútrida donde se encuentran los tallos, con el acompañamiento sonoro de un zumbido amorfo, amenazante: la música de lo Real. Este tránsito de la superficie ordenada de las cosas al caos de la cosa por un cambio de perspectiva, sintetiza toda la poética lynchiana que Von Trier no tiene inconvenientes en vampirizar.

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Anticristo

En adelante, todas las evocaciones del pasado en Edén así como las apariciones cuasi-fantasmales que presencia Defoe, veremos la cámara estable, como si encontrara su fundamento en ese espacio difuso que separa la realidad de lo onírico, un fundamento que lejos de servir de apoyo, hace paradójicamente declinar la identidad y la conciencia del sujeto, lo desfonda y desmiembra (literalmente).

La primera imagen de la travesía en tren es un tráfago visual ofrecido desde el marco de la ventanilla, cuando aún no se ha perfilado como tal e ignoramos la perspectiva. La mirada no puede reconocer objeto alguno en mitad del movimiento, pronto, apariciones súbitas de rostros fugaces nos golpean, irreconocibles durante las pocas centésimas de segundo que se detienen con su mueca atroz; rostros amenazadores, desencajados, que apenas congelamos la imagen identificamos como la cara deformada de la mujer.

Detengámonos en el rostro fundido de la pareja, en lo que parece una doble cita. De un lado, a la archiconocida cara diabólica de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), y de otro, a Bergman en Persona (Ingmar Bergman, 1966).

En el primer caso, la intrusión del rostro terrorífico se antoja como manifestación del regreso de lo reprimido, el asalto de los representantes psíquicos de la pulsión demoniaca. En lo referente a la idea de la proximidad de dos identidades sin la total asimilación de ninguna de ellas, con el aporte de ese gesto contorsionado por el pánico de ambos, anticipa quizá el doloroso acercamiento que se producirá entre la pareja, tanto en lo emocional y lo físico.

En cualquier caso, los rostros anuncian que llega el dolor.

La geografía remota del lugar de la cabaña, obliga a la pareja a adentrarse en el bosque cruzando obstáculos naturales, puentes, una topografía física que figura el espacio mental en el que se están peligrosamente adentrando.

El puente, el Árbol de la Ciencia muerto -no nos detendremos en la consabida simbología vetotestamentaria del filme- y la cabaña, figuran respectivamente, el tránsito hacia una nueva realidad mental u óntica, la imposibilidad de obtener un conocimiento, de articular el goce, y la presencia del recinto seguro de la conciencia.

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En la seguridad del recinto de la cabaña asediada por una naturaleza exuberante, el terapeuta que esgrime con tanta seguridad su discurso asimilador de las diferencias, invoca lo diferente, al otro, con la confianza de suprimirlo: “Deja venir al miedo si quiere.” Convencido de que el miedo altera la percepción de la realidad, frente a la postura irracional (y lúcida) de Ella que sostiene que el miedo es consecuencia precisamente de una realidad monstruosa y atroz.

Vemos que Él ofrece unas coordenadas imaginario-simbólicas dentro de las que es posible la producción de un sentido, actitud que implica necesariamente ignorar las demandas de su mujer y, en consecuencia, el fracaso de una terapia que se adscribe a las narraciones tranquilizadoras de las actuales escuelas cognitivas de raigambre liberal.

Al fin y al cabo, Freud ha muerto, ¿no?

Las confesiones durante las sesiones de terapia, cuando ella verbaliza su miedo suponen un camino de conocimiento hacia un saber fatuo que únicamente conduce a la psicosis y la muerte por la senda tortuosa del dolor. No en vano el Árbol de la Ciencia sobre cuyas raíces copulan -una cópula estéril-, está yermo.

Revelador resulta que Ella nunca terminara su tesis acerca del gynocidio durante la caza de brujas, pues no era ya posible generar conocimiento alguno, ningún saber va aparejado al ese goce que la posee, ese Eros-Pánico alegorizado en la naturaleza.

La ablación se plantea como un intento desesperado de extirpar el goce, un exorcismo que la Ley del Padre fue capaz de oficiar.

No es la depresión ocasionada por la pérdida y la culpa consiguiente la que engendra la psicosis, el germen estaba en la convivencia de la realidad irreconciliable de la maternidad con el goce que se incardina en la mujer.

De nuevo la muerte se ofrece como única solución al nudo gordiano del sujeto.

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Anticristo

Epílogo: La hora más oscura

“Se vislumbra esta noche cuando uno mira a los seres humanos a los ojos- una noche que se vuelve horrible.” Esta noche es para Hegel la imaginación trascendental, una imaginación vacía, privada de materia y disolvente de todo vínculo objetivo, provista del poder de desgarrar la unidad y hace estallar lo Real.
El individuo se repliega sobre sí mismo y construye un universo simbólico que es proyectado sobre la realidad para compensar esa pérdida de lo Real presimbólico. El resultado de esta operación es el sujeto “normal”, equilibrado, lúcido, apenas una variante mediada de la locura, que es siempre la premisa, el estado previo y primordial, y que, como aquellas deidades lovecraftianas, acecha desde el otro lado.

El balance de esa noche oscura del alma será la desaparición de Johan y los cadáveres de Jack y la Mujer. Ya no queda demasiada fe en ningún encuentro místico, solo un desfile de fantasmagorías y la muerte demandada por la luz tranquilizadora de la mañana, metáfora dilecta de la Razón.

El sujeto extraviado, el psicótico y su variante “lúcida”, el psicópata, es un personaje que circula por las venas mismas del siglo XX, y encuentra un asiento privilegiado en el cine, acaso porque el dispositivo cinematográfico, esencialmente alucinatorio -las imágenes tocan lo Real-, ofrece el adecuado suplemento delirante de la realidad misma.

Desde Weiner y Lang, hasta Powell, Hitchcock o Fleischer, la corriente llega con el caudal crecido a fin de siècle en el giallo, Hooper, Carpenter, Scorsese/Schraeder y una legión de acólitos para ofrecernos un tortuoso catálogo de figuras alienadas, catalizadoras de los males de la sociedad, contempladas, por lo general desde la perspectiva de su víctima probable y el observador lúcido, sano.

Sin embargo, en este principio de siglo, gracias a Easton Ellis, Palahniuk o Thomas Harris y sus encarnaciones cinematográficas, el psicótico/psicópata ha ido acaparando la escena. Más allá de constituir una amenaza para el statu quo, interesan los resortes y mecanismos de su patología en sí mismos, quizá porque cada vez menos los sentimos como anomalías, quizá porque es tarde ya y la negra noche del mundo nos parece próxima. Bergman, Kubrick y Von Trier -escribo sus nombres con un escalofrío -así lo creyeron.

Nuestro héroe, nuestro amigo, Rusty Cohle, decía que la luz iba ganando la batalla a la tiniebla. Lo siento Rus, por una vez, no podré estar de acuerdo contigo.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Luis R dice:

    La mujer es lo Siniestro para el hombre, eso que está destinado a permanecer en secreto, lo oculto, pero que ha salido a la luz, es algo ajeno pero a la vez familiar, en palabras de Derrida “es darse miedo de ese miedo de uno mismo”.

    Dice Cohen (2003) que la sociedad construye diligentemente a sus chivos expiatorios, a sus fantasmas, esos otros que asedian y a los que por razones que van más allá de una moral o de una lógica racional hay que dar muerte, y esa fue la consigna del renacimiento “hay que dar muerte a las Brujas”

    En el Malles Maleficarum hay un fragmento muy parecido a nuestro epígrafe:

    “Así que la mujer es mala por naturaleza, pues duda más pronto de la fe, y reniega más pronto de ella, lo que constituye el fondo de la brujería”

    Si rastreamos etimológicamente el termino de Fémina, encontramos que viene de Fe y Minús., así tenemos que Fe=fe y Minús.=Menos, luego entonces Fémina=la que tiene menos fe. Y por eso a sido objeto de persecución de la iglesia.

    Generalmente cuando hablamos de la mujer, es muy fácil caer en dos extremos, Alcestis o Medea, Lilith o Eva, la puta o la santa. Acaso no queremos admitir que nuestra Santa es una Puta y nuestra Puta una Santa.

    Se quiere preservar a la Madre idealizada, a la musa perfecta a la virgen, pero también se quiere lo contrario.

    Siempre ha sido polémico hablar de la mujer, y se ha pasado de denunciarla como criminal, culpable de los males del hombre a victimizarla.

    Si bien es cierto que la historia no ha sido justa con ella, tampoco podemos caer en discursos de victimización y de culpabilidad, eso lo único que haría es llevarnos a la famosa dialéctica hegeliana de esclavo-amo.

    En la película el anticristo la mujer dice: “un mujer llorando, es una mujer traicionera, falsas piernas, falsos muslos, falsos pechos, cabellos y otros”. Es muy interesante esta frase en el sentido de que la mujer ha sido mirada y nombrada desde el hombre, (ya que Dios no la nombro), como bien nos dice el mito judeo-cristiano.

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