Tren de noche a Lisboa
En busca del tiempo perdido Por María Caballero
Todo se me evapora. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora. Continuamente siento que he sido otro, que he sentido otro, que he pensado otro. Aquello a lo que asisto es un espectáculo con otro escenario. Y aquello a lo que asisto soy yo
Tren de noche a Lisboa es la a última coproducción germano-suizo-portuguesa del danés Bille August, presentada en la última edición del Festival de Berlín. Es una adaptación cinematográfica basada en el libro del filósofo Pascal Mercier, Nachtzug nach Lissabon. Un relato a dos voces en el que un profesor adulto, Gregorius, con un exasperante sinsentido de la vida, evita el suicidio de una joven que esa misma mañana vuelve a desaparecer, dejando a nuestro personaje con una gabardina roja y un libro, “El orfebre de las palabras” de Amadeu de Prado, la otra voz, la realmente atractiva.
Bille August es un aclamado director de cine danés que impulsó el asentamiento de las bases del buen cine danés desde finales de los ochenta. Con Adiós Bafana (Goodbye Bafana, 2007), obtuvo buenas críticas, pero será solo la primera vez de muchas en las que August es tachado de tener un estilo abrumadoramente plano.
En un pasaje de Dublinesca, Enrique Vila-Matas le dice a su madre que «Irlanda es un país de narradores de historias, cargado de fantasmas propios”. Cuenta cómo un político o un obispo irlandés cometen un acto terrible y cómo a ella le interesaría saber cómo han sucedido los hechos. Bien, pues para los irlandeses eso es secundario, dirá Vila-Matas, y a continuación afirma que lo interesante para el país de narradores es cómo van a explicarse las cosas.
Siguiendo la suposición del escritor catalán, Tren de Noche a Lisboa cuenta las cosas precisamente a la inversa de los irlandeses. Hay una potente intención de contar las cosas, que además, hay que ser justos, son expuestas con un ritmo que aviva la narración pero esto no lo salva de su insustancialidad en la forma de contarlo.
Todo es narrado con un ritmo voraz y palpitante que peligrosamente vaticina que todo acabará degenerando en un cine testimonial, un thriller político o un film romántico telefílmico revenido y camuflado que flirtea con ser un discurso indie pero su atuendo hollywoodiense no consigue ser camuflado. Fastidia, también, la sensación de querer acaparar un culebrón amoroso pero como contado por Proust. Y no.
Pero el cine de las emociones nunca, de primeras, nunca falla.
El piano insistente de Tren de Noche a Lisboa manifiesta una verdad irrevocable: que la Lisboa de August está más cerca del cine palomitero que del espíritu de Pessoa.
No obstante, y pese a todo lo ya sentenciado, sería improcedente tachar la película de tediosa o cargante, porque no lo es en absoluto. Todo lo contrario, hay obras excepcionales en las que refulgen bostezos a diestro y siniestro, y en ésta, abrazado a tu bol de palomitas no quitas ojo, a sabiendas desde el minuto uno que remontar cada vez se pone más difícil. La historia y sus personajes, pese a la abundancia de insipidez y a las disertaciones filosóficas edulcoradas, resultan, paradójicamente, efectivas.
Durante la película el espectador se permite divagaciones acerca de las pocas probabilidades de hacer una película tan vacía con semejante reparto, particularidad que no anula el atractivo de las secuencias y la seducción armoniosa de August. Inquieta incluso cuando parece a partes iguales ser un filme de autor con reminiscencias, incluso en el personaje de Irons, de João César Monteiro, y a su vez podría ser la película ideal de sobremesa para ver en familia.
Haber insistido en una especie de Doppelgänger en el personaje de Jeremy Irons, como Pessoa hizo con sus heterónimos, podría haber sido una baza resistente del filme (de ahí el fragmento en la cabecera de la crítica). Insisto en que negar el pragmatismo fílmico de Bille August sería caer en el error fácil. Tampoco está de más recordar que fue Bille August el elegido de Ingmar Bergman para Las mejores intenciones (Den goda viljan,1992), y ser elegido por Bergman, te bendice para siempre.
Así pues, se sale del cine con la extraña sensación de haber asistido a un evento tan folletinesco como engatusador, pero sobre todo se sale del cine pensando en dos claras reflexiones: el encanto grosero y perpetuo de Jeremy Irons y el desasosiego de ver a un Bruno Ganz tan marchito, tan marchito que supone una pequeña muerte para el cinéfilo romántico.
Pensar en Tren de noche a Lisboa es pensar en un Bruno Ganz avejentado y eso no nos gusta. Eso no gusta a nadie.
Contra la avalancha de comentarios elogiosos a la película, coincido contigo en que la fórmula «internacional de actores» echaron a perder el espíritu de la novela de Mercier, así como ya antes lo había hecho con la de Isabel Allende.
Pareciera que hay concesión a las fórmulas de Hollywood, y los ojos puestos en la taquilla se cierran ante la banalidad en que se convierte la historia narrada por Pascal Mercier.
Bill August tan desigual en su obra y a veces tan mal lector.
Saludos.