Tres anuncios en las afueras
Tres cartas del jefe Willoughby Por Marco Antonio Núñez
1.
Una rápida sucesión de planos, primorosamente compuestos, nos presentan tres vallas abandonadas en mitad de un paisaje neblinoso. Tres fantasmas que parecen regresar del pasado, tres estructuras esqueléticas donde persiste erosionada una publicidad de productos olvidados, productos que apelaron al deseo invocando una felicidad probable. A continuación, la imagen vira a negro y aparece el título del filme, título que repite literalmente el contenido de las imágenes anteriores, añadiendo un dato, su localización: Tres anuncios en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017; Martin McDonagh).
Las vallas servirán para divulgar un recordatorio, el de un crimen sin resolver o que la vida sigue en Ebbing para todos menos para Angela Hayes. Ni para Mildred, su madre. Palabras que aluden a una responsabilidad, la del jefe de policía Willoughby. Las palabras enuncian un hecho, constatan una evidencia, nadie ha sido detenido. Formulan una pregunta que entraña también una exhortación que implica un juicio de valor acerca de las aptitudes del cuerpo de policía.
2.
Martin McDonagh construye su guion más perfecto manteniendo los elementos propios de sus dos filmes precedentes, un reparto coral a partir del que se construye una trama enteramente urdida desde decisiones u omisiones que revierten decisivamente en la modificación de los caracteres más que en el curso mismo de los acontecimientos; la perfecta elaboración del humor en contrapunto con el drama (no para rebajarlo, sino para acentuar su contorno); un amor casi incondicional de McDonagh hacia sus criaturas, sin traicionar su complejidad ni pulir aristas, que intuye la esperanza en las estrías de cada mísera alma.
McDonagh no puede evitar construir la mera expresión del horror, como suelen los Coen, sin responderlo (responderse), mitigarlo en cierto modo desde una perspectiva teleológica, netamente cristiana, de ahí su final necesariamente abierto, ese “Ya lo decidiremos por el camino.” Porque Tres anuncios en las afueras propone un camino no señalizado que puede abocar al drama familiar, la comedia de costumbres o a la crónica criminal, sin apostar por ninguno de estos tres ramales, pero transitándolos todos a partir de sus tres personajes principales, Mildred, Willoughby y Dixon.
El espectador de inmediato simpatiza con Mildred (una vez más, y he perdido el número, inconmensurable Frances McDormand), sola contra todos, enarbolando el gesto épico que reclama la justicia, aunque pronto se percata de que su obstinación responde más a una incapacidad narcisista de asumir que el mundo siga su curso que a una legítima demanda de justicia, así como, del deseo imperioso de expiar la culpa que la abruma. Mildred es contestada por la comunidad con acritud, como había previsto y deseado, al tiempo que no deja de recibir desconcertantes lecciones de piedad de Willoughby, de James, de Dixon.
El filme bien podría haberse titulado Tres cartas del jefe Willoughby (Woody Harrelson), que antes de suicidarse, redactará tres misivas. La primera, destinada a su mujer. El estoicismo de Willoughby, la aceptación de su enfermedad terminal, su entereza para no permitir que los demás se enfanguen en un sufrimiento inútil, lo convierten en el contrapunto de Mildred. En las cartas que escribe para Dixon (Sam Rockwell) y Mildred, diagnostica sus males respectivos. El mal de Dixon es el odio, el mal de Mildred, la falta de fe, su condena fanática del mundo como proyección de su culpa. El dolor no nos hace mejores, eso parece claro. Mildred desea que ese dolor no se olvide y parece complacerse en comunicar dolor, atesora el dolor, lo macera, lo comparte, en el dolor se hace fuerte, encuentra penitencia a su culpa por su responsabilidad remota en la muerte de Ángela.
McDonagh no se muestra complaciente con sus criaturas, tampoco las juzga. No asistimos al reduccionismo tendente a deshumanizar al racista, al machista, al maltratador, al homófobo o al que hace chistes de enanos. Homo sum, precisamente, ser humano es ser una mierda, precisamente, ser humano es tener la capacidad de ser menos mierda, basta con que se desee. La condena del moralista embosca la ilusión del ideal con que pretende conformar al hombre concreto, debilidad denunciada por Spinoza; debilidad luego desenmascarada por Nietzsche, atento siempre a desvelar los mecanismos de la impostura. Entre la patética compasión del humanista (esa que siempre tiene que invocar a Dios para absolver al hombre) y la condena sin paliativos del misántropo, hay un espacio viscoso donde sendos polos se abrochan a eso que Malraux llamó con fortuna (a pasar de su substancialismo metafísico), la condición humana.
Por eso, el único personaje sin fisuras es el jefe Willoughby, el agente de la ley nunca es visto como un mecanismo represor, sino como un sabio estoico que conforta, comprende, acepta lo inevitable, asiente sereno y confía. También el único personaje que encuentra un final definitivo, mientras, a los demás se los abandona a la deriva, se los encomienda al destino que urdirán sus propias decisiones.
3.
En Tres anuncios en las afueras, las acciones de los personajes tienen consecuencias imprevistas por aquellos, pero no ponen en marcha un mecanismo de efectos irreversibles que escape enteramente su control, como suele ser habitual en las perfectas estructuras que erigen los Coen, donde (como en Bresson) el azar legisla la más estricta necesidad. Y es ese margen que McDonagh tolera, el que permite la elección, el cambio de actitud, la frustración de una expectativa, ese “ya-lo-pensaremos-por-el-camino” del final que nos convoca a una disyunción en absoluto trivial. Nada se ha resuelto, pero sentimos que todo ha cambiado a lo largo del metraje consumido, el camino, ese camino que Mildred y Dixon tienen por delante, ese camino que hablará de ellos.
Tres anuncios en las afueras, arrastra por su metraje una sombra de imágenes mil veces vistas, el palimpsesto de la américa profunda con sus billares y sus prejuicios, su jefe de policía y su tragedia americana, carreteras secundarias enfermas de lentitud y sin destino, hogares signados por la ausencia de un progenitor; imágenes familiares por las que, sin embargo, sobrevuela un pálpito de genuina emoción que hace tiempo no nos comunicaba un filme norteamericano, en conjunción siempre con un clasicismo que sobrepuja la consabida solvencia técnica y se concreta en numerosos aspectos.
A destacar, la gestión del espacio fílmico. Las célebres vallas se encuentran en la ruta diaria que Mildred debe hacer hacia su casa, con lo que su presencia no es meramente testimonial. A ambos lados de la misma calle se disponen la comisaría de policía y la oficina de publicidad responsable de las vallas, los otros enclaves fundamentales del conflicto. En la segunda secuencia, durante el desplazamiento de Mildred hacia la ventana, apenas ha hecho entrega de los mensajes, el cambio de enfoque nos muestra la fachada de la estación y señala el destinatario de su órdago. Allí mismo, en el alféizar, hay un coleóptero bocarriba que Mildred voltea, gesto nimio revelador de su carácter, incluso de unas intenciones, en cualquier caso, detalle de un gran guionista que sabe contar con la imagen.
Del lado contrario de la calle, la reacción visceral de Dixon apenas sabe del suicidio de Willoughby, se vehicula sobre un travelling que sutura ambos espacios en la violencia del gesto (que se prolongará en el incendio posterior). Más allá del virtuosismo técnico, la continuidad del plano, permite traducir una determinación tan feroz como la de la propia Mildred.
No es casual que ambos terminen compartiendo coche camino de una encrucijada que sellará un destino unánime.
que final de mierda