Twin Peaks: The Return
En busca del tesoro. Espacios del deseo en Twin Peaks Por Ignasi Mena
Cuando, el 6 de octubre de 2014, se anuncia por primera vez que Twin Peaks regresará a las pantallas, muchos seguidores recuerdan automáticamente ese tercer capítulo de la primera temporada en el que, dentro de un sueño, una figura muy parecida a la de Laura Palmer (pero que no es ella) anuncia: «Nos veremos dentro de 25 años». El fandom empieza a especular inmediatamente, con energía renovada, sobre todo lo ocurrido desde ese trágico episodio que puso punto final a la serie en 1991. Aun así, mucho más que las preguntas sobre el argumento (¿Sobrevivió Audrey a la explosión? ¿Cómo saldrá el agente Cooper de la logia? ¿Acaso importan las dudas sobre la paternidad de Donna…?), lo que predomina es el sentimiento de euforia: ¡Ya sabíamos que regresaría! ¡Lo predijo la mujer misteriosa dos décadas atrás!
Lo que no había manera de saber es hasta qué punto el universo de Twin Peaks se habría expandido, e incluso doblado sobre sí mismo, llevando hasta sus últimas consecuencias (imaginables por ahora) la estructura con la que ya había experimentado David Lynch en su obra reciente. Si algo nos enseñó Fuego, camina conmigo (Fire, Walk with Me, 1992) es que el método creativo de Lynch no solo lo conduce hasta lo que podríamos llamar «orígenes» de sus propias ideas (profundizando en el pasado de la ficción: investigaciones, crímenes y horrores anteriores a los de Laura; y profundizando en los símbolos, abriendo aún más espacio para las criaturas de las logias) sino que nos muestra que las ideas de las que se nutre su ficción (su pasado) son, a su vez, imágenes compuestas, fusiones de varios elementos. Tanto es así que del rostro de Laura Palmer se nos ofrecerá el relato de un nacimiento (los orígenes narrativos, en el capítulo ocho) así como una descomposición de los múltiples usos que se le puede dar narrativamente (a lo largo de toda la serie: su rostro envuelto en plástico, su fotografía escolar, su rostro en el vídeo de un picnic, el de la mujer de la sala roja, su rostro en la niebla, o encerrado en una bola dorada, su personaje rescatado a la tragedia en los dos últimos capítulos, el de Carrie Page en los últimos minutos, por mencionar unos pocos). Ante esa multiplicidad de imágenes, uno no puede sino preguntarse: ¿quién es Laura? ¿Qué significa ese rostro?
Y, sin embargo, por mucho que nos muestren su nacimiento u origen, el misterio permanece. Porque el rostro de Laura Palmer es el punto de entrada a una estructura de imágenes compuestas cuyo significado yace disperso en el conjunto: el rostro es una fusión de significados que no siempre coinciden, que incluso pueden resultar antagónicos, y que cobra peso en uno u otro sentido según el contexto donde aparece. Eso significa que el rostro de Laura es inagotable en su multiplicidad; significa también que para entenderlo no hay que dejarse impresionar por el poder de su imagen (y la presencia indiscutible de la actriz) sino, más bien, retroceder unos pasos para contemplar el conjunto. No es que el significado se esconda en ese conglomerado: el significado es el conglomerado. Esperamos una respuesta mágica que revele lo oculto cuando, en realidad, la información que necesitamos (la que en realidad queremos) está perfectamente expuesta ante nuestros ojos. Solo hay que saber preguntar.
Twin Peaks (izquierda) y Twin Peaks: The Return (derecha)
Un proceso policial, la elaboración post-mortem de una identidad, se convierte rápidamente en la pregunta por numerosas identidades, sus lazos, sus parecidos, a través de múltiples dimensiones, a través de múltiples tiempos. En algún punto se abandona cierto nivel cotidiano de investigación policial para acceder a otro registro que sólo podemos llamar psicoanalítico y que convierte todo lo privado en público, todo lo propio en común. Los detalles propios de un rostro vienen a definirse por su parecido, su cercanía, su contigüidad con otros. Entonces el poder de seducción de una imagen, su capacidad para despertar en el espectador (y los otros personajes) una gran variedad de reacciones es de hecho lo que menos importa de él. Aprender a observarlo, quizás incluso aprender a acercarse a él (físicamente, con la mirada) implica no dejarse seducir por él. O, en otras palabras: consiste en no creer que entendemos, puesto que eso es, probablemente, una intuición basada en nuestros sentidos, y las intuiciones surgidas de la imagen suelen opacar, por no decir eclipsar, la estructura en la que está anclada.
Así podría parecer que la investigación detectivesca, tal y como la entiende Lynch, pone en crisis el principio de individuación metafísico, desdoblando el objeto de conocimiento en numerosos objetos que comparten en apariencias las mismas notas, y eso a su vez plantea nuevos problemas epistemológicos. No sabemos qué buscamos, porque no sabemos qué sabemos (o cómo lo sabemos). Ahora bien, podemos buscar una respuesta en la idea de desplazamiento espacial, que es también semántico: un misterio, como es el asesinato de una joven, conduce a otro misterio, y la investigación, lejos de agotar o satisfacer la necesidad de respuestas, no hace más que despertar nuevas explicaciones, nuevos engaños, nuevas necesidades… El secreto de esta investigación es bicéfalo: el deseo de saber, que crea el movimiento, y la estructura por la que se transita, receptora de la experiencia de aquél que la está investigando. El conocimiento queda inscrito, pues, en los pasos que se dan en el espacio, creado (o redescubierto) a medida que se avanza, o incluso se diría que desvelado como aquello que empuja cada uno de los pasos. Cada paso es profecía del paso siguiente, no porque asegure o confirme el que vendrá después (un poder que no sería humano) sino porque posee la configuración que hace posible cada uno de ellos.
Twin Peaks: The Return
¿Y no significa eso que, al final, no importa del todo dónde estemos, puesto que siempre estamos en comunicación, en cercanía, en un espacio contiguo a aquel dónde estábamos antes? En topología se explica que el espacio es plano. Lo que le ofrece profundidad es nuestra experiencia temporal del espacio. Una de las figuras principales del psicoanálisis lacaniano, y no por casualidad una que Lynch ha explotado con enorme resultado en su cine, es la banda de Moebio. Sabemos que dicha cinta es una superficie plana de dos dimensiones; si avanzamos por ella, en algún punto llegaremos a una torsión, a aquello que le da profundidad, pero ese cambio no forma parte del espacio, que es continuo, sino que pertenece únicamente a nuestra experiencia: la profundidad tiene como medida el tiempo que tardaremos en llegar al punto de torsión, punto que jamás encontraremos porque siempre se presentará otro horizonte como tercera dimensión, como profundidad. 1
¿Cómo veríamos el universo de Twin Peaks, con su variedad de personajes semejantes, opuestos, y doppelgängers, si pudiéramos verlos todos simultáneamente? Claro, en este contexto, ¿qué significa ver? Víctimas del tiempo y el sentido de profundidad, nuestras percepciones, y la lectura que hagamos de ellas, estarán marcadas radicalmente por el punto desde el que estemos mirando. Más aún si recordamos que la misión del psicoanálisis (y el motivo por el que utiliza imágenes como la cinta de Moebio) es mostrar la estructura de las «localidades psíquicas» de la experiencia lingüística, con lo que es de vital importancia saber quién está observando, y a quién, para realizar un buen análisis. O, en el terreno de la ficción, es tan importante saber el quién como el dónde. Los pasos y el espacio que mencionamos antes. Ya lo dice Monica Bellucci en el capítulo 14: «Somos como el soñador, que sueña y luego vive dentro del sueño. Pero ¿quién es el soñador?».
Twin Peaks: The Return
La magia del cine de Lynch es que no se limita a explorar las continuidades de la cinta de Moebius psicológica de sus personajes [como por ejemplo en Carretera Perdida (Lost Highway, 1997)] sino que se sirve del proceso de asociación para llevar hasta el límite los símbolos y las imágenes. Ya hemos hablado del rostro de Laura Palmer. Más arriba tenemos tres fotogramas: una enorme tetera, representación del agente del FBI Phillip Jeffries (David Bowie) descompone una imagen para formar otra; en sentido inverso, un ocho, o representación plana de la cinta de Moebius, acaba transformándose en un símbolo que la propia serie se ha ocupado de descomponer, ya que, siendo el símbolo del mal, incluye los dos picos gemelos de Twin Peaks (las alas), recuerda la forma de las torres eléctricas (símbolo de la energía), y además aparece tras la oreja del mayor Garland Briggs, recordando tanto la energía nuclear como las investigaciones espaciales de la armada estadounidense.
Alguien puede preguntarse: ¿Y dónde empieza la cadena de símbolos? ¿Dónde está el origen del significado? Eso es pasar por alto que en algunos casos no hay inicio o desenlace que permita establecer dichos puntos. En todo caso diríamos que el punto de partida es, al mismo tiempo, trascendente y contingente, un golpe de buena o mala suerte que determina los siguientes pasos de cualquier persona e imagen, hasta que el psicoanálisis, la filosofía, o el cine de Lynch, decide mostrar el espacio, los vínculos, o las cadenas, con la voluntad de interrumpirlos. ¿Y qué es interrumpirlos, sino permitir que sigan adelante en otra forma?
En medio del torbellino que ha supuesto el comeback de Twin Peaks, pocas personas han escrito sobre el cuadragésimo aniversario de Cabeza borradora (Eraserhead, 1977), primera obra maestra de David Lynch y pieza clave, por ende, para captar su desarrollo como cineasta –su paso por el tiempo, que es a la vez su habérselas con el tiempo–. De las palabras que el cineasta pronuncia al respecto en David Lynch: The Art Life (Nguyen y Barnes, 2016), se deduce que el rodaje, largo y lleno de vicisitudes, fue mucho más que una experiencia personal y catártica. El pequeño universo de Cabeza borradora, prácticamente hecho a mano y con frecuencia ante la inconformidad de amigos y familiares, sirvió a su director-artífice tanto de refugio (del mundo, de sí mismo) como desafío (contra el mundo, contra sí mismo).
Me resulta muy difícil no entender la tercera temporada de Twin Peaks utilizando precisamente esas dos palabras, refugio y desafío, una manera un tanto vaga y simple de llamar lo que otros críticos, arrastrados por el entusiasmo, han denominado «romper la televisión». En este reboot Lynch no solo ha decidido ignorar gran parte de la mitología de la serie original (un gesto conocido para los que en 1992 acudieron al estreno de Fuego, camina conmigo esperando respuestas a viejos interrogantes), sino que además ha incorporado a la narración televisiva rasgos de su primera obra cinematográfica.
Cabeza borradora (izquierda); El hombre elefante (derecha)
Un pequeño detalle quizás resulte ilustrativo. En el piso de Henry Spencer (Jack Nance) puede verse, colgado en la pared, algo así como un souvenir, que mirado con atención resulta ser la foto de una explosión nuclear (lado izquierdo). Cuarenta años más tarde, nos damos de nueva cuenta –y literalmente– de bruces con la representación de la bomba, que ya no ocupa un rincón discreto del encuadre: ha crecido en tamaño de manera desproporcionada hasta abarcar casi entera una pared de la oficina de Gordon Cole (David Lynch). La explosión nuclear, con todo lo que tiene de terrible, traumática y fascinante –ésta es una paradoja de la que no podemos escapar: la belleza de las volutas de humo y las fulguraciones, que es acaso la belleza atractiva del espectáculo hoy cotidiano de la destrucción– esta explosión, decíamos, reaparece en el octavo capítulo de la nueva temporada, y no precisamente a modo de elemento escenográfico. ¿Cuál es el poder de esa imagen, en caso de que se trate de un poder susceptible de individuación y no más bien de un poder inefable, inimaginable -ésta es la otra paradoja–? ¿Cuál es la profundidad del terror que despierta en Henry Spencer y Gordon Cole? En Cabeza borradora la bomba sirve de explicación histórica del presente, es decir, como «cierre» de la pregunta por el tiempo actual (en un pequeño marco, al lado de la cabecera); en Twin Peaks, en cambio, no puede decirse que la bomba sea parte de un pasado que aún sigue resonando en el presente, en forma de eco, sino que es una entidad mítica de extraordinaria fuerza. Como tal, marca un origen (fabuloso), y más que explicar, o concluir, las contracciones y dilataciones de la explosión nuclear subrayan la necesidad eterna de un relato que, por su propia naturaleza, estará siempre abierto.
Al hablar de la filmografía de David Lynch el concepto de «inicio» resulta paradójico (y lo mismo ocurre con otros de la familia: origen, principio, pasado). Su primer largometraje comienza con un sueño que es, en realidad, la elaboración de un recuerdo olvidado: sin saberlo, el protagonista ha dejado embarazada a una mujer, que ya ha dado a luz. El misterioso acontecimiento sólo resulta inteligible a Henry bajo la condición de que lo considere justamente un sueño o una alucinación. Años después, en El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), alguien sueña con una relación sexual, violenta y pesadillesca, que explica el síndrome (la deformidad) que sufre su protagonista. La única manera de justificar un mal presente pasa por imaginar que una mujer, futura madre, es violada por elefantes.
Cabeza borradora (izquierda); El hombre elefante (derecha)
En ambos casos resulta difícil saber, o describir, qué ha pasado: tan aterradora es la realidad (ya sea por exceso de violencia, en el caso de la violación de los elefantes, ya sea por rechazo de la responsabilidad, en el caso del embarazo ignorado) que no podemos mirarla de frente. Se crean imágenes, monstruos, secretos, para revelar y esconder aquello que más nos importa (¿aquello que somos?). Por eso muchas veces no se puede explicar lo ocurrido sino por rodeos, secretamente, por la puerta trasera. Regresar a esos hitos y a sus imágenes, analizarlos, elaborarlos, significa cambiarlos y cambiarse uno mismo. La obra de Lynch ejemplifica de manera muy vívida que uno jamás se baña dos veces en el mismo río.
Se diría, entonces, que más que los inicios, o los finales, a Lynch le interesa escribir, rodar y proyectar sobre los poderes transformadores de la vida y la muerte, que no son sino momentos de cambio aparente que ocultan una continuidad imperceptible para aquellos que están inmersos en ella. En eso poco ha cambiado entre Cabeza borradora y la tercera temporada de Twin Peaks. Era de esperar, entonces, que el regreso al universo de Twin Peaks no solo modificaría notablemente los contenidos de la serie original y de su precuela, sino que reescribiría el propio origen de la serie (la muerte de Laura Palmer, su salvación, su posterior extravío como Carrie Page, el nacimiento del mal) y que eso, a su vez, supondría una reelaboración del concepto mismo de inicio u origen dentro de su filmografía. No me parece casual que la simiente de Cabeza borradora (ver más arriba) y los dos poderes creadores de Twin Peaks (la fuerza ciega que da vida a Bob, y el Bombero, que expulsa al bien/Laura desde su cabeza, más abajo) compartan estructura: un origen desde el que se expulsa la vida. Tampoco es casual que, en sus respectivos contextos, esa estructura signifique cosas diferentes: en la primera, Henry eyacula por la boca, negándose a representar su verdadera sexualidad y al mismo tiempo creando y elaborando su propio discurso; en Twin Peaks, un par de figuras descomunales e incomprensibles se imponen, violentas y majestuosas, como el origen mitológico de dos fuerzas: Bob y Laura.
Twin Peaks: The Return (izquierda y derecha)
Dos apuntes al respecto: Bob no necesita cosas, como un bebé recién nacido, que pide el afecto de su madre, despertando el amor, sino que solo desea, como la voluntad schopenhaueriana que no se agota en el desear frenético. Laura, por el contrario, es el escollo: imposibilidad de la voluntad de proseguir su curso, escollo que intensifica su deseo. Esto nos permite pensar en la obsesión muy humana de fijarse, de fijar nuestro deseo, en aquello indeseable o inasible. De esta manera, con la presentación de un deseo frustrado por definición, y que en su frustración se torna destructivo, el deseo –en tanto torrente– es en la serie lo irrebasable. Repasando párrafos anteriores, diríamos que Bob es el deseo que nos empuja, libre de necesidad y de amor, y que Laura es el espacio a recorrer, la estructura, el misterio (atrayente) que descubrimos, en nosotros, a cada paso que damos.
La decisión de mostrar el origen fabuloso o mitológico de las dos imágenes (Bob, Laura), que como ya sabemos no agota sus usos ni sus significados, no ha sido bien recibida por unanimidad, quizás por venir en relación a todo lo que se ha perdido en estos 25 años de distancia entre las dos primeras temporadas y la tercera: su estilo televisivo, el tono naíf, burlón y romántico de las escenas en el Doble RR, pero sobre todo su espíritu de tragedia griega, de desgracia incomprensible y avasalladora. De alguna manera se ha querido responder a ciertas preguntas que aterraban al espectador (¿Por qué les ha tocado sufrir a Laura, Maggie, o Teresa Banks? ¿De dónde procede el mal?) sin que las imágenes utilizadas para ello nos conforten, o sacien nuestra curiosidad. Ocurre, de hecho, lo contrario: lo que debería ser el punto y final de nuestras ansias de saber no son sino el origen de otras inquietudes.
Si comparamos la representación de la vejez en Cabeza borradora, la que ofrece la segunda temporada de Twin Peaks, y aquella que surge de la tercera temporada, veremos que, por incómodas o inquietantes que fueran las dos primeras, no dejaban de clausurar, o sellar, de algún modo, el misterio del paso del tiempo. En los nuevos capítulos no hay consuelo metafísico de ningún tipo, sino personas que se enfrentan a los últimos años de su vida, e incluso a su muerte, con una sinceridad y una expresividad que no aparecía en el cine de Lynch desde Una historia verdadera (The Straight Story, 1999).
Cabeza borradora (izquierda); Twin Peaks (centro); Twin Peaks: The Return (derecha)
Por un lado, la abuela de Mary en Cabeza borradora permanece inmóvil y en silencio en una esquina de la cocina (recordatorio del origen histórico, aún presente, de Mary y su madre, tan estático como la fotografía de la bomba nuclear). Por otro, el viejo camarero del Great Northern se presenta como bonachón e inútil, a la postre también fuerza sobrenatural en el universo de Twin Peaks. En ninguno de esos casos parece tener demasiada importancia la idea del paso del tiempo, de la huella indeleble que deja en personas o lugares. No se intenta maquillar la vejez, tal y como podría esperarse, pero tampoco se la refleja más que como cliché o mito, elaboración más o menos clásica de un lugar común.
La nueva temporada de Twin Peaks, en cambio, reserva un papel fundamental a las personas de más de sesenta años: Lynch, en su papel de Gordon Cole, rondaba los 70; Robert Forster tenía 75; Richard Beymer, 78; Don Murray, 86; Catherine Coulson, la querida dama del leño, ya había cumplido los 70, y Harry Dean Stanton, actor fetiche de Lynch, rondaba los 90. Un elenco tan variado, y los papeles tan distintos que juegan en la ficción, solo pueden significar que la vejez ya no es una nota decorativa, o un recurso narrativo, sino que, lejos de ser un objeto de estudio o representación único, es variado y rico en matices. Como el rostro de Laura Palmer, la vejez no es sino un conjunto, una fusión, de elementos semejantes y antagónicos, en algún sentido contiguos, en otro lejanos, y siempre según el punto desde el que se vean o analicen. La vejez no se deja apresar en fórmulas claras y directas.
A raíz de dicho cambio, es probable que muchas de las figuras ancianas del nuevo Twin Peaks carezcan del interés retórico y estético de los personajes anteriores. Ahora bien, al despojar a la senectud de los colores y la magia que le proyecta encima la juventud nos queda una imagen más seca, más agreste. Una imagen que quizás incluso nos repele. ¿Y esta imagen no es la de un rostro que no queremos ver: el nuestro? Avistamiento necesariamente fugaz de la muerte propia, la propia muerte propia, o sea, la certeza de la muerte en tanto lo propio de cada uno. La intensidad de las producciones audiovisuales de Lynch, conducen al cuestionamiento de la naturaleza del aquí y el ahora. David Lynch no rehúye a los misterios que entenebrecen la realidad, muy por el contrario, los misterios son constitutivos de la realidad, de aquí que sean irresolubles, como la realidad es irrenunciable. Una realidad que es, de suyo, misteriosa.
No creo exagerar si digo que enfrentarse a esas preguntas no solo es hacerse cargo de la propia libertad (es decir, de la propia soledad), como dirían los existencialistas, sino que puede considerarse, además, como un acto creativo, un aceptar, digamos, la propia paternidad, o maternidad, de la consciencia (que uno tiene) del tiempo (que uno está viviendo). Pero la paternidad y la maternidad también tienen sus riesgos: más que un acto creativo en la realidad o en el mundo, en este caso hablamos del acto de creación de uno mismo, a partir del cual uno puede tener injerencia en la autoconsciencia de otras personas. Y el núcleo de Twin Peaks lo conforman figuras maternas y paternas poseídas por fuerzas terriblemente destructoras.
Twin Peaks: The Return (izquierda); Twin Peaks (derecha)
No me interesa tanto explicar el origen de dichas fuerzas como subrayar la dimensión múltiple de la paternidad y la maternidad, capaces de la creación tanto como de la destrucción, reflejos limitados de esa potencia ciega que da vida y la arrebata. Por lo tanto, no debemos presuponer vínculos entre la paternidad/maternidad y el cuidado (de los otros, o de uno mismo), o entre la consciencia del propio tiempo y la responsabilidad moral para con los demás. En todo caso, la realidad siempre queda más allá de nuestro alcance racional e intuitivo, la realidad es aquello que nos enseña a utilizar las palabras adecuadas, cuando corresponde, y aquella que nos obliga a callar (a morir) cuando ha llegado el momento.
Utilizo las palabras «paternidad y maternidad» con alevosía. Creo que la nueva edición deTwin Peaks presenta una imagen debilitada, impotente, de las instituciones familiares, sociales y culturales, que ya no consigue responsabilizar a los sujetos de su consciencia del tiempo, es decir, a asumir su papel como miembros de la sociedad. Padres e hijos parecen hundidos en el consumo de drogas, perdidos en sus propias fantasías. Los jóvenes repiten los errores de juventud de sus padres (pensemos en Shelley, que sigue enamorándose del matón, o en su hija Becky, enamorada del drogadicto que le es infiel) y en consecuencia son víctimas de las cadenas que ellos mismos escogen, quizás sin saberlo, atrapados en un aquí y un ahora insoportable del que solo pueden evadirse (la música, las drogas, el crimen) o eliminarse (el suicidio).
Twin Peaks: The Return (izquierda y derecha)
Por otra parte, si la debilidad de las figuras paterna y materna en esta tercera temporada tiene una presencia capital (a vuelapluma pensemos en la drogadicta y su hijo, Shelley con su hija Becky, Bad Cooper con Richard Horne, el niño que dispara un arma desde el asiento trasero de un coche), también se presenta su opuesto. En este caso no hablamos de la omnipotencia de las instituciones (familiares, sociales, culturales), puesto que su poder es limitado, sino la fortaleza y la persistencia del amor y el cariño, encarnados por ejemplo en la figura del mayor Garland Briggs, que en vida no pierde la esperanza en su hijo, o más bien en la bondad que esconde su corazón,y que después de muerto guiará al departamento de policía de Twin Peaks, con la ayuda de su esposa y su hijo, hacia la conclusión –sinónimo aquí de potenciación– del misterio.
El propio Briggs, en la segunda temporada, hizo una confesión: temía que llegara el día en el que el amor ya no fuera suficiente. Ese día, de momento, no ha llegado: pensemos en el agente Cooper que regresa con Sonny-Jim y Janey-E. Pero el futuro de la joven Becky pende de un hilo, conformada, y atrapada, por las complejas figuras materna y paterna de Shelly y Bobby Briggs. De hecho, desde la muerte de Laura Palmer, precedida por la de Teresa Banks, a su vez precedida por la muerte de la esposa de Windom Earle, y que culminó con la muerte de Annie Blackburn, el pequeño pueblo de Twin Peaks es cada vez más inhóspito y violento. ¿Cómo empezó todo? ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Cómo entender, profundizar, y quizás reconducir, las vidas de los habitantes de Twin Peaks?
Twin Peaks: The Return (izquierda y derecha)
Cumplir esa tarea consiste en aprender a mirar y comprender. Deshacerse de categorías intuitivas, aparentemente inmediatas, que ocultan en vez de mostrar y refuerzan el hechizo de nuestra cotidianidad en vez de liberarnos de él. Aprender que lo personal es lo público. Entender que nuestros gestos, y nuestras palabras, cargan una doble responsabilidad: la propia y aquella para con los demás. La tragedia, como explica Stanley Cavell, es más que un género literario: es una condición de nuestra vida y de nuestra filosofía. Entonces solo podremos recuperar el dominio sobre nosotros si nos hacemos cargo de nuestras tradiciones, de nuestros vínculos, de nuestros parecidos, del lugar que ocupamos. Todo eso que, al parecer, permanece oculto por nuestras palabras e imágenes.
En una de las introducciones a la segunda temporada de Twin Peaks, Margaret Lenterman, la dama del leño dice: «El tesoro está en todas partes, en todo momento. ¿Por qué no lo vemos, entonces? ¿Por qué es tan difícil de ver?». Sólo hay que saber mirar: el mundo es un sueño.
Twin Peaks: The Return (izquierda y derecha)
- GRANON-LAFONT, Jeanne. La topología básica de Jacques Lacan. Trad: Irene Agoff. Argentina: Ediciones Nueva Visión, 1987. p. 18-19 ↩