Última noche en el Soho, de Edgar Wright
Un exorcismo y un vestido de rosa Por Jorge Valle
«Tengo miedo a caminar sola de noche por la calle. Miedo a no ser aceptada. Miedo a obsesionarme con el amor romántico. Miedo a desactivar los roles tradicionales en mis relaciones sentimentales y familiares. Miedo a desear. Miedo a mi propio cuerpo y al ajeno. (…) Miedo, en general, a no estar a la altura»1. La contraportada del maravilloso libro de Desirée de Fez, Reina del grito (Blackie Books, 2020), en el que hace un exhaustivo repaso por los miedos comunes a todas las mujeres y a cómo el cine de terror los ha alimentado, podría resumir a la perfección a la protagonista de Última noche en el Soho (Last Night in Soho, Edgar Wright, 2021), perdida, sola y asustada en las calles de un Londres caótico y nocturno. La periodista Noemí López Trujillo afirmaba al respecto, en un artículo publicado en el diario El País 2, que cada generación de mujeres jóvenes tenía su propio cuento de terror que le enseñaba qué debía temer y cómo debía evitar el peligro: las niñas de Alcàsser, Rocío Wanninkhof, Marta del Castillo, Diana Quer, Laura Luelmo… Las víctimas del machismo más mediáticas han sido convertidas por los medios de comunicación en Caperucitas Rojas que marcan los límites de lo que las mujeres no pueden o, más bien, no deben hacer. El goteo informativo, la catarata de crímenes y violaciones que asaltan cada día nuestras pantallas, infunde un miedo —racional y comprensible— que termina convirtiéndose en una sutil y apenas imperceptible forma de control sobre el cuerpo y la libertad de las mujeres. No salgas sola a la calle. No te pongas ese vestido. No vayas a bares y discotecas a altas horas de la madrugada. No bebas demasiado. Cuidado con los hombres, incluso con los que tienen buenas intenciones, son todos iguales. ¿O es que quieres acabar, acaso, como todas ellas?
La jovencísima Eli sólo quiere cumplir su sueño de convertirse en una diseñadora de moda, escapar del pequeño pueblo donde ha vivido toda su vida y abrazar la modernidad y las oportunidades que le ofrece una capital como Londres. La abuela le advierte de los peligros de esa Babilonia contemporánea, ciudad del vicio y el desenfreno. Pero Eli no está dispuesta a renunciar a ser ella misma, a ser, en definitiva, lo que a ella le dé la real gana de ser. Pero entonces aparece el miedo como autocontrol, como forma de autorepresión. Miedo que su abuela y el fantasma de su madre —la Caperucita particular de nuestra protagonista— se han encargado de avivar y recordar a cada paso que daba en la dirección marcada por sus sueños. Y esos deseos frustrados, esos terrores interiorizados, escapan de su jaula en el complejo y fascinante, también terrorífico, mundo de los sueños. Cuando los ojos de Eli se cierran y su conciencia se duerme, sumergida en el océano del no-tiempo, donde todo es y no es a la vez —y es tarea del espectador, como también de Eli, discernir esos límites—, aparece el fascinante personaje de Sandie, libre, osada, dispuesta a todo por conseguir lo que quiere. En el mundo onírico —que, como no podía ser de otra manera, está ambientado en esos años 60 que tanto flipan a la protagonista— Sandie encarna todo lo que Eli querría ser en el mundo real, pero no se atreve. En ese vestido rosa, ligero, que permite total libertad de movimientos, y que Eli trata de reconstruir en sus clases, están encerradas todas sus aspiraciones y fantasías, la imagen de lo que ha soñado ser.
Así, entre lo que anhela y lo que teme, la protagonista acaba atrapada en un conflicto de identidad, expresado por el director Edgar Wright a través de un permanente y muy bien conseguido juego de espejos, en el que los rostros de Eli y Sandie se confunden y se superponen envueltos en un haz de luces y colores. Wright dibuja sobre el cristal el estado emocional de la primera mediante la multiplicación de su figura, rota y dividida en el espejo, mientras la fastuosa Sandie baja las escaleras con una altivez y una seguridad en sí misma que encandilan y enamoran irremediablemente a la tímida y principiante diseñadora de moda. La fascinación hacia ese sujeto idealizado dará paso, mientras Eli va adentrándose cada vez más en ese mundo que no es el suyo pero que siente como suyo, a una peligrosa y enfermiza obsesión. Pero, ¿por qué involucrarse emocional y psicológicamente con semejante intensidad en una historia, un cuerpo y un tiempo que no son los tuyos? ¿Está realmente loca nuestra protagonista, como parece sugerirnos el director al principio de la historia? ¿O se trata, más bien, de una joven atenazada por los miedos que la sociedad —desde su abuela hasta la televisión— le ha inyectado en vena desde pequeña? ¿No somos acaso los hombres, para las mujeres que se cruzan con nosotros por la noche, como esos seres sin rostro que persiguen a Eli por la biblioteca, por los pasillos de la academia o por las lúgubres calles londinenses? Última noche en el Soho funciona en última instancia no sólo como un envolvente e intenso thriller de suspense, de factura técnica y visual impecable, sino también como un exorcismo de todos esos miedos femeninos. En el incendio que cierra la película no sólo morirán los terribles recuerdos del pasado, sino también los paralizadores miedos del presente, esos hombres sin rostro que quedarán reducidos a cenizas. Y de entre las llamas renacerá una nueva Eli, libre y osada, dispuesta a todo, como Sandie en su día, por conseguir lo que quiere. Exorcizadas sus cadenas, es hora de volar alto.
- FEZ, Desirée de. Reina del grito, Barcelona, Blackie Books, 2020. ↩
- LÓPEZ TRUJILLO, Noemí. «Una Caperucita en cada generación», El País, (19/12/2018). https://elpais.com/sociedad/2018/12/19/actualidad/1545249171_349697.html ↩