Última noche en el Soho

Y lo que Eloise encontró al otro lado Por Raúl Álvarez

El periodista Christopher Booker, uno de los fundadores de la revista satírica Private Eye y pluma privilegiada de la prensa inglesa durante el Swinging London, escribió en su libro The Neophiliacs: A Study of the Revolution in English Life in the Fifties and Sixties (1969) a propósito de la década de los sesenta que “no parecía haber nadie fuera de la burbuja observando lo extraño y superficial y egocéntrico e incluso más bien horrible que fue todo”. Resultan iluminadoras estas palabras, y en general cualquiera de los ensayos de Booker sobre esa época, para entender lo nuevo de Edgar Wright en su justa medida. Una destrucción antes que una desmitificación de un tiempo supuestamente hedonista y sofisticado que dio voz a la juventud inglesa a través de la moda, el cine y la música; esto es, las expresiones inmediatas de la cultura popular. Hasta tal punto sigue Wright las reflexiones y la mirada de Booker, fallecido en 2019, poco antes de la producción de la película, que Última noche en el Soho bien podría ser la adaptación furiosa de sus memorias encubiertas, Goodbye London (1979), escritas junto con Candida Lycett Green, en las que disecciona las miserias de la City y su progresiva conversión en un museo al aire libre o un parque temático dedicado a la nostalgia. Lo que es ahora.

Última noche en el Soho

El viaje a través del espejo que protagonizan Eloise (Thomasin McKenzie) y Sandie (Ana Taylor-Joy) cobra sentido ante todo en el marco de esa visión despiadada sobre el pasado que Wright y su guionista, Krysty Wilson-Cairns, han convertido en un fascinante ejercicio audiovisual acerca de la memoria. Y, claro, su reflejo: la desmemoria. Todo el aparato técnico de Última noche en el Soho orbita alrededor de esta idea, de tal manera que cada motivo dramático y visual del tiempo de Eloise (el Londres de hoy) tiene su proyección en el tiempo de Sandie (el Londres de los años sesenta). La banda sonora y la fotografía, por ejemplo, están concebidas con el propósito evidente de marcar perfectamente cada transición entre lo que es o parece ser y lo que fue o se cree que fue, invitando así al espectador a buscar las trampas en la articulación de los recuerdos y, por tanto, de la subjetividad, tema este de la máxima actualidad. Porque la película, como todas las de Wright, no es sino una colosal llamada de atención sobre los vicios de nuestro presente; y cuál más sustancial en la era del capitalismo postpandémico que la tentación de refugiarse en el pasado.

Esta estructura formal da pie a un diálogo constante de tiempos e identidades desde el fantástico prólogo, cuando Eloise canta y baila viejos temas pop en casa de su abuela. Su cuerpo y su mente habitan épocas distintas, como si el único bálsamo para soportar la existencia (que agita lo consciente) fuera entregarse a una visión idealizada del pasado (que agita lo inconsciente). En esta sublimación equívoca de lo pretérito, que Eloise asocia primero a su madre y luego a Sandie, cabe buscar los mayores aciertos de una película que mata suavemente los cinco sentidos mediante un dispositivo sensorial arrollador. Última noche en el Soho es de esos filmes que uno se traga sin pestañear, a merced de un viento de luces, colores y sonidos que sopla tanto desde las coordenadas del giallo como de la pintura mural del Swinging London y los tebeos de Modesty Blaise. Es pop en el más amplio sentido de la palabra: puro goce. Y, claro, su reflejo: pura pena. Como indicaba hace unos días en su cuenta de Twitter el amigo y colaborador de esta casa Ignacio Pablo Rico, el pop o lo pop contiene una profunda carga de tristeza y melancolía que, en el caso de la música, aflora sutilmente en letras y videoclips. Última noche en el Soho no puede ser más explícita al respecto en la mecánica de su juego especular, pero también en la elección de unas canciones que hablan con aparente desenfado de desamor, rabia y frustración. No es casual que Wright muestre debilidad por dos de los temas más famosos de Sandie Shaw (Puppet on a String y (There’s) Always Something There To Remind Me), que expresan a la perfección la doble cara del tiempo, el espacio y la memoria.

Última noche en el Soho

Pese a estos elementos de indudable valor y eficacia como catalizadores de una grata experiencia cinematográfica, la película descarrilla parcialmente en su tercio final a causa de una rendición desmesurada a sus referentes cinéfilos y el escaso interés de la mayor parte de secundarios. Lo fantasmal de la trama se invoca literalmente a partir de Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940) y un ‘grandes éxitos’ de Dario Argento que resta solidez y personalidad al concepto general. Por su parte, los papeles de Jack (Matt Smith) y John (Michael Ajao) se desdibujan hasta extremos alarmantes, cuando deberían haber actuado hasta el final como contrapunto masculino de una historia que se cuenta siempre a través de ojos femeninos. Se pierde en el vacío ese juego necesario entre víctimas y verdugos a partir del momento en que Wright traiciona la esencia de su mejor baza estética: el color. Durante dos tercios de metraje, funciona como un tiro la subversión del valor histórico de rojos, azules y verdes en el contexto semántico del Soho londinense; falsas promesas de felicidad que se tornan en pesadilla. En el último tercio, esos mismos colores adoptan sin necesidad la expresividad psicológica del giallo, lo que conduce la película a la orilla de un homenaje subrayado que soluciona el argumento a fuerza de clichés. El camino natural era otro, el que llevaba Última noche en el Soho al territorio inquietante de Lewis Carroll. A descubrir que vivimos ya al otro lado del espejo.

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